Al subir las escaleras de la jefatura de policía, Ricciardi chocó con el agente Sabatino Ponte. Era un hombre bajo y de aspecto nervioso, que el subjefe de policía Garzo se había apropiado en calidad de auxiliar y ordenanza personal. El puesto no estaba previsto en el organigrama, pero la actitud babosa y aduladora del hombrecito, unida a cierta recomendación no del todo clara, lo habían ayudado a apartarse del servicio regular y conseguir un puesto cómodo. Maione, que lo despreciaba cordialmente, decía entre rezongos que era un perro respetado como su amo. O sea, para nada respetado, agregaba, socarrón.
Ante Ricciardi, el hombre demostraba un temor supersticioso, lo evitaba siempre que podía, y cuando no le quedaba más remedio que dirigirle la palabra, procuraba no mirarlo a la cara y se alejaba de él en cuanto le era posible. Debía de tratarse de algo serio para chocar con él tan temprano, al pie de las escaleras.
—Buenos días, comisario. Bienvenido —dijo, dirigiendo la vista primero al techo para clavarla luego en los zapatos de Ricciardi.
—Sí, Ponte. ¿Qué pasa? ¿He hecho algo mal?
Ponte sonrió nerviosamente y se concentró en una grieta de la pared, a su izquierda.
—¡No, nada más faltaría! Además, ¿quién soy yo para echarle algo en cara a un hombre como usted? Verá, es que el subjefe le pide que, en cuanto pueda, pase por su despacho.
La mirada inquieta del hombrecito fastidiaba hasta tal punto a Ricciardi, que le entraban mareos.
—¿Por qué, el subjefe ya está en su oficina a estas horas de un domingo por la mañana? Me parece raro.
Ponte clavó la vista en el suelo, a tres metros del comisario, como si siguiera la trayectoria de un insecto.
—No, no, de hecho todavía no ha llegado. Pero me ha pedido encarecidamente que hablara usted con él esta misma mañana. Antes de que continúe con la investigación del homicidio de la Calise.
Fíjate, pensó Ricciardi. Al final, el viejo zorro de Maione tenía razón.
—De acuerdo, Ponte. Dile al subjefe que a las diez iré a verlo. Y hazte revisar los ojos, en mi opinión tienes un problema de la vista.
El agente puso los ojos en blanco, hizo amago de hacer un saludo militar y ahuecó el ala subiendo las escaleras de tres en tres escalones.
En la puerta de su despacho lo esperaba Maione con expresión de desconsuelo.
—El día no empieza bien, comisario. Ha llamado el doctor Modo desde el hospital. Anoche falleció Iodice.
Colgó el teléfono. Era la tercera llamada que hacía. También había recibido todo tipo de garantías.
En el tono de las tres personas con las que acababa de hablar, reconoció la compasión; por lo que le había parecido, y, por difícil que fuese juzgar sin ver las expresiones de sus caras, todos sabían lo de Emma y ese hombre. Y lo de él también.
Ahora lo importante era dejar el asunto definitivamente zanjado; más tarde pensaría en cómo reparar los daños sufridos por su reputación. Sabía por experiencia que, tarde o temprano, la gente acaba olvidándose de los escándalos. De todas maneras no había confiado en poder encontrar una solución.
Al otro lado de la pared oyó toser: su mujer estaba en casa, justamente hoy. Eso también era algo bueno. Quizá todavía podía abrigar cierto optimismo. Ruggero se pasó el dorso de la mano por la mejilla, debía afeitarse y asearse.
De su aspecto dependían muchas cosas.
De pie junto a la ventana de su despacho, Ricciardi miraba a Maione, que continuaba en la puerta con aire desolado. Se dieron cuenta enseguida de que ninguno de ellos había pegado ojo en toda la noche; y ambos decidieron pasar por alto el detalle.
—Ya sé qué está pensando, comisario. Que la muerte de Iodice no afecta en nada la investigación en curso. Pero es un hecho que él ya no nos puede contar por qué hizo lo que hizo. Y la verdad es que no me parece que sea oportuno ir a molestar a esas dos pobres mujeres, la esposa y la madre. ¿Qué hacemos?
—En primer lugar, he de decirte que has sido un buen profeta con lo de Serra di Arpaja. En la entrada acabo de toparme con tu amigo Ponte; me ha dicho que antes de encarar cualquier iniciativa debo hablar con Garzo. Está claro que ya recibió la llamada telefónica. ¿Te has asegurado de que avisen a la familia de Iodice, como prometimos ayer?
Maione asintió de inmediato.
—Estaban en el hospital, comisario. Se presentaron al alba, la madre y la esposa, pero nadie tuvo valor para decirles nada hasta que llegó el médico que, a pesar de no estar de guardia, pasó un momento a ver cómo seguía Iodice. Él se encargó de darles la mala noticia.
Ricciardi negó con la cabeza.
—Qué locura. Quitarse la vida con tres hijos. Debía de estar realmente desesperado. Pero ¿por qué? Más le hubiera valido presentarse en comisaría, aunque la hubiese matado él. No me cuadra. Normalmente, quien mata con tanta rabia, como mataron a la Calise, no tiene la sensibilidad para suicidarse. Y el que se avergüenza hasta el punto de quitarse la vida, no tiene la rabia necesaria para matar a alguien a patadas.
