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Ricciardi miraba fijamente a la señora Emma Serra di Arpaja, se la imaginaba muy distinta a como se había presentado.

Pálida, ojerosa, las mejillas hundidas. Casi sin maquillar, apenas una sombra de ojos, vestida de gris, la melena corta a la moda, recogida detrás de las orejas, la frente despejada. Los zapatos sencillos, casi planos, las medias opacas.

Clavó la vista en la mesa baja, con una expresión indescifrable, sin emociones aparentes. Al entrar saludó en voz baja, inexpresiva. Parecía estar sufriendo, pero de forma silenciosa y compuesta. Distante.

El marido ni siquiera la había mirado. Escrutaba a Ricciardi, sopesando su actitud. La tensión podía cortarse con un cuchillo.

Ricciardi habló tras un largo y embarazoso silencio.

—Señora, ¿cuál era su relación con la señora Carmela Calise, supuesta cartomántica, a la que encontraron muerta en su propia casa el quince de abril pasado?

Emma no lo miró. Contestó con voz monocorde.

—Fui a verla en alguna ocasión. Me acompañó una amiga.

—¿Por qué iba a verla?

—Por entretenerme.

—¿De qué hablaban?

Emma miró velozmente de reojo a su marido, pero contestó con el mismo tono.

—Ella echaba las cartas. Me decía cosas.

—¿Qué cosas?

Ruggero intervino, flemático.

—Comisario, no creo que el contenido de las conversaciones de mi esposa con la Calise guarde relación con la investigación. ¿No le parece?

Ricciardi consideró necesario dejar inmediatamente claros los límites de las competencias.

—Profesor, le ruego que nos deje usted decidir a nosotros qué interesa y qué no a efectos de la investigación. Por favor, señora, conteste, ¿de qué hablaban?

Emma contestó; fue como si se refiriese a otro mundo y a otras personas.

—Me gustaba. No tenía que pensar, ella resolvía todas mis dudas. Mi vida… Nosotros, comisario, vivimos sumidos en la duda. ¿Hago esto, o hago esto otro? Ella no tenía dudas. Movía las cartas, escupía sobre ellas y decidía. Y jamás se equivocaba.

Ricciardi miraba a la mujer fijamente a la cara. Había notado vibrar una emoción.

—¿Y en estos últimos tiempos iba usted a verla a menudo?

Contestó Ruggero con tono decidido.

—Comisario, mi esposa le ha dicho ya que iba de vez en cuando. Es una expresión que expresa casualidad, singularidad. En ningún modo puede interpretarse como que fuera con frecuencia.

Sin apartar la vista de la mujer, Ricciardi le hizo una señal a Maione, que sacó de la chaqueta el cuaderno de la Calise.

—En este cuaderno —dijo el sargento, tras un leve carraspeo—, hallado en casa de la Calise, el nombre de su esposa, escrito con iniciales y completo, aparece unas ciento dieciséis veces sobre un total de trescientos días de citas. Me parece que puede decirse que iba con frecuencia, ¿o no, profesor?

Ruggero resopló, irritado. Emma contestó.

—Pues sí, iba, ¿y qué? Era una distracción. Necesitamos distracciones. Sobre todo cuando la vida se vuelve agobiante.

Había dicho algo terrible, Ricciardi y Maione lo captaron al vuelo. Los dos observaron a Ruggero, que no reaccionó y siguió con la vista perdida en el vacío. El comisario prosiguió.

—¿Y de qué le hablaba la Calise? ¿Le hizo…, no sé…, alguna confidencia, le mencionó algún nombre? ¿Le comentó que estaba preocupada por algo, o intuyó usted que algo la amenazara?

Maione observó a Ricciardi, sorprendido. Esperaba que el comisario formulara más preguntas sobre el malestar de la señora Serra di Arpaja, que ahondara en la grieta entre ella y su marido, pero no, él insistía con la Calise.

—No, comisario. Hablábamos de otras cosas, ya se lo he dicho. Me echaba las cartas. Y nada más. Me decía lo que iba a ocurrir y no se equivocaba.

Cuando la mujer se hubo retirado, Ruggero acompañó hasta la puerta a Maione y a Ricciardi.

—Ya lo ha visto usted, comisario, mi esposa es como una niña. Tiene sus pequeñas manías, sus pasatiempos, las tonterías que hace con sus amigas. Pero la noche que mataron a la Calise, estuvo conmigo, cenando en casa de su excelencia el gobernador civil. Leí en la prensa las circunstancias. Nuestro nombre quedó más o menos a la vista. Le agradecería que esta conversación no trascendiera. ¿Puedo contar con ello?

—Compartimos sus deseos, profesor. Que ningún inocente deba pagar por lo que no hizo. Pueden quedarse tranquilos, usted y su señora. Sabemos cumplir con nuestro deber.

Al cruzar el portón, seguidos por la mirada mosqueada del portero, Maione se refirió a la reunión.

—Pero comisario, ¿por qué no aprovechó para hurgar en la herida y ver si le sacábamos algo más? Me parece que la señora ha recitado la lección que el profesor le enseñó y que, sin querer, se le ha escapado que no era feliz. ¿No valía la pena averiguar un poco más? ¿No sería posible, por ejemplo, que para combatir el aburrimiento la señora decidiera matar a unas cuantas viejecitas?

Antes de subirse al coche, Ricciardi detuvo a Maione aferrándolo por el brazo.

—En efecto. Oye, Maione, quiero decírtelo antes de subirme al automóvil, por si no llego a salir con vida, aquí hay gato encerrado, las cosas no están claras. La Serra fue a ver a la Calise un montón de veces, y la vieja la atendió sin pedir la ayuda de Nunzia. Por lo tanto, el informante debe de ser otra persona. Indaga sobre la vida de Emma Serra di Arpaja, pero ve con muchísimo cuidado. Quiero saber cuándo, dónde y con quién se entendía en ausencia de su marido, cómo se llaman sus amigos y qué dice la servidumbre. Y quiero saberlo lo antes posible. Tengo la sensación de que de un momento a otro o decimos que fue Iodice o nos apartan del caso.

—Lo que usted mande, comisario. Pero lo de no salir vivo del automóvil, la verdad, no lo entiendo. Después me lo tiene que explicar mejor.