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Cuando regresó al despacho, Maione se encontró con el Ricciardi de siempre. Impenetrable, circunspecto, pensativo. Quizá una pizca más triste de lo habitual.

—Sigamos, Maione. Hoy es un día más complicado de lo que esperaba. ¿Quién viene ahora?

El sargento consultó la libreta.

—Vamos a ver… El próximo es Antonio Iodice, un pizzero del barrio de Sanità, cliente del sector usura. La historia es la siguiente: Iodice tenía un carrito, de ésos en los que usted suele comprarse el almuerzo, y le iba bastante bien, el hombre es una fiera para el trabajo, un tipo alegre, trabajaba incluso con mal tiempo. Después abrió un local, tomó en traspaso la tienda de un herrero que cerró y pidió un préstamo a la Calise. Pero las cosas no le fueron demasiado bien, según la Petrone ya había pedido dos prórrogas al vencerle el plazo y esa noche debía pagar o sí o sí.

El comisario parecía distraído.

—¿Y pagó? ¿Lo comprobaste en la caja?

Maione asintió con la cabeza.

—Sí, comisario, lo comprobé otra vez, me parece que ya se lo dije, y no consta nada a su nombre. Disculpe si se lo pregunto, comisario, ¿seguro que se encuentra usted bien? Porque verá, no es que usted normalmente esté muy colorado, pero ahora mismo está tan pálido que parece un muerto. Si quiere, lo dejamos aquí por hoy y seguimos mañana con la investigación. Total, la Calise no tiene ninguna prisa.

—¿Que parezco un muerto, dices? Te equivocas, créeme si te digo que hace falta mucho más para parecerse a un muerto. Tal vez esté un poco cansado. Averigua si ha llegado el tal Iodice. Sigamos.

Divisó a los agentes de policía al fondo de la calle, cuando seguía asomado al balcón, pensando en lo que convenía hacer, en cómo convenía actuar. Los vio avanzar como dos insectos grises en medio de la colorida multitud de vendedores ambulantes, mujeres y niños que paseaban por Santa Lucia en busca de la primera brisa marina del año.

Supo de inmediato por qué estaban allí. Por él. De alguna manera habían descubierto las huellas que, en su ingenuidad, seguramente había dejado. Sonrió ante lo irónico de la suerte. Un inexperto. El más famoso abogado penalista de la ciudad, catedrático de la universidad más prestigiosa de Italia por su facultad de derecho, el terror de todos los magistrados, apodado el Zorro en los juzgados, queda atrapado por los hechos. ¿Y por qué? Por amor.

Porque de Ruggero Serra di Arpaja se podía decir de todo, pero no que se mintiera a sí mismo. Si se veía metido en esa situación no había sido por defender su nombre, su posición, su importancia social. No. Había sido por amor a su esposa. La misma mujer que desde hacía mucho tiempo apenas le dirigía la palabra, se desentendía de él, de la casa y de la reputación del nombre que llevaba, ostentando sin pudor su relación adúltera.

Y sin embargo, él la quería. Con todo el corazón. Veía su cara sonriente, oía el sonido cristalino de su carcajada y pensaba que valía la pena jugarse el todo por el todo con tal de no renunciar a ella.

Los dos carabineros se detuvieron delante del portón del palacete y hablaron con el portero, cuyo uniforme era más pomposo que el de los propios agentes del orden. Ruggero vio que le entregaban un sobre y se marchaban. ¿De qué se trataba? Llamó a la criada, que siempre tenía cara de susto, y le pidió que fuera a buscar la carta inmediatamente.

Poco después, tenía en sus manos una citación para presentarse en la jefatura dirigida a la señora Emma Serra di Arpaja.

Por primera vez, después de tanto tiempo, esbozó una sonrisa forzada. Quizá no estuviera todo perdido.

En vista del retraso de la patrulla que había ido a citar al pizzero, Ricciardi le comunicó a Maione que prefería ir a ver enseguida a Ridolfi, el de la caída. Vivía cerca de la jefatura, en una de esas casas solariegas de via Toledo que unos años antes habían dividido en apartamentos para la desgracia económica de la antigua familia propietaria.