Maione escuchaba con atención.
—La verdad, a mí tampoco me parece tan obvio que haya sido Iodice. Además, después de ver a la madre y, sobre todo, a su esposa, la cara de desesperación de la pobre mujer, debía de tratarse de un buen hombre. Por otra parte, si no fue él, ¿por qué se suicidó entonces?
—Quizá pensó que iban a acusarlo y que no tendría medios para defenderse. A lo mejor lo acuciaba algún otro aprieto. A lo mejor fue la tensión. Y, naturalmente, a lo mejor fue él quien lo hizo. En cualquier caso, debemos seguir con la investigación y ver si, de un modo o de otro, encontramos la manera de probarlo. La expresión de dolor de una esposa no sirve de prueba ante el tribunal.
Maione se sonrojó súbitamente y antes de que pudiera contestar, llamaron a la puerta del despacho y asomó la cara de Camarda.
—Comisario, sargento, perdonen si interrumpo. Aquí fuera están las señoras Iodice, la madre y la esposa, y quisieran hablar con ustedes.
Las dos mujeres entraron en el despacho y Ricciardi y Maione fueron a la puerta a recibirlas. La esposa era la viva imagen del dolor que no conoce resignación; sus delicados rasgos estaban devastados por las veinticuatro horas pasadas en vela, llorando sin cesar, los ojos hinchados, los labios enrojecidos. La madre, que seguía cubriéndose la cabeza con el chal negro, parecía una figura de tragedia griega, la cara inexpresiva, los ojos vacíos. Sólo la tez cérea delataba el infierno que llevaba en su interior.
Los dos policías se sorprendieron de la visita; deberían haber estado en el hospital, ocupándose del traslado del cuerpo al cementerio. Tal vez querían la autorización de la policía, pensó Ricciardi, pero no era necesaria, la operación del día anterior había dejado bien claros los motivos de la muerte, la autopsia no habría servido de nada. Les indicó con un gesto que se sentaran, pero las dos mujeres siguieron de pie. Se dirigió a la esposa.
—Señora, lo lamento. Comprendo su dolor y, créame, la acompañamos en el sentimiento. Si podemos hacer algo, no tiene más que pedírmelo.
Concetta dio un paso al frente e inspiró hondo.
—Comisario, esta noche lo hemos pensado mucho, aquí, mi suegra, y yo. Por una parte, pensamos en que Tonino…, mi marido, tenía que descansar en paz. Que de él no había que hablar más, sobre todo aquí dentro, y lo digo con el debido respeto, comisario. Pero después pensamos en mis hijos. Son tres, y son pequeños, y tienen toda la vida por delante. Y deben llevar este nombre. Y este nombre no debe tener ninguna mancha.
Ricciardi y Maione se miraron. Concetta había hecho una pausa, abrumada por la emoción. La suegra, un paso por detrás de ella, le puso la mano flaca sobre el hombro. La esposa lanzó un suspiro y prosiguió.
—Nosotras decimos que las cosas se sienten. Las cosas pasan y uno las ve pasar con los ojos, y las entiende. A veces te las cuentan, las oyes con los oídos y las entiendes. En otras ocasiones, ves algunas cosas y otras no, pero las entiendes igual con la cabeza. Pero otras veces hay cosas, comisario, que no ves, no oyes, no piensas y las entiendes igual. Esto pasa con las personas que llevas en el corazón —se llevó al pecho una mano enrojecida por el trabajo y el llanto—, y no te equivocas. No te equivocas.
Ricciardi miraba fijamente a la cara a la mujer y sus ojos verdes eran cristalinos y yermos. Concetta sostuvo la mirada desde la profundidad de su certeza, dos estrellas negras inmersas en el rojo de los ojos.
—Mi marido no mató a nadie, comisario. Sólo a sí mismo. Yo lo sé, su madre lo sabe. Sus hijos lo saben.
»Entonces, queremos…, como se dice…, colaborar. Lo hablamos entre las dos. Usted y el sargento nos parecen buenas personas. Nos han ofrecido ayuda, se notaba que lamentaban lo que le pasó a mi marido. Nosotras somos pobres, no sabemos cómo salir adelante; no podemos pagar a un abogado para que nos defienda. Y a nuestros hijos sólo les podemos dar el nombre, y ese nombre debe estar limpio.
—Señora —dijo Ricciardi—, tenemos el deber de descubrir la verdad. Sea cual fuere, aunque no guste, aunque produzca sufrimiento. No tomamos partido por nadie, sólo queremos entender qué pasó. Si quieren colaborar, nosotros, encantados. Pero si llegáramos a descubrir que…, que las responsabilidades de su marido son serias, entonces será peor, ¿lo comprenden? Tal como está la situación, si cerramos la investigación, pueden quedar dudas. Si proseguimos, entonces ya no habrá dudas. ¿Están seguras?
Tras intercambiar una rápida mirada con su suegra, de pie a sus espaldas, Concetta respondió.
—Sí, comisario. Por eso hemos venido a verlos, con mi marido muerto todavía en el hospital, como si fuera alguien sin familia, recogido en la calle. ¿Le contaron qué gritó cuando… cuando hizo lo que hizo? Dijo: «¡Mis hijos!». Y eso es lo que debemos hacer, velar por el bien de sus hijos. Estamos seguras, comisario.