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Mientras Maione seguía sus pistas compuestas de voces, palabras y expresiones, Ricciardi rastreaba otros indicios. Necesitaba recuperar la pieza que faltaba y que ya no conseguiría empleando los medios corrientes: Antonio Iodice, pizzero suicida.

Caminando veloz por los callejones repletos del atardecer, se dirigió al local donde se habían originado el sueño y la ruina de ese hombre. No se veía capaz de saldar las cuentas poniéndole la etiqueta de culpable a alguien que ni siquiera había podido confesar, aunque las apariencias lo señalaran como responsable del delito. Quería conocer un poco su mundo, oír su último pensamiento, comprender su último dolor. A menos que el hombre no hubiese llegado al hospital medio consciente; en tal caso, sólo encontraría el olor de la muerte.

Era raro que Ricciardi fuese voluntariamente al encuentro del Asunto. Siempre conservaba en su fuero interno la desesperación, algo del desmesurado sufrimiento de la separación, una especie de contagio. Se hacía cargo en silencio, como siempre, encerrándose en una celda interior, oscura y erizada de espinas.

No le quedaba otra salida; de Iodice le habían hablado la esposa y la madre, pero el amor deformaba sus relatos. Necesitaba analizar objetivamente las expresiones del dolor. Muy a su pesar era el único que tenía esa oportunidad y debía aprovecharla.

Se encontró delante del cartel de rigor, clavado en la puerta: el local estaba sometido a embargo por orden judicial. Entró en la oscuridad de la sala. Sillas patas arriba, platos rotos en el suelo, raciones a medio consumir. Las moscas habían entrado a través de una claraboya encima de la puerta, por la que se filtraba un haz de luz.

Todo había quedado tal como estaba en el momento en que se presentaron Camarda y Cesarano, poco antes de la insensata reacción del pizzero. Al echar un vistazo a su alrededor, Ricciardi tuvo la sensación de oír la agitación, los gritos, el ruido. Al fondo de la sala, después de las mesas y las sillas, se encontraba la barra donde preparaban las pizzas, justo delante del horno apagado. En el lado opuesto había unos fogones con sartenes. El aire olía a fritanga, humo y sudor. A comida pasada. Y a sangre.

Los pasos de Ricciardi resonaron en el silencio y la penumbra. Había cerrado la puerta al entrar; para ver lo que buscaba no necesitaba luz. Se acercó a la barra, se detuvo con las manos en los bolsillos de los pantalones, respirando despacio. Después, con un suspiro más profundo, siguió adelante.

El espectro de Iodice seguía sentado en el suelo, apoyado contra la pared, la cabeza inclinada sobre el hombro derecho. Tenía una pierna estirada, la otra flexionada con el zapato salido. Los espasmos musculares soportan mal las constricciones. Un brazo descansaba al costado del cuerpo, la palma de la mano en el suelo, como si en el último impulso su dueño hubiese querido levantarse. El chaleco desabrochado, la camisa abierta, las mangas arremangadas; un delantal blanco le tapaba los pantalones. La otra mano seguía en el mango del cuchillo, que asomaba por el pecho como un hueso fracturado. De la herida brotaba el chorro negro que el corazón incauto había seguido bombeando.

Como solía suceder, el muerto tenía un ojo cerrado y el otro abierto, la expresión crispada de dolor, los labios fruncidos dejaban al descubierto los dientes amarillos y manchados de sangre. El labio inferior aparecía cortado tras el último mordisco de rabia. Una baba rojiza rezumaba de la comisura de la boca; el pulmón, pensó Ricciardi. Ni siquiera se te concedió una última y profunda inspiración.

Según habían dicho, antes de morir Iodice había llamado a sus hijos. Pero su último pensamiento antes de desaparecer en las tinieblas no fue para ellos; Ricciardi lo oía con claridad. De los labios atormentados de Iodice salía esta frase: «Tú ya sabes que estabas muerta cuando llegué».

El muerto y el vivo se miraron durante largo rato en la oscuridad, rodeados de platos rotos y olores rancios. Después Ricciardi dio media vuelta y regresó al perfume y a las falsas promesas de la primavera.

En esta ocasión, Maione se dejó llevar por sus pies.

