Ruggero se disponía a llamar a la puerta de Emma. Intentaba armarse de valor. Se había lavado, afeitado, cambiado de traje y mirado largo rato al espejo. El hecho de haber recuperado su imagen, ésa a la que estaba acostumbrado, la que infundía respeto y temor en la gente, lo tranquilizaba y le daba equilibrio.
Pero la prueba a la que se disponía a someterse era difícil, tal vez la más difícil.
¿Cuánto hacía que no hablaba con su mujer? Durante la cena no faltaban los intercambios amables de frase breves, claro; sencillas indicaciones sobre asuntos relativos a la servidumbre y la casa, pero no hablaban, y tampoco se miraban más a los ojos.
Con el tiempo se habían consolidado también los territorios. Se habían levantado paredes inmateriales: el estudio y el salón verde para él, la alcoba y el tocador para ella. En común, sólo el salón comedor, y las noches sin amor. Las demás habitaciones estaban cerradas o bien ocupadas por la servidumbre.
Ahora era preciso que hablaran. Se había terminado el tiempo de las alusiones, de las medias verdades, de los silencios cargados de rencor. Era preciso que hablaran.
Antes de que todo se perdiera para siempre.
Ruggero llamó a la puerta de Emma.
Ricciardi siguió uno de sus pensamientos y luego se dirigió a Concetta Iodice.
—De acuerdo. Tengo que hacerles algunas preguntas. En primer lugar hablemos del negocio, de la pizzería. ¿Cómo la montó su marido? ¿Con qué dinero?
—Una parte con nuestros ahorros y con lo que sacamos de la venta del carrito. El resto con un préstamo. Se lo pidió a Carmela, a la Calise.
—¿Cómo eran las relaciones de su marido con la Calise?
—Yo no fui nunca a su casa, ni siquiera sé dónde vivía. A mi marido se lo había dicho Simone, el carretero, un amigo suyo; con ella era distinto que con…, con esa otra gente, que si no lo devuelves todo, te rompen los brazos y las piernas. Ustedes ya lo saben…, en fin, que comentaban que ésta era más, cómo decirle, más humana, si no tenías todo el dinero, se lo podías llevar más tarde, ampliaba el plazo.
—Y su marido, ¿tuvo que ampliar alguna vez el plazo?
Concetta bajó la cabeza.
—Una vez. La pizzería no iba bien. Y el otro día…, el otro día había ido a pedirle otra prórroga. Estuvo dos días tratando de reunir el valor, creía que yo no sabía nada, pero me daba cuenta de que no dormía por las noches. Y me había hecho cargo.
—¿Y él, le pareció que estaba desesperado?
—No, pero sí preocupado. Antes…, antes de abrir el local, reía siempre. Después ya no se reía nunca. A lo mejor por eso la gente dejó de ir a la pizzería. Uno no va a comer donde nadie ríe.
Ricciardi escuchaba con atención.
—Vayamos a esa noche. ¿Le había dicho que iba a ver a la Calise?
—No, no nos dijo nada. Pero nosotras —y miró de reojo a su suegra, que no le había quitado la mano del hombro para darle fuerzas— lo sabíamos. Salió de la pizzería sobre las nueve, cuando ya casi no quedaban clientes. Me dijo que tenía que hacer un recado, que cerrara yo y que me fuera para casa. Yo cerré, limpié todo y esperé un poco más a ver si regresaba. Después me fui para casa y pensé que a lo mejor lo encontraba allí. Pero no, no estaba. Le dimos de comer a los niños, los acostamos. Pero nada, no regresaba. Nos asomamos a la ventana, ella y yo —y con la cabeza indicó a la suegra—, y nos dijimos: «Ahora vuelve». Llegó pasada la medianoche.
—¿Cómo estaba?
Concetta tenía los ojos llenos de lágrimas y le temblaba la voz.
—Parecía borracho, pero no olía a vino. Caminaba torcido, tardó muchísimo en subir las escaleras. Dijo que estaba cansado, que no se sentía bien. Y se tendió en la cama vestido, tenía mucha fiebre, se durmió. Lo desnudé, como hago con los niños cuando caen rendidos con la ropa puesta.
