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Si había algo que detestaba era conducir el automóvil. Tal vez porque ese medio de transporte no pertenecía a su generación, o sencillamente porque de niño montaba a caballo y se había quedado aferrado a esa forma de desplazamiento. La cuestión era que a Maione no le gustaba conducir.

—No entiendo estas manías. ¡Usar el coche por un kilómetro! ¡Si son dos minutos nada más! Dicen que lo necesitan, que no quieren dejarlo para actos de servicio. ¡Por mí podrían quedárselo sin problemas!

Acababa de sentarse al volante y los nervios ya lo habían dejado empapado en sudor. El motor rugió en punto muerto. Puso la marcha, el vehículo avanzó de sopetón y el motor se apagó. Un abogado y un auxiliar que hablaban en el patio de la jefatura retrocedieron de un salto con cara de preocupación.

—Lo que faltaba, a este trasto también se le ha quemado el embrague. Además, comisario, me pregunto por qué le contó lo de la lista y el periodista. Y por qué me nombró a mí, justamente, que a los periodistas no los puedo ver ni en pintura.

Encajado en el asiento posterior, Ricciardi se sujetaba con ambas manos de la manija de la puerta.

—Es lo primero que se me ocurrió. ¿No hay ningún chófer disponible?

Maione puso cara de ofendido.

—¡Entre todo el personal de la jefatura no hay ninguno mejor que yo, comisario, para que lo sepa! El problema reside en que este maldito coche no está puesto a punto, ésa es la cuestión. Veamos… ah, sí, aquí está el control del aire.

El motor arrancó otra vez con un mugido y el coche partió. El abogado y el auxiliar saltaron en direcciones opuestas del sendero de entrada y salvaron la vida. A manera de despedida, Ricciardi pensó en Enrica al tiempo que se sujetaba con fuerza de la manija.

Entre la jefatura y via Generale Orsini, donde vivían los Serra di Arpaja, había poco más de un kilómetro. Bastaba con recorrer la calle nueva junto al mar, dejando a un lado Castelnuovo y el Palazzo Reale, y al otro, los antiguos edificios del arsenal de la Marina que pronto acabarían derribados con el fin de ganar terreno para los jardines. A Ricciardi la ciudad le recordaba cada vez más una de esas casas que disponen de una sala para recibir, mientras el resto de las habitaciones se caen a pedazos.

Al final de la calle, antes de la pronunciada curva a la izquierda en dirección al barrio de Santa Lucia, destacaban las imponentes obras de la Galleria della Vittoria, una de las empresas del régimen: unir dos partes de la ciudad mediante una calle subterránea. Un agujero de un kilómetro de largo. Ya habían muerto cinco obreros en los trabajos de excavación. Ricciardi seguía viendo a dos de ellos, brillaban en la oscuridad de la obra mientras hablaban de sus familias poco antes de la explosión que los había despedazado.

Nadie se enteraba nunca de esos accidentes. Tras ocultarlos cuidadosamente, se hacía lo posible para que las familias recibieran ayudas especiales. Al menos eso, pensó Ricciardi, y buscó dónde sujetarse cuando Maione tomó la curva con un volantazo imprevisto. Un carrito cargadísimo de muebles, tirado por un viejo mulo, perdió parte de su mercancía y el carretero los cubrió de maldiciones.

—No hay para tanto, total en ese carro no lleva más que porquerías. Dígame, comisario, ¿a qué altura está el palacete?

—En el número veinticuatro, allá a la derecha, ya puedes ir parando.

Maione se lució con un brusco frenazo que detuvo el vehículo de golpe en la acera, precisamente en el momento en que pasaba una austera niñera, con el tradicional traje largo y blanco, crespina a juego y monumental cochecito de madera.

—Pero ¿qué forma de conducir es ésta? ¡Por poco me da un ataque! Y si el niño se llega a caer, ¿quién se lo habría dicho a la baronesa? ¡Están ustedes locos!

Maione intentó aplacar su cólera.

—Disculpe, señora, pero se trata de una operación policial y no la había visto. Íbamos deprisa.

Ricciardi miraba al niño, que parecía atraído por la cara del comisario.

—¿Cómo se llama el niño?

—Se llama Giovanni. Tiene casi dos años.

Buena suerte, Giovanni, pensó Ricciardi. ¡No es nada bonito este mundo en el que has decidido nacer! Aunque visto desde este barrio no lo parezca.

El niño sonrió. Él también tenía los ojos verdes.

El portero uniformado del palacete salió a recibir a Maione y Ricciardi con paso marcial; les preguntó quiénes eran y examinó ostentosamente una lista. El sargento y el comisario se miraron contrariados.

—Comisario, ¿se lo dice usted o se lo digo yo, aquí al almirante, que somos de la policía y que no estamos de visita? Si no, le juro por Dios que lo aparto a patadas e irrumpo en el edificio.

Ricciardi posó una mano en el brazo del portero.

—Limítese a anunciarnos. Nos esperan.

Al salir del ascensor se encontraron la puerta abierta y una criada que les hacía una reverencia.

—Pasen ustedes, por favor, y siéntense. El profesor los recibe enseguida.

Maione lanzó una mirada al comisario y le preguntó:

—Pero ¿no teníamos que hablar con su esposa?

Ricciardi se encogió de hombros; no esperaba acceder directamente a la señora, pero estaba decidido a no marcharse sin haber interrogado a la testigo. La criada los condujo a un estudio austero, cubierto de libros antiguos. El hombre que salió a recibirlos destilaba autoridad.

—Por favor, señores, siéntense en el sofá; haré que les sirvan un té. No creo que sea necesario que usemos el escritorio, no han venido ustedes a pedir asesoramiento.

Y sonrió con aire cómplice. Maione y Ricciardi no reaccionaron a la mirada amistosa y siguieron de pie.

—Agradecemos su hospitalidad, profesor. Pero debemos hablar con la señora, cuanto antes podamos hacerlo, mejor será.

—La verán ustedes, comisario. Ahora viene. Pero debo estar presente. Sobre el punto no admito discusión. Asistiré en calidad de abogado, aunque no de marido. Para verla a solas, deberán detenerla. Suponiendo que encuentren a un magistrado dispuesto a autorizar la detención, claro está. Entonces, ¿la mando llamar?

Ricciardi hizo una veloz reflexión: se trataba de unas pocas preguntas que probablemente permitirían cerrar la investigación. Una mujer de los barrios altos a la que le había dado el capricho de consultar a una vieja cartomántica.

—De acuerdo, profesor. Procedamos entonces.