Cuando llegaron a la jefatura, se encontraron en el portón con el agente de servicio que los esperaba de pie, en el centro del patio. Supieron de inmediato que había ocurrido algo grave.
—Sargento, comisario, disculpen, nos han telefoneado del hospital dei Pellegrini, Camarda y Cesarano están allí. Hay un herido grave. Una cuchillada. Han pedido que vayan, a ser posible ahora mismo.
Los dos se miraron y salieron corriendo.
La contrariedad que había quedado flotando en el aire después del interrogatorio de Enrica se había esfumado por completo. Todos los pensamientos iban dirigidos a Camarda y Cesarano, a sus hijos y sus madres.
Cuando llegaron al patio del hospital y se los encontraron de frente, sintieron un inmenso alivio. Maione, extrovertido como de costumbre, llegó incluso a abrazarlos con efusividad. Ricciardi, por su parte, se fijó en dos mujeres, una joven y la otra algo mayor, que se encontraban de pie en un rincón, resguardándose del sol de la tarde. Estaban tan pálidas y afligidas que daba la impresión de que el Asunto le estuviese mostrando dos almas muertas tras suicidarse por la pérdida de un ser querido: eran la viva imagen del dolor. La joven se tapaba la boca con un pañuelo empapado de lágrimas; la vieja parecía de mármol, la mirada perdida, con una mano ceñía con firmeza debajo del cuello el pañuelo con que se cubría la cabeza, mientras con la otra entrelazaba la de la muchacha.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó a Camarda.
—Verá, comisario, llegamos a la pizzería del tal Antonio Iodice para entregarle la citación, mire, todavía la llevo en el bolsillo. En fin, nos reíamos y decíamos tonterías, nuestro turno estaba a punto de acabar, por cierto, mi señora estará preocupada. Bueno, que entramos en el local, había poca gente, esa señora de ahí —señaló a la muchacha que lloraba—, que es la esposa de Antonio Iodice, atendía las mesas. Olía de rico… era mediodía. Como le decía, entramos, la señora se acerca y nos pregunta si queremos comer. Ya nos gustaría, comentamos entre nosotros, no, señora, ¿es este el local de Antonio Iodice? No terminamos de decir el nombre cuando el pizzero, que después resultó ser el tal Antonio Iodice, suelta un grito terrible.
Intervino entonces Cesarano.
—Para no creérselo, comisario, como se lo contamos, en el silencio se oyó un grito que nos heló la sangre en las venas, se lo juro por Dios. No entendí bien lo que decía. Me pareció que algo así como «mis hijos». Yo pensé que nos iba a atacar y eché mano al revólver…
Camarda lo interrumpió y prosiguió el relato.
—Yo estaba mirando justamente hacia ese lado y lo vi sacar de debajo del mostrador un cuchillo largo, ¿sabe cuál le digo? Como ésos para cortar carne. Sargento, tiene que creerme, con las llamas del horno que se veían detrás de él, parecía un alma del infierno. En fin, que levantó el cuchillo y se lo clavó en el pecho.
Cesarano tomó el relevo.
—Virgen santa, qué impresión. Primero se clava el cuchillo y después se lo hunde más y más en el pecho. Todos se pusieron a gritar, una confusión de locos. No tuvimos tiempo de impedírselo, lo intentamos pero no pudimos. Se lo clavó hasta el mango. Dijo «Perdonadme» y cerró los ojos. Camarda se acercó…
—Sí, llegué primero, Cesarano tenía agarrada a la señora que gritaba «Amor mío, amor mío, qué te han hecho, Toni», pero lo cierto es que el hombre lo hizo él solito, ante la vista de todo el mundo. En fin, que en medio de toda la sangre que le brotaba del pecho, de la boca, vi que respiraba todavía. Virgen del cielo, comisario, se quedó blanco como el papel. Entonces levanté una de las mesas, Cesarano y yo tiramos todo al suelo, las pizzas, los platos, los vasos…
—Lo tendimos en la mesa y nos lo trajimos al hospital. ¡Si hubiera visto el cortejo que formamos en la calle, sargento! Parecía un funeral, pero corríamos todos. Ahora lo están operando, llegamos justo a tiempo, encontramos al doctor Modo cuando estaba a punto de terminar su turno.
Ricciardi volvió a mirar en dirección a las mujeres, que seguían algo apartadas, en el patio.
—¿O sea que la más joven es la mujer?
Le contestó Camarda:
—Sí, comisario. La más vieja es la madre, me parece. Llegó por su cuenta y todavía no ha dicho una palabra.
Se interrumpieron los ensayos, ante la manifiesta contrariedad del director y protagonista, que pretendía seguir repitiendo la misma escena una y otra vez hasta la eternidad. Un maniático perfeccionista, pensaba Attilio, o sencillamente un narcisista.