Intercambió una mirada con su suegra; la vieja asintió imperceptiblemente. Entonces Concetta sacó del vestido una hoja de papel doblada.
—Y encontré esto, se le cayó de la chaqueta.
Le tendió la nota a Maione y éste la desplegó.
—Una letra, comisario. Ochenta liras, vencimiento el catorce de abril, firmada por Antonio Iodice. A favor de Carmela Calise. Y…
Ricciardi miró a Maione.
—¿Y?
Maione contestó en voz baja, mirando a Concetta.
—Está manchada de sangre, comisario.
Emma entreabrió apenas la puerta. Su marido vislumbró parte de su cara, el pelo enmarañado. Los ojos enrojecidos por el llanto o tal vez el sueño.
—¿Qué quieres?
—¿Puedo pasar? Tengo que hablar contigo. Es importante.
La voz de Emma sonó cargada de dolor.
—¿Y qué puede ser tan importante?
Se dio media vuelta y fue hacia la cama, dejando la puerta entreabierta. Ruggero entró y la cerró.
La habitación estaba desordenada. Había trajes y ropa interior tirados en el suelo y sobre los muebles, los restos del desayuno estaban abandonados en la mesita de luz, un ancho pañuelo sucio aparecía desplegado en la cama. El aire olía a cerrado y humedad.
—Has vomitado. Te encuentras mal.
Emma temblaba, se pasó la mano por el cabello.
—Qué intuición la tuya. Por eso te llaman el zorro. Siéntate, por favor, como si estuvieras en tu casa.
Ruggero pasó por alto el sarcasmo. Miró a su alrededor y siguió de pie. Luego observó con atención a su mujer.
—Y además has bebido. Mírate, estás hecha una calamidad. ¿No te avergüenzas?
Emma se dejó caer en la cama, riendo a carcajadas.
—¿Que si me avergüenzo? Sí que me avergüenzo. Me avergüenzo de no haber tenido el valor de decirle que no a mi padre cuando me impuso casarme contigo. Me avergüenzo de no haber tenido la fuerza de abandonarte y marcharme todas las veces que me trataste como una niña caprichosa. Y me avergüenzo de estar aquí en este momento, en lugar de…
Ruggero terminó la frase en su lugar.
—… estar con él. Con Attilio Romor.
Siguió un largo silencio. Emma intentaba enfocar la imagen de su marido a pesar de tener la vista nublada.
—¿Cómo sabes su nombre? ¡Maldito seas! ¿Me has seguido? ¿Has hecho que me sigan? ¡Desgraciado!
Despegó los labios dejando al descubierto los dientes y las encías, hundió la cabeza en los hombros, tensó las manos como garras, los ojos enrojecidos por la rabia y el vino y el cabello desgreñado, Emma parecía una fiera enfurecida. Miró a su alrededor en busca de algo para lanzárselo.
Ruggero sonrió con amargura.
—¿Hacer que te sigan? ¿Malgastar dinero para conseguir algo que todos te ofrecen justamente porque no lo pides? Todos, amigos, amigas, hasta el portero. No te has ocultado de nadie, a todos has ofrecido tu espectáculo de puta estúpida. ¿Y te asombras? Ahórrame tu rabia y confórmate con lo que ya has conseguido.
Emma palideció, tendiendo la mano encontró a tientas el pañuelo sucio y se lo llevó a la boca, sofocando las náuseas.
—Lo he dejado. No lo veré más.
—Lo sé.
Ella levantó la cabeza y lo miró.
—¿Cómo lo sabes? No puedes saberlo.
—Ahora no importa. Tenemos un problema más serio. Mejor dicho, y para ser exactos, el problema lo tienes tú. Pero, para mi desgracia, sigues siendo la señora de Serra di Arpaja, y deberás escucharme con atención.
Ruggero sacó del bolsillo la citación para presentarse en la jefatura de policía dirigida a Emma y empezó a hablar.