Las cervezas con el portero de casa Serra di Arpaja se convirtieron en tres, la primera para ablandarlo, la segunda para acompañar el relato resentido que hizo el sirviente de sus patrones arrogantes y opresivos, la tercera para compadecerlo y agradecerle la venenosa información destilada por su malevolencia.

Y así, al llegar la hora de la cena, la conciencia de Maione quedó provisionalmente en silencio. Presentarse otra vez en casa de Filomena a esa hora habría situado sus encuentros fuera de una casualidad hipócrita, estableciendo una costumbre que no estaba preparado para consolidar. Todavía. De modo que, con paso inseguro, enfiló en dirección a su casa, sabiendo que llegaría a un cruce donde sus pies, por sí solos, sin la influencia de la mente, decidirían.

Sin embargo, nunca llegó a saber hacia dónde lo habrían llevado los pies: al atisbar el gentío arremolinado a la entrada del vico del Fico el corazón le dio un vuelco y se quedó sin aliento. Pensó que el misterioso autor del costurón que Filomena llevaba en la cara había regresado para terminar la horrible obra iniciada cinco días antes, que el muy cobarde se había aprovechado de que no había nadie que pudiera defenderla, alguien como él mismo, por ejemplo.

Mientras corría hacia la vivienda del bajo, abriéndose paso entre una pequeña multitud, tuvo la impresión de avanzar como en uno de esos sueños en que uno nada en una niebla espesa que retarda hasta los pensamientos. Y al correr se arrepintió de haber dudado y de la tercera cerveza que había bebido con el portero de los Serra. Sólo cuando estuvo a la altura del portón de la casa de Filomena cayó en la cuenta de que no era hacia allí a donde se dirigía la gente del callejón, sino al bajo contiguo. Vio la puerta abierta, la habitación vacía y siguió mecánicamente el río de personas.

Estaban todos amontonados en la entrada, pero como ocurría siempre, su uniforme hizo que todos se apartaran. En el interior, rodeada de cuatro o cinco plañideras vestidas de negro, estaba sentada una niña pálida, inexpresiva, cuidadosamente peinada y vestida. Junto a ella se encontraba Filomena, con el chal en la cabeza para ocultar la herida vendada de la vista de todos, la parte descubierta del rostro surcada de lágrimas.

En el centro de la habitación había una cama en la que yacía un cadáver con ropa de trabajo sucia de cal y polvo; un albañil, pensó Maione. De pie, cerca de la cama, había una decena de hombres vestidos de la misma manera, entre los que el sargento reconoció a Gaetano, el hijo de Filomena.

A pesar de que lo hubiesen arreglado lo mejor posible, Maione se percató enseguida de que el hombre había muerto tras caer de un andamio: tenía la espalda doblada de forma poco natural, la boca cubierta de sangre coagulada, su nuca no aplastaba la almohada en la forma debida.

Al verlo, Filomena fue a su encuentro.

—¡Qué desgracia, Raffaele! ¡Pobre Rituccia! Sólo le quedaba su padre. Su mamá era amiga mía y murió cuando ella era niña. Y ahora el padre. Qué tragedia. Ella y Gaetano se criaron juntos. Y el destino quiso que Salvatore trabajara con mi Gaetano, en la misma obra de via Toledo. Lo vio caer, pobre hijo mío, qué impresión, él lo vio todo…

Maione observó a Gaetano, que se mantenía en la sombra, no lejos de la cama. Oyó algún comentario en voz baja, a sus espaldas: «Ahora se ha hecho amiga del policía», «¿Has oído? Lo ha llamado por el nombre, lo ha llamado…». Se avergonzó un poco sin motivo. Y se avergonzó de esa vergüenza.

Se volvió hacia la niña, destinataria de la ruidosa compasión de las mujeres del callejón, y notó sin sorpresa que no lloraba; Maione sabía que el dolor era, con frecuencia, ajeno a todo tipo de manifestaciones. Mientras la observaba, captó la mirada que intercambiaron la niña y Gaetano, con quien se había criado. Fue algo fugaz, el esbozo de una sonrisa. Se les escapó a todos, menos a Maione. No era la sonrisa de una niña. Gaetano se quedó inexpresivo, su cara parecía tallada en madera oscura.

El sargento sintió que un escalofrío le recorría la espalda.