53

Fue Ricciardi quien se lo contó a Garzo en cuanto Teresa se marchó, temerosa de volver bajo el mismo techo que el asesino. El comisario y Maione la convencieron de que no corría ningún peligro hasta que hubiese una acusación formal, por el contrario, su ausencia habría alertado al profesor, permitiéndole buscar una coartada. Cuando todo concluyera, Teresa podría tomar posesión de la casa de Carmela o, si lo prefería, regresar a su pueblo.

Maione y Ricciardi fueron a despachar con su superior, disfrutando de antemano, no sin una pizca de maligna satisfacción al imaginar la cara de sorpresa del subjefe de policía.

En cierto modo se llevaron una decepción. Tras referirle el relato de Teresa, y cuando Maione exhibió los zapatos del profesor como si se tratase de la ampolla con la sangre de san Genaro, Garzo apoyó la cabeza en el paño impoluto que cubría lo alto del respaldo de su sillón y cerró los ojos. Parecía dormido, pero lucía una preocupante mancha roja en el cuello, debajo de la cara exangüe.

Al cabo de un minuto abrió los ojos y sonrió.

—No es seguro que haya sido él.

—¿Cómo, dottore, que no es seguro que haya sido él? ¡Pero si la criada nos lo ha contado con todo lujo de detalles y hasta nos ha traído los zapatos manchados de sangre!

—Cálmese, Maione, y preste atención —y se puso a enumerar con los dedos—: la muchacha no vio al profesor matar a la Calise, tampoco lo oyó explícitamente declarar su voluntad de matarla. Además, no tenemos una confesión, pero sí contamos con una coartada; esa noche los Serra estaban cenando nada menos que en casa de su excelencia el gobernador civil. Por último, un par de zapatos cubiertos de costras no pueden considerarse la prueba de un delito. Podría tratarse de la sangre de un perro muerto, y eso, suponiendo que sea sangre.

Ricciardi asintió.

—Sin duda, dottore, es verdad, pero admitirá usted que Serra tenía un móvil, podemos contrastarlo fácilmente con otras declaraciones de los criados, y disponía de la ocasión, porque, según dijo el doctor Modo, a la Calise la asesinaron después de las diez de la noche, y a esa hora hacía rato que la cena en casa del gobernador civil había terminado. Además, su reticencia durante el interrogatorio…

Garzo bufó, irritado.

—Ésa reticencia es una percepción suya, Ricciardi. No olvidemos que se trata de una persona que, desde luego, no está acostumbrada a que la interroguen como a un delincuente cualquiera. No veo ninguna fisura en la situación del profesor si la comparamos con la de Iodice. Por un lado tenemos la acusación de una criada y un ataque de ira, por el otro, una deuda que Iodice no podía pagar y un suicidio que vale tanto como una confesión. ¿Está seguro de que un tribunal condenaría a Serra?

Maione soltó un rugido sordo, como de león enjaulado. Ricciardi, por su parte, le daba vueltas al razonamiento de Garzo, que tenía su lógica. Necesitaba tiempo; en su fuero interno ardía la convicción de que entre Iodice y Serra di Arpaja este último tenía más números para ser el asesino, pero tal y como estaban las cosas, no podía continuar la partida.

—Entonces, dottore, ¿cómo piensa proceder?

Tal como el comisario había previsto, Garzo volvió a palidecer.

—¿Yo? ¿Y yo qué tengo que ver? Es usted el que está al frente de la investigación, ¿no? Usted dirá cómo piensa proceder.

Jaque mate, pensó Ricciardi.

—Cierto, dottore. Cierto. Verá, pienso que debemos seguir investigando, comprobar lo que ha dicho Teresa Scognamiglio, complementar la información en nuestro poder. Unos cuantos días más para aclararnos las ideas y poner a salvo a esta jefatura para que no salga mal parada.

Garzo tamborileó brevemente con los dedos en el escritorio.

—De acuerdo, Ricciardi. Le doy un día. En realidad, viendo la hora que es, le doy dos. Pero mañana por la tarde quiero una acusación, la prensa ha empezado a acosar al señor gobernador civil que, como ya sabrá, es alérgico a la presión.

