En cuanto enfiló el callejón vio a la mujer en la puerta mirando precisamente en su dirección.
—Sargento, bienvenido —le dijo—. Lo estaba esperando.
Lo estaba esperando. Y él había pasado casi por casualidad.
—Tiene cara de cansado. Debe de haber tenido un día ajetreado. Siéntese, le preparo algo de comer.
—No se moleste —respondió él—. En casa seguro que encuentro algo preparado.
—Ya lo sé —contestó ella—. Será sólo un tentempié.
Y se encontró sentado a la mesa, comiendo una sencilla pasta con salsa de tomate que, por otra parte, le pareció exquisita. Le habló de su trabajo de ese día, de la Calise y de Iodice, pero sin dar nombres. Y de Ricciardi, ese jefe suyo tan raro, que lo tenía preocupado como un hijo.
Después, sin darse cuenta, se puso a hablarle de Luca, y cayó en la cuenta de que nunca lo hacía. Al oír sus propias palabras volvió a sentir un dolor agudo y descubrió lo que ya sabía, que no había resignación, pero que había que seguir viviendo.
Filomena lo escuchaba, sonriente y conmovida, mientras sus ojos brillaban en la penumbra del bajo. Qué bonito era poder hablar y que te escucharan.
Regresó Gaetano y Filomena le sirvió la comida. Un muchacho moreno y taciturno, pero educado e inteligente, Maione lo dedujo por sus escasos comentarios. Gaetano le preguntó sobre su trabajo en la policía y él le contestó con franqueza y un punto de melancolía.
Antes de que Maione se diera cuenta, el silencio se había adueñado del callejón; sacó el viejo reloj del bolsillo y vio que eran casi las once. Se levantó para despedirse, dar las gracias y añadir, casi mecánicamente, un «Nos vemos mañana». La sonrisa con la que fue recibido su comentario brilló en la noche como la luna.
Siguió camino a su casa, con una mezcla de alegría y tristeza en el corazón.
Ricciardi temía regresar a casa. Se trataba de una sensación nueva: la inquietud había ocupado el sitio del deseo de serenidad que todos los días lo impulsaba a colocarse delante de la ventana. Era tarde. La reacción desesperada de Iodice y la pizza compartida con Modo le habían permitido retrasar aquel momento. Pero ahora que subía a pie hacia Santa Teresa en dirección a su casa, temía que la ventana de enfrente estuviese cerrada y lo dejara fuera, en la oscuridad.
Maldijo la investigación del caso Calise y su propio trabajo por ponerlo cara a cara con Enrica, por hacer que inconscientemente le faltara al respeto haciendo que ella se ofendiera y apretara los labios de pronto y tras las gafas le lanzara miradas fulminantes. No conseguía borrar la imagen de su espalda erguida, los hombros tensos, cuando Enrica fue hacia la puerta.
Por último, la idea de que pudiese estar enferma no le daba tregua. Su mente, habituada al análisis, se planteó la posibilidad de que el enfermo fuera un familiar o un amigo. Cómo le habría gustado tranquilizarla.
Mientras sus pasos resonaban en la calle desierta e iba dejando atrás las obras pobladas únicamente por los muertos, cayó en la cuenta de que ahora pensaba en ella como una mujer. Antes Enrica era el símbolo de un mundo, criatura de un planeta inalcanzable, pero ahora reía, tenía labios, ojos, piel, hombros. Y manos, vestido, bolso, zapatos. Lo acompañaba el leve perfume a lavanda que había aspirado ávidamente al salir ella del despacho. Y el tono de su voz, sereno pero resuelto. Lo asaltó el deseo ferviente de asomarse a la ventana. Subió los escalones de dos en dos.
Enrica había salido de su dormitorio cuando los demás terminaron de cenar. Dijo que se sentía algo mejor y, con el corazón en la boca, procurando no cambiar un solo gesto, una sola expresión respecto de lo que era habitual en ella, miró varias veces la ventana a oscuras del edificio de enfrente, siempre con el rabillo del ojo y de pasada. Después encendió la lámpara, ocupó su sillón y se puso a bordar.
Las nueve y media, las diez menos cuarto, las diez. Cada vez que el reloj de péndulo del comedor marcaba los cuartos, el corazón se le encogía un poco más, su nerviosismo aumentaba y le costaba respirar. Las diez y cuarto, las diez y media. Mientras bordaba, contaba hasta sesenta y sumaba un minuto a la espera. Las once menos cuarto: un minuto más y me levanto. Uno más. En el último año nunca, jamás había tardado tanto. La ventana parecía un abismo sin fondo.
