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Ricciardi examinó la letra y al lado del importe en cifras y la firma vio enseguida las huellas ensangrentadas. Daba la impresión de que Iodice hubiese seguido los apartados cumplimentados con el dedo embadurnado con la sangre de la Calise, como si hubiese querido asegurarse de que se trataba del título que buscaba. Levantó la vista y miró a Concetta.

—No fue él —dijo de inmediato la mujer.

Ricciardi negó con la cabeza.

—Sé que está convencida, señora. Si no, no me habría traído usted la letra de cambio. Pero ha de reconocer que, después de lo ocurrido, resulta difícil reconstruir los hechos sin pensar que su marido fue el que mató a la Calise.

Concetta dio un paso al frente. La voz quebrada.

—Sé que no fue él. Además, comisario, dígame una cosa: ¿por qué iba a guardar la letra? Podía haberla destruido y decir después que la había pagado de la debida forma, si su nombre se encontraba entre los de quienes le debían dinero a la Calise. No, usted también sabe que no fue mi marido. Él se la encontró muerta, recuperó la letra y se marchó. Tiene que encontrar al asesino, comisario. Ahora son dos los que deben descansar en paz.

Ricciardi y Maione se miraron, indecisos. Las de Concetta eran deducciones, las pruebas eran otro asunto.

La madre de Iodice dio un paso al frente y salió de las sombras. Habló con un hilo de voz, ronca por el silencio y el dolor; se notaba que le resultaba difícil expresarse en una lengua que no era el dialecto que solía utilizar.

—Comisario, sargento, disculpen ustedes. Soy una mujer ignorante, no sé hablar bien. Llevo toda la vida trabajando como una burra, ése es nuestro destino, trabajar mucho para sacar adelante a los hijos. A este hijo mío lo vi crecer minuto a minuto. Lo vi llorar y reír, y después vi a sus hijos y los de esta buena muchacha que unió su vida a la de él, a la nuestra. Lo conocía sólo como una madre puede conocer a un hijo y le digo que mi Antonio no mató a nadie. A una vieja, además, como su madre. Imposible. Crea lo que dice mi nuera, créanos a nosotras. No deje a un asesino suelto, no manche nuestro nombre por comodidad, por no buscar más.

Ricciardi lanzó una intensa mirada a la mujer.

—Señora, créame si le digo que no es nuestra intención dejar sueltos a los culpables. Se lo prometo, seguiremos con la investigación. Pero también debo decirle que en este momento todo parece apuntar a que su hijo es el asesino. Pueden irse, Maione las conducirá hasta la salida. Y nuevamente las acompaño en el sentimiento.

Las mujeres inclinaron la cabeza a manera de saludo y fueron hacia la puerta. Antes de salir, la madre de Tonino Iodice se volvió otra vez hacia el comisario.

—Tarde o temprano, el que las hace las paga, comisario. O se obtiene la recompensa. «El Padre Eterno no es mercader que paga los sábados», no lo olvide usted.

Al regresar tras haber acompañado a las dos mujeres, Maione se encontró a Ricciardi mirando pasmado la puerta.

—¿Qué significa?

—¿El qué, comisario?

—Lo que ha dicho la madre de Iodice. ¿Qué ha querido decir?

Maione lo miró preocupado. La investigación en curso le estaba revelando un Ricciardi muy diferente del que acostumbraba a ver.

—¿Se refiere al Padre Eterno y el sábado? Es que a veces se me olvida que no es napolitano. ¿En su pueblo no lo dicen? Es un refrán. Significa que cuando alguien hace algo, su recompensa o su castigo no tienen fecha fija de vencimiento, como las deudas de los hombres. Pero no creo que la Iodice quisiera amenazar a nadie.

Ricciardi agitó brevemente la mano, como queriendo descartar la sospecha de Maione.

—No, lo sé, lo sé. Es que ya he oído ese refrán. Y creía que se refería únicamente a las deudas y a los pagos. En fin, que pensé que tenía un significado literal.

Llamaron a la puerta con discreción y asomó la cara afilada de Ponte, el auxiliar del subjefe de policía. Miró el sillón, la pared y la biblioteca en rápida sucesión y luego habló.

—Disculpe, comisario. El subjefe lo está esperando.

Mientras subía a ver a Garzo, acompañado por Maione, Ricciardi repasó el cambio de perspectiva abierto por la conversación con las señoras Iodice. En cuanto se enteró del suicidio, pensó que el pizzero había sido el asesino; racionalmente lo seguía pensando. Aunque debía reconocer que lo que las mujeres le acababan de contar le había producido un fuerte impacto emotivo que hacía vacilar sus certezas.