Ricciardi asintió y salió del despacho, seguido de un Maione enfurecido.

Filomena cerró los postigos de la única ventana del bajo de vico del Fico, una luz débil se colaba por la claraboya encima de la puerta. Se sentó a la mesa, sonrió a las dos personas que la acompañaban y, con mano firme y gestos lentos, se quitó la venda.

Gaetano aspiró con fuerza y reprimió un gemido, las lágrimas comenzaron a surcarle la cara. Rituccia, cuya palidez resplandecía en la oscuridad, observaba tranquila y sin mudar la expresión.

Filomena recorrió la cicatriz con la punta de los dedos, siguiendo sus limpios bordes en relieve. Alargó la mano hacia el viejo fragmento de espejo que usaba para peinarse. Se miró largo rato. Después dejó el espejo y se acercó a su hijo para besarlo. Gaetano se tapó la cara con las manos y empezó a sollozar.

Rituccia se levantó, se acercó a la mujer y, con gesto solemne, le besó el costurón.

Maione despotricaba contra Garzo paseándose de un extremo al otro del despacho de Ricciardi, mientras su jefe callaba, de pie delante de la ventana.

—¡Lo que faltaba! ¿Ha oído lo que ha dicho el muy imbécil? ¡Tonto redomado, y yo que creía que se había quedado dormido, y va y nos suelta ese discursito que parece que es el abogado del abogado! ¡De locos! ¡Claro, como el profesor de Santa Lucia es rico, seguro que es inocente, y el pobre de Iodice, pizzero roñoso, muerto de hambre, seguro que es el culpable! ¿Qué más quiere? ¡Si Teresa Scognamiglio, que lo oyó todo, nos lo ha contado con pelos y señales!

Ricciardi habló sin apartar la vista de la plaza que había debajo.

—Será todo lo imbécil que quieras, y seguramente está convencido de que fue el pobre Iodice, pero no ha dicho ninguna tontería. En realidad, en ambos casos sólo disponemos de indicios. Los dos tenían un buen motivo para matar a la Calise. La ocasión de hacerlo también la tuvieron los dos. Y los dos la vieron muerta, así lo indican los zapatos de Serra di Arpaja y la letra de Iodice. Pero nosotros no estamos seguros de quién la vio morir.

Maione se detuvo. No quería rendirse a la evidencia de los hechos.

—Sí, pero Serra puede defenderse y Iodice, no, comisario. De manera que antes de echarle la culpa al muerto debemos asegurarnos de la inocencia del vivo. ¿O no?

Ricciardi siguió callado unos minutos más. Miraba por la ventana.

—Maione, ¿has pensado alguna vez en todo lo que se puede ver a través de una ventana? Se puede ver la vida. Se puede ver la muerte. Pero sólo se puede ver, sin intervenir. Entonces, ¿quién es el hombre que mira? ¿Sabes quién es?

Maione escuchaba. Sabía que no era él quien debía contestar.

—El hombre que mira es el que no vive. Sólo puede ver cómo pasa la vida de los otros y vivir a través de ellos. El que mira no consigue vivir.

Maione seguía escuchando. Y comprendió que Ricciardi ya no hablaba de la Calise, de Garzo, de Iodice ni de Serra di Arpaja, sino de sí mismo.

A pesar de no contar con una extraordinaria sensibilidad, el sargento se dio cuenta de que el humor del comisario, de por sí melancólico, se había hundido por completo tras el interrogatorio practicado dos días antes a una testigo, Enrica Colombo, que, ahora que lo pensaba, vivía en via Santa Teresa, en la misma calle que Ricciardi. A lo mejor se conocían; eso podría explicar el extrañísimo rumbo que había tomado el interrogatorio que él mismo se había visto obligado a dirigir, porque el hombre que debería haber formulado las preguntas optó por callar. Por callar y mirar.

El sargento se había criado en la calle, sabía cuándo convenía guardar silencio. No había nada que decir más que compadecer a su superior y amigo, guardando las distancias.