La primera actriz, más fea que de costumbre, amenazó con hacer sus necesidades en medio del escenario si no le concedían una pausa. Todos rieron y mordiéndose la lengua, aquel bufón presuntuoso no tuvo más remedio que ceder. Romor aprovechó para salir al callejón que había detrás del teatro a tomar un poco el aire y fumar un cigarrillo. Se reunió con él el hermano del autor.
—¿Qué me cuentas, Atti? ¿Y la guapa señora de los ojos negros, la que se sienta en primera fila del segundo palco? Hace unas cuantas noches que no la veo. ¿No se encuentra bien?
—No, Peppino. He cortado con ella, ahora va cada uno por su lado.
—¡Ay, qué lástima! ¡Una mujer tan guapa! Y parecía de familia respetable, con dinero. ¿Y te ha convenido dejarla?
Romor suspiró, indiferente, mirando la oscuridad a lo lejos.
—Pues yo soy así, no soporto notar el resuello de nadie en el cuello. A la larga todas terminan haciendo lo mismo. Entonces, me entran ganas de cambiar.
Se asomó a la puerta un recadero con cara de preocupación.
—Deprisa, vengan. ¡Que ya ha llamado dos veces!
Intercambiando miradas de fastidio, los dos tiraron los cigarrillos y entraron.
Filomena esperaba en la penumbra del vico del Fico.
Había terminado de preparar la cena para Gaetano, que no tardaría en regresar de la obra. Se había cambiado la venda que le cubría la herida. Había recibido a un par de vecinas que tras el incidente se habían mostrado insólitamente amistosas. Y ahora Filomena esperaba. No esperaba el regreso de Gaetano, al menos no sólo eso. Esperaba la visita del sargento Maione.
Seguía repitiéndose que quizá resultara útil que todo el mundo lo viese pasar por allí, por la mañana y por la noche, que la presencia de aquel militar corpulento podía mantener a raya las reacciones extrañas, por ejemplo la de don Luigi Costanzo, y que, en cualquier caso, de vez en cuando era agradable contar con una protección, en lugar de tener que protegerse sola como había hecho toda su vida.
Pero no era cierto. La verdad era otra. Maione había conocido a Filomena cuando ya la habían desfigurado, y sus miradas, su voz hacían que se sintiera mujer, sin miedo de serlo. Era una emoción nueva y le gustaba. De manera que esperaba. Tratando de no pensar en el anillo que había visto en su mano izquierda.
Sentada en la cocina, con el balcón entreabierto para que pasara la primavera, Lucia Maione esperaba. Ésa también era una novedad, al menos en los últimos tres años. Se había peinado, incluso llegó a preguntar a una amiga suya si tenía noticias de Linda, la peluquera que cuidaba el cabello y la piel de las señoras del barrio.
Había buscado en la cómoda un vestido de flores que le gustaba mucho a su marido y descubrió con asombro que le quedaba un poco holgado. Había dedicado la tarde entera a guisar su famosa genovese, salsa de cebolla y carne cuyo aroma flotaba en la casa durante dos días, y que su familia se zampaba en dos minutos.
Sus hijos la miraron sorprendidos y atemorizados, después sonrieron por lo bajo y, por una vez, no salieron a jugar, sino que se reunieron en su cuarto, para ver qué ocurría cuando papá regresara.
Y ahora, sentada en la cocina, quizá un tanto perpleja pero decidida a reconquistar su territorio, Lucia esperaba.
Con el corazón en la boca, Enrica esperaba.
Desde su regreso de la jefatura de policía se había encerrado en la oscuridad de su habitación. Acostada boca arriba en la cama, la almohada mojada de lágrimas, pensaba en lo que ocurriría esa noche. Su madre había llamado varias veces a la puerta y ella fingió sentirse mal para librarse de la cena.
¿Qué iba a hacer él? ¿Lo vería perfilado detrás de la ventana cerrada? ¿Vería la silueta recortada contra la claridad amarilla de la lámpara, los ojos brillando en la oscuridad como los de un gato, esos ojos que le daban calor? ¿Y ella, lograría mostrarse tranquila y calmada como todas las noches, moviéndose despacio entre sus cosas que le daban seguridad? ¿Y qué pensaría él, después de haberla visto de cerca y de descubrir sus defectos, los miles de defectos que antes no había tenido ocasión de notar?
Enrica pensaba en la mirada de él, llena de asombro, casi espantada; y en que tal vez ahora él la consideraba una mujer enferma.
Sumida en el desánimo provocado por miles de dudas, Enrica esperaba.
