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El domingo envolvía a Enrica sin tocarla. Desde que el mundo la excluía en sus ambientes, ella jamás se había sentido sola. Como una autómata había participado en los ritos de la familia, el desayuno, la misa en la iglesia de Santa Teresa, el viaje en tranvía hasta la piazza Vittoria. No era de naturaleza locuaz, y había podido disimular su melancolía; tanto ella como su madre toleraban el entusiasmo del padre y de sus hermanos por el paseo, pero no lo compartían.

La Villa Nazionale, aunque le gustaba, ese día le pareció ruidosa y vulgar. Los caballos de los carabineros vestidos con uniforme de gala, que recorrían la pista junto al sendero arbolado reservado a los paseantes, estaban tan inquietos como ella. No había dejado de maldecirse por su actitud durante el interrogatorio en la jefatura de policía, por haberse mostrado tan diferente a como era.

Caminaba un paso por detrás de sus padres, llevando de la mano a sus hermanos y precediendo a su hermana y su cuñado, que empujaban el cochecito con su sobrino, mientras pensaba que envejecería sin familia ni hijos propios por culpa de su mal carácter; sin embargo, ¿acaso su madre no decía siempre que ésa era su mejor cualidad? El sol bañaba los árboles en flor, los niños jugaban con sus alegres cochecitos a pedal, un organillo tocaba Duorme, Carmen. Qué ironía, y ella que no había pegado ojo.

Por encima de las copas de los pinos se oía el lento rumor del mar en calma. Se detuvieron delante de un puesto ambulante, porque su padre, como siempre, fingiendo ceder a las súplicas de sus hermanos, compraba algún cucurucho de frutos secos para él. Quería a su familia, pero ese día la encontraba insoportable. Le hubiera gustado volver a la oscuridad de su cuarto. Siguieron andando hacia el acuario del parque zoológico, otra etapa dominical obligada, donde se dedicarían a mirar las estrellas de mar de siempre, fingiendo maravilla y estupor por enésima vez, pues a su padre le hacía gracia.

Al pasar cerca del templete con el busto de Virgilio, y mientras escuchaba distraídamente a su madre referir por milésima vez sus empresas de mago, pensó con amargura que la maga a la que había consultado no la había ayudado en nada, al contrario. Después, al recordar el terrible fin de la mujer, se avergonzó de tal pensamiento.

Su mirada se cruzó un instante con la de un hombre que le sonreía con cara de estúpido; desvió rápidamente la vista, en su cabeza no había lugar para nada que no fuese remediar el estado en que se encontraba.

Aquél hombre le resultaba vagamente familiar. Antes de borrar su imagen, se preguntó dónde lo había visto antes.

El doctor Modo no debería haber estado en el hospital, pero allí se encontraba de todas maneras, como solía ocurrirle a menudo. La noche anterior Ricciardi le había contado, como acostumbraba él con su aire frío y vibrante, la historia del hombre que se había clavado el cuchillo, y con el que ni el comisario ni el médico habían hablado nunca, y al doctor le dio por ir a comprobar cómo se encontraba.

De pie al lado de su cama, con la bata puesta, lo observaba mientras con aire pensativo se pasaba la mano por el cabello canoso. Reflexionaba sobre el poder de los sueños.

¿Quién ha dicho que los sueños no tienen poder sobre la realidad?, se preguntaba el médico. A ti te iban bien las cosas hasta que te dio por soñar. Pasaste momentos más o menos buenos; tuviste tres hijos, los acunaste entre tus brazos, jugaste y bromeaste con ellos. Trabajando de día y alguna que otra noche, siempre conseguiste alimentarlos lo suficiente.

Estrechaste entre tus brazos a tu mujer, con fuerza y con dulzura. Hiciste el amor con ella, conquistando así un pedacito de paraíso. Saliste con lluvia y con sol, cantaste y quizá lloraste, aspiraste el primer perfume de las flores y de la nieve. Conociste ojos negros y azules, contemplaste el cielo y la luna. Alguna vez tuviste sed y nadie te negó un vaso de agua fresca. Y entonces, pensó Modo, te dio por soñar. Y desde ese día tu felicidad ya no te pareció suficiente, decidiste iniciar el ascenso. Pero dime una cosa, dejando de lado lo fatigoso de la subida, ¿quién te hizo creer que en lo alto ibas a estar mejor?

Sin cambiar de expresión y sin esperar respuesta, el médico tapó con la sábana el cadáver de Antonio Iodice.

El primer domingo de primavera había tocado a su fin.