A pesar de que Ricciardi tampoco tenía en alta estima a la aristocracia de la ciudad, experimentaba cierta incomodidad al ver aquellas antiguas casas brutalmente destripadas por dentro; tenía la desagradable impresión de encontrarse ante un enorme animal muerto, con el esqueleto intacto en apariencia y las vísceras sacudidas por centenares de parásitos.

Mientras cubría el breve trayecto con Maione, procuró liberar la mente de la emoción vivida poco antes: encontrarse con Enrica, hablarle, mirarla a los ojos. Sueños acariciados durante meses, hechos realidad de una forma tan distinta a como había imaginado.

El portero no disimuló su manifiesta hostilidad; sí, el profesor Ridolfi estaba en casa. Se había hecho daño en la pierna. Sí, podían subir y no, no había ascensor. Ultimo piso, apartamento veintiuno.

Resoplando, Maione le refirió al comisario cuanto le había dicho la Petrone: Ridolfi era profesor de latín en un instituto de enseñanza secundaria. Iba a ver a la Calise desde hacía aproximadamente un año. Había enviudado tras un accidente, su mujer había muerto en casa mientras manipulaba un disolvente y había sufrido graves quemaduras. Consultaba a la Calise para ver si conseguía saber dónde estaba un hatillo con recuerdos de familia, cosas sin valor pero de gran importancia afectiva que, tras la desgracia, no había podido encontrar. Estaba convencido —detalle que llenaba de gozo a la sociedad Calise y Petrone— de que conseguiría averiguar dónde estaba cuando su propia esposa se lo contara mediante las cartas de la vieja.

La portera le había comentado que en cada visita a Ridolfi le daba la llorera y que, en su opinión, se había caído precisamente porque con los ojos llenos de lágrimas no había visto los escalones. Una magnífica persona, un auténtico señor. Se habían asustado mucho, porque aquella mañana el pobre había bajado rodando un tramo entero.

Llamaron a la puerta entreabierta y, tras pedir permiso, entraron. Se encontraron en un saloncito, limpio y bien decorado. Ridolfi ocupaba un sillón tapizado de raso verde y apoyaba la pierna izquierda entablillada y vendada en un escabel. Tenía un libro en la mano.

—Pasen, por favor, siéntense. Disculpen si no me levanto. ¿A qué debo el placer?

Se había fijado en el uniforme de Maione, pero no había dado muestras de preocupación. Ricciardi lo catalogó fácilmente: cincuenta años, ordenado pero sin refinamientos, corbata negra y camisa de cuello duro, batín raído. Cara de rasgos normales, ojos tristes, gafas negras algo estropeadas. Un tipo del montón.

—Buenas tardes, profesor. Venimos a molestarlo para hacerle unas preguntas sobre Carmela Calise.

—Sí, lo he leído, qué terrible. Yo había ido a verla el día anterior, fue en su casa donde me caí por las escaleras, me hice una dislocación bastante seria, me dijeron en el hospital que me quitarán el vendaje dentro de un mes. Es una incomodidad, si no fuera por la mujer del portero que me echa una mano… Claro que con eso tengo otro gasto más. Pero, ante determinadas desgracias, podría considerarme afortunado. Aunque no es así, señor…

Maione se ocupó de contestar cortésmente, aquel hombre le caía bien, le parecía buena persona.

—Comisario Ricciardi y sargento Maione de la brigada móvil, para servirlo, profesor. ¿Cómo es que el otro día estaba en casa de la Calise?

Ridolfi suspiró, negando con la cabeza.

—Ay, sargento, la vejez es algo feo. Y la soledad, peor aún. Mi esposa se me fue hace unos años y yo no hago más que pensar en ella. No tuvimos hijos, estábamos ella y yo, y ahora me he quedado solo. Por desgracia, era ella quien guardaba todos esos recuerdos que ahora no consigo encontrar. Se trata de pequeñas cosas, objetos sin valor para los demás, pero que para mí son importantes y por eso me gustaría tenerlos.

Mientras seguía hablando, los ojos se le fueron llenando de lágrimas que, poco a poco, se deslizaron por las mejillas. El tono de su voz era calmo, no se oían sollozos ni suspiros, sólo se veían sus lágrimas.