En el patio del hospital, Concetta esperaba. Su marido estaba entre aquellas paredes; el hombre que amaba desde siempre, el padre de sus hijos, se moría, tal vez ya había muerto. Jamás olvidaría las caras de los dos gendarmes, primero sonrientes y después horrorizadas; entonces se volvió y entrevió el relámpago de la hoja enrojecida por el resplandor del horno y el grito de su marido; y después la sangre, cuánta sangre.
Concetta esperaba para saber si su vida había acabado. Si la esperanza que la mantenía en pie, permitiendo que su corazón latiera y sus pulmones se llenaran de aire, duraría un poco más. Los ojos hinchados, fijos en la puerta cerrada detrás de la cual Tonino luchaba, sin saberlo, por su vida, mientras Concetta esperaba.
Y esperaba.
Tras caer la tarde, Ricciardi decidió aproximarse. Nadie se había ido, ni siquiera Cesarano y Camarda, pese a que hacía horas que habían terminado su turno; el dolor atroz, tan digno, de aquellas dos mujeres los había mantenido a todos clavados en el patio, a la espera de noticias provenientes de la sala donde el doctor Modo operaba a Iodice.
En contra de la costumbre, nadie había acudido a reconfortar a los parientes. Lo ocurrido era algo fuera de lo corriente y la gente quería antes comprender bien los hechos para no verse implicada.
El comisario pensaba que la reacción de Iodice, aunque permitía imaginar una implicación directa en el caso Calise, no equivalía a una confesión. En numerosas ocasiones había comprobado que la llegada de dos guardias impulsaba a personas inocentes a reaccionar de forma temeraria. Tal vez el pizzero ocultara otras culpas, o tuviese miedo. Se dirigió a su mujer.
—Señora, soy el comisario Ricciardi de la brigada móvil. Quería saber si necesitaba algo. ¿Qué puedo hacer para ayudarla?
La mujer, apretada contra su suegra, lo miró con ojos alucinados. Ricciardi adivinó los rasgos de una delicada belleza, alterados por el sufrimiento.
—Sí, puede hacer algo. Por favor, le ruego que trate de averiguar cómo está mi marido, qué le están haciendo. No nos dicen nada, cuando intentamos entrar nos echan. Debemos…, debo saber qué decirle a mis hijos que están en casa.
La voz, quebrada por el llanto, le pareció a Ricciardi la de una mujer con gran voluntad, decidida y directa. Asintió y entró.
En el preciso momento en que se acercaba a la puerta de la sala, ésta se abrió y salió el doctor Modo.
—Vaya, salgo de una sala llena de sangre y dolor, ¿y con quién voy a tropezar? Con la jeta de un policía. Y vaya policía, la alegría de la jefatura.
Ricciardi conocía a Modo lo suficiente para saber interpretar su cansancio más allá de sus ocurrencias. El rostro del médico aparecía surcado de profundas arrugas; debajo de la bata sucia de sangre, el cuello de la camisa estaba desabrochado y el nudo de la corbata flojo, dejando al descubierto la garganta enrojecida por el esfuerzo.
—Sí, pero no tengas miedo, no he venido a detenerte. Todavía. ¿Qué me cuentas de Iodice? Ahí fuera están su madre y su mujer. No me he atrevido a decirles que estaba en tus manos.
Modo esbozó una sonrisa cansada.
—Tu sentido del humor es francamente irresistible. ¿No has pensado en dedicarte al teatro de revista? Serías un cómico perfecto. Si te contratan, hago de bailarina del coro. De todas maneras me hacéis bailar gratis. Pero ¿te das cuenta de que no consigo terminar un solo turno en el horario normal sin que a último momento vengáis tú o Maione con un regalito extra?
—Bueno, está bien, te prometo que luego te dejaré llorar sobre mi hombro el tiempo que quieras. Es más, ¿sabes qué? Te invito a una pizza. Aunque la verdad, con todas las horas extraordinarias que haces gracias a nosotros, ganas el triple que yo. Anda, dime cómo está Iodice.
—Ah, ¿se llama Iodice? Pues no sé decirte si saldrá de ésta. Por pocos milímetros la cuchillada no le cortó la arteria, por el momento eso lo ha salvado. Pero le perforó el pulmón. Una cuchillada asestada con determinación y hasta el mango. Los que lo trajeron hicieron bien en no sacarle el cuchillo, hubieran causado enormes daños. La operación ha sido larga y muy difícil, ha perdido mucha sangre. Ahora está dormido y así debemos tenerlo durante veinticuatro horas, de modo que olvídate de hablar con él. Ya veremos mañana. Si llega a mañana. ¿Quién lo ha acuchillado?
Ricciardi estaba pensando en qué podía llevar a un hombre a hacer algo semejante si no la certeza de no tener esperanza.
—Él mismo. Como los japoneses, ya sabes. Los del suicidio ritual.
Modo negó con la cabeza.
—Increíble. Cuanto más trabajo con los muertos, menos comprendo a los vivos.