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Teresa se asomó a la ventana de la cocina y con la vista siguió a los dos policías mientras se subían al coche y partían dando un bandazo. Sentía curiosidad, aquellos ojos verdes y cristalinos la habían impresionado. Había observado al profesor y a la señora: él, que en los últimos días no se había lavado ni afeitado, estaba más tieso y elegante que nunca; ella, en general hermosísima y a la moda, vestida modestamente, como el ama de llaves del párroco de su pueblo.

Había servido el té en silencio, sin ver las caras, porque procuró bajar la vista, pero había percibido la tensión en la espalda. Por la puerta del salón se colaron sólo murmullos, nadie había levantado la voz. Ella había aprovechado para ordenar la alcoba de la señora y limpiar las manchas de vino y vómito.

Después había limpiado el estudio del profesor y se había fijado en los zapatos sucios, que ahora tenía allí, en el armarito de la cocina.

Teresa levantó la vista y miró el mar, desde donde soplaba un viento leve que traía su buen olor. Ya está aquí, pensó, ya ha llegado la primavera.

Después de enviar a Maione a que siguiera la nueva pista, Ricciardi regresó sólo a su despacho.

Esperando en la puerta, la inquietud reflejada en los ojos, se encontró a Ponte.

El subjefe de policía Garzo estaba hecho un basilisco. Así lo atestiguaban el jadeo y las manchas rojas que le cubrían la cara. Y por un detalle más, no salió a recibir a Ricciardi cuando éste entró en el despacho.

—Vamos a ver, Ricciardi, como de costumbre, hace caso omiso de mis indicaciones. En esta ocasión, sin embargo, no tengo la menor intención de tolerar su comportamiento, a no ser que tenga alguna explicación.

Ricciardi inclinó la cabeza de lado con aire interrogante.

—No lo entiendo, dottore. ¿No estábamos de acuerdo en que interrogaría a la señora Serra di Arpaja? ¿Y que iríamos a su domicilio en coche? Eso fue exactamente lo que hicimos.

Garzo bufaba como un toro.

—Me ha llamado el profesor en persona para quejarse; ha deplorado su comportamiento, que calificó de cualquier cosa menos de obsecuente. Me ha dicho que lo ha tratado usted poco menos que como a un delincuente. ¿Es eso cierto?

Ricciardi se encogió de hombros.

—No todos estamos acostumbrados a las reuniones de la alta sociedad, dottore. No sabe con qué frecuencia envidio su capacidad diplomática. Me he limitado a hacer las preguntas de rigor, sin presuponer nada. Yo en su lugar, me preocuparía por este exceso de precauciones; normalmente, como usted bien sabe por su dilatada experiencia, cuando se produce es porque se intenta ocultar algo.

Garzo apartó la vista. Ricciardi tenía la certeza de que, si se hubiera acercado a su superior, habría oído el zumbido de su cerebro funcionando al máximo de su capacidad de rendimiento. Al burócrata no le agradaba discutir con los notables, pero de ninguna manera quería encontrarse frente a un asesino descubierto gracias al azar y no como consecuencia de la investigación, porque entonces la prensa se le lanzaría a la yugular y lo crucificaría por el trato deferente y protector brindado al profesor. Había ocurrido otras veces. Y Ricciardi lo sabía.

—Claro, claro, es verdad. Ricciardi, no tengo la menor intención de orientar su investigación. Pero, por segunda y espero que última vez, le recomiendo la máxima cautela. Si debe hablar con alguien de la familia Serra di Arpaja, antes pregúnteme a mí. ¿De acuerdo?

—Sí, dottore. De acuerdo.

Por fin el trabajo que le gustaba a Maione: el de piernas. Reunir información, nombres, hechos, pequeñas historias que eran fragmentos de otra más grande. El trabajo que le permitía enfrascarse, recorrer la ciudad, entrar en despachos y tiendas, desde los callejones oscuros a las grandes avenidas arboladas. Que le daba la oportunidad de conocer gente nueva, volver a ver caras conocidas, oír las voces de Nápoles. Que le impedía pensar en otras cosas: sentía esa necesidad más que nunca. Hacía dos noches había respirado otro aire, un aire que casi tenía olvidado, el de una casa. Había notado los cuidados de una mujer, el perfume de un plato cocinado para él. Tuvo incluso la sensación de reconocer en los ojos de Filomena una preocupación sincera por su cansancio.

Sin embargo, tenía el corazón cargado de melancolía. Se veía como espectador de la vida de otro, usurpador de un trono. Había experimentado incomodidad y tristeza. Tras regresar a su casa en silencio, se había metido en la cama, y sólo entonces se había sentido en su sitio, aunque Lucia llevara horas durmiendo, encerrada en su mundo hecho de recuerdos.

En eso pensaba cuando por fin, del palacete de los Serra di Arpaja, vio salir al portero, que iba sin uniforme, probablemente regresaba a su casa. Abandonó la oscuridad del zaguán de enfrente y se puso al lado del hombre.

Fingió haberse cruzado con él por casualidad y le propuso tomar una cerveza para celebrar el final de su turno.