Por otra parte, quedaba la cuestión del refrán. Ricciardi había considerado que el delito podía estar relacionado con la actividad de usurera de la Calise y, este último pensamiento de la vieja, revelado por el Asunto, parecía apuntar al pago de una deuda, confirmando así su hipótesis. Pero ahora, tras enterarse de que ese mismo refrán podía referirse al curso del destino, se dio cuenta de que quedaban algunos aspectos por aclarar. Evidentemente, Iodice parecía el asesino más probable, pero bastaba con que concluyera la investigación antes de reafirmarse en esta convicción.

El destino. Una vez más el maldito e indescifrable destino. El refugio de los miedos, de las responsabilidades. «Es el destino», «Deja que el destino siga su curso», «El destino dirá». En las canciones, en los relatos. En la cabeza de la gente.

Como si todo estuviera ordenado o escrito de antemano y nada quedara al arbitrio de los hombres. Pues no es así, el destino no existe, pensaba Ricciardi al tiempo que llegaba junto con Maione a la puerta del subjefe de policía. Sólo existen el mal y el dolor.

Garzo lo recibió con una radiante sonrisa.

—¡Mi queridísimo Ricciardi! La vida sigue su curso, ¿no? Todavía asistimos a algún pequeño crimen; aunque en la nueva era los delitos casi han desaparecido. Disfrutamos de una época de orden y bienestar, pero si algún loco provoca desórdenes, estamos nosotros para poner las cosas en su sitio. Por favor, Ricciardi, siéntese.

Ricciardi asistió al pequeño mitin con una sonrisita irónica. Maldito jactancioso, pensó, ya te mandaría yo un solo día a los barrios pobres. Ya te daría yo un poco de orden y bienestar.

—Dottor Garzo, si tiene algo que encargarme… como usted ha dicho, tengo una investigación entre manos. No dispongo de mucho tiempo.

Garzo apretó los puños fugazmente; ese hombre le crispaba los nervios con su manera serena de faltarle siempre al respeto. No obstante, trató de controlarse para no abandonar la línea de conducta que se había impuesto.

—Precisamente de eso quería hablarle. He sabido que ese pizzero, ¿cómo se llama…? —Miró una nota que tenía sobre su escritorio, por lo demás inmaculado—: Ah, sí, Iodice. Ha muerto, ¿verdad? Según indica el informe, a causa de las heridas que él mismo se hizo. De manera que el caso está cerrado. Otro rápido éxito.

Ricciardi esperaba el comentario y estaba preparado.

—No, dottore. Le han informado mal. No hubo ninguna confesión por parte de Iodice.

Garzo levantó la vista del informe y miró fijamente a Ricciardi por encima de las gafas de lectura con montura de oro.

—No he hablado de confesión. El acto en sí, el suicidio cuenta como una confesión. El asesino fue él, la conciencia no le dio tregua. Está claro, me parece.

Ricciardi negó brevemente con la cabeza.

—No, dottore. Todavía no hemos terminado con la investigación, nos queda una persona, quizá dos, por interrogar y un par de inspecciones pendientes. Entonces, tal vez podamos cerrar la investigación.

Garzo se quitó las gafas con un gesto teatral.

—Ricciardi, quería hablarle justamente de ese último interrogatorio. Sé que ha citado a la mujer de un hombre muy destacado. Se dará usted cuenta de la importancia de que mantengamos buenas relaciones con los jueces y abogados de la ciudad. Lo invito efusivamente a que evite motivos de fricción.

Ricciardi sonrió.

—Pero dottore, yo creía que el interés principal tanto de los jueces como de los abogados era buscar la verdad. ¿Se imagina qué sorpresa se llevaría la prensa si se descubriera que desde esta jefatura se ha…, no sé qué palabra emplear…, digamos que se ha bloqueado una citación para un interrogatorio? Debe usted saber, dottore, que la lista de nombres hallada en casa de la Calise fue descubierta precisamente por un periodista. Si todavía no se ha publicado, se debe únicamente a que nuestro sargento Maione le pidió a esa persona que no la difundiera para no entorpecer la investigación. Pero si usted lo considera necesario…

Tanto Maione como Garzo miraban a Ricciardi con estupor. Jamás lo habían visto tan locuaz.

El subjefe de policía reaccionó enseguida. Entre sus cualidades destacaba, sin duda, la capacidad de comprender cuándo lo habían derrotado y conseguir reducir al máximo los daños.

—Si ése es el caso, siga usted adelante. Y le doy las gracias, sargento, por su sensibilidad respecto de la reputación de esta jefatura y de las personas implicadas. Lo único que le ruego, Ricciardi, es que emplee la máxima discreción. De manera que… la persona de que se trata no irá a su despacho, será usted quien se persone en el domicilio de la señora. E irá en coche, para que no lo vean llegar a pie. Manténgame informado.