—Por eso iba a ver a la Calise. Al principio era como un juego, para no quedarme en casa. Después…, después ella empezó a leer en las cartas cosas que sólo sabíamos mi Olga y yo. Entonces empecé a pensar que, quién sabe, a lo mejor aquélla podía ser una forma para volver a hablar con ella. Para encontrarnos en este mundo antes de volver a vernos en el otro.

Ricciardi miraba al hombre, había en él algo que lo incomodaba. No habría sabido decir por qué, pero en sus palabras no notaba el sonido del verdadero dolor. Quizá el hecho de que no cambiara el tono al hablar, como si recitara una letanía a la que se hubiera acostumbrado. Quizá por la firmeza de su pulso. Quizá por todas aquellas lágrimas silenciosas. De pronto sintió que tenía la garganta reseca.

—Profesor, ¿puedo tomar un vaso de agua?

—Claro que sí, comisario. Pero tendrá que servírselo usted; esta pierna me impide ejercer de dueño de casa. Pase a la cocina, es esa puerta de ahí. Los vasos están en el fregadero.

Ricciardi detuvo con un gesto a Maione, que se disponía a levantarse para ir a buscarle el agua, y fue a la cocina.

Mientras dejaba el grifo abierto un rato y esperaba que el agua saliera más fresca, con el rabillo del ojo captó un movimiento. Sentada en un rincón, bien visible bajo el rayo de luz que entraba por la ventana, vio a la difunta esposa de Ridolfi.

Había pasado más de un año y todavía se la podía ver. Y con bastante claridad, de su piel quemada seguían elevándose indolentes volutas de humo. El sentimiento del último instante debió de ser intensísimo. Del esqueleto colgaban jirones de carne, de la ropa apenas se adivinaba un harapo que seguía pegado al hombro. El cráneo relucía y era del color de las almendras tostadas. Uno de los ojos había estallado dejando la cuenca vacía, el otro, que seguía entero, se agitaba despavorido. Los labios quemados habían dejado al descubierto una hilera de dientes tan blancos que parecían brillar en la negrura de la boca. Del costado, un premolar de oro desprendió un vago destello al incidir en él el sol de la tarde.

La cabeza se volvió hacia Ricciardi y clavó en él su único ojo; las manos entrelazadas sobre el regazo, las piernas transformadas en dos varas de madera carbonizada bien juntas, con una gracia extraña, horripilante. Se miraron, el cadáver y el comisario, mientras debajo del grifo el agua desbordaba el vaso mojando la mano que lo sostenía.

«Eres un putero —decía la mujer—, un putero asqueroso y sucio. Lloras cuando te conviene. Dices que ella es el amor y yo el hogar. Ésta noche, cuando vuelvas, te voy a dar yo un buen hogar. Querías las joyas de mi madre, pues están en el fondo del mar. Conque querías las joyas, ¿eh? Pues esta noche os encontraréis con un buen hogar, tú y la puta ésa».

El esqueleto ennegrecido echó hacia atrás la calavera y lanzó una carcajada. La mujer murió riéndose, devorada por las llamas. Un buen hogar… y se había prendido fuego. Ricciardi vio detrás de la nuca consumida un mechón de cabellos rubios. Cerró el grifo, sin haber bebido dejó el vaso donde estaba y regresó a la sala.

Ridolfi estaba hablando.

—No, sargento, no noté nada raro en la Calise. Quizá estaba un poco distraída, pero a lo mejor fue una impresión mía. ¿Ha encontrado el vaso, comisario? Por favor, siéntese.

Ricciardi siguió de pie con las manos en los bolsillos.

—¿Cómo murió su esposa, profesor? ¿Qué pasó?

Siguió un momento de incomodidad. Maione no entendía el motivo de tan descortés referencia a una tragedia que seguía atormentando a aquel hombre.

Tras lanzar un profundo suspiro y reanudando el lagrimeo, Ridolfi contestó.

—Estaba limpiando la cocina, a saber por qué utilizó gasolina. Yo estaba en la escuela. Cuando llegué era demasiado tarde. Por suerte me acompañó una colega que me ayudó. Fue el fin de la vida de Olga y, en ciertos aspectos, de la mía.

En ciertos aspectos, pensó Ricciardi.

—Ahora debemos irnos, profesor. Gracias por su colaboración. Quisiera darle un consejo, profesor, sea lo que sea que esté buscando, olvídelo. Tengo la sensación de que nunca lo encontrará.