Empezó a guardar el bordado mucho después de oír que se cerraba la puerta del dormitorio de sus padres. Apagó la lámpara. Tenía las mejillas bañadas en lágrimas.
Cerró los postigos, pensando en su mísera soledad.
Precisamente cuando la ventana de enfrente se iluminó.
El subjefe Angelo Garzo guardaba un espejo en un cajón del escritorio. Y eso era porque el funcionario daba su justo valor a la imagen y porque sobre esa imagen asentaba gran parte de su carrera.
Además del aspecto, realzado últimamente por un fino bigote que era su orgullo, consideraba que la imagen dependía de un determinado estatus: una familia en aumento, dos hijos criados y otro en camino, una bella esposa siempre presente en sociedad y sobre cuya irreprochable conducta no había ninguna duda; el hecho de que fuese, además, sobrina del gobernador civil de Salerno, no venía nada mal para escalar posiciones en su carrera. Del cuidado casi obsesivo de las relaciones sociales: no había acontecimiento, representación o concierto en los que el subjefe de policía no ocupara la segunda fila, con una sonrisa resplandeciente, y un traje siempre a la altura de la ocasión. De la atenta deferencia que mostraba al jefe de policía, al que en realidad odiaba con toda el alma, y a cuyo puesto aspiraba con discreción.
Pero sobre todo, y en ello radicaba su fuerza, dependía de la innata capacidad de percibir las relaciones de fuerza, eligiendo indefectiblemente el lado adecuado de la barricada para quedar al final siempre junto a los vencedores, pero en un cómodo segundo plano que le permitiera, llegado el caso, dar la espalda sin sufrir demasiadas pérdidas.
Tras comprobar el crecimiento del bigote con el mimo con que el floricultor cuida sus orquídeas, guardó el espejo en el cajón y, con aire de satisfacción, paseó la mirada por su despacho. Parecía el estudio de un apartamento lujoso, muy distinto de otras dependencias de la jefatura de policía. Decorado con sofás y sillones tapizados en piel y muebles de madera oscura, las estanterías estaban llenas de libros intonsos, de aspecto importante, con los lomos de piel burdeos, perfectamente a tono con la decoración. Foto de su familia, condecoraciones enmarcadas colgadas de las paredes, las fotos del rey y del Duce en su correspondiente lugar de honor.
Era consciente de ser cualquier cosa menos un buen policía, sin embargo, se consideraba un eslabón necesario entre las fuerzas de policía y las instituciones por las que sentía un inmenso respeto. Había conocido muchas personas capaces y coherentes, que seguían debatiéndose en el fango de las pequeñas jefaturas de policía de provincias, los había superado a todos. La capacidad principal, la única necesaria, era la de saber tratar a sus subordinados, y cuanto más complicados, mayor era su mérito.
Con un suspiro pensó en Ricciardi. El mejor de sus colaboradores: joven, inteligente, capaz. El más hábil a la hora de resolver enigmas, el menos diplomático que pudiera existir. En los últimos tres años se había encontrado muchas veces en la necesidad de recomponer varios desaguisados con personalidades excelentes de la ciudad a las que el introvertido comisario había pisoteado, aunque con mayor frecuencia había sacado provecho de sus extraordinarios éxitos. Bien mirado, estaban hechos el uno para el otro: el comisario parecía interesarse únicamente por las investigaciones, los crímenes y su solución; a él, en cambio, le importaban el reconocimiento, los premios, la estima de sus superiores y cuanto menos metía las manos en el barro, tanto mejor.
Ojalá Ricciardi no le produjera tanta inquietud… no conseguía definir su personalidad, agazapada tras sus silencios, las sonrisas irónicas apenas esbozadas, las manos en los bolsillos incluso delante de su superior y, sobre todo, su mirada impenetrable.
Pero debía reconocer que era muy bueno; cuando resolvió el homicidio de Vezzi, el tenor asesinado en el teatro San Carlo, había recibido nada menos que una llamada telefónica personal de Roma. Seguía temblando cada vez que lo recordaba, había dicho tres veces «Sí, Excelencia», y mientras los operadores de las centralitas y los secretarios se pasaban la llamada a la espera de que Él llegase, tras peinarse apresuradamente, se había puesto en posición de firmes, como si Él pudiera verlo a través del auricular. Su nombre encima de la mesa del Duce: el sueño comenzaba a hacerse realidad.
Y precisamente por eso había que ser prudentes, dejar que Ricciardi trabajara siguiendo sus intuiciones, pero sin despertar a los leones dormidos de los barrios altos, los más cercanos a la playa.
Miró el teléfono, todavía caliente: uno de ellos se había despertado. Y acababa de rugir.