Los agentes Camarda y Cesarano se detuvieron a la entrada del callejón. El primero miró otra vez la notita que llevaba en la mano y, dirigiéndose a su compañero, le hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Se metieron en el callejón y se acercaron a su destino, una pizzería.
Iban muy tranquilos, se trataba tan sólo de un simple aviso para presentarse en jefatura a prestar declaración, tal vez se tratara de un testigo, a saber. Era el último encargo del día, algo bien simple, tras el cual terminarían su turno y regresarían a sus casas. Uno era padre de dos hijos, el otro, de tres.
Ahora estaban los dos sentados. Sobre ellos descollaba Maione, como el árbitro en un cuadrilátero. El atolladero físico estaba resuelto, el psicológico, no. Ricciardi no acertaba a hablar, Enrica estaba sentada como si acabaran de embalsamarla. Maione, con la espalda apoyada en la pared, hubo de intervenir otra vez.
—Entonces, usted es la señorita Enrica Colombo, de via Santa Teresa degli Scalzi, 103, ¿verdad?
Enrica volvió la cara despacio hacia el sargento.
—Buenos días, sargento. Si me entregó la citación y firmé el acuse de recibo, será por algo. Sí, soy yo.
El tono fue más gélido de lo que hubiese deseado, pero tenía motivos para estar tan enojada. Tras haber esperado tanto a que diera señales de vida, ahora no podía soportar conocer al objeto de sus sueños gracias a un «Se la convoca para recabar información», según estaba escrito en la carta que le habían entregado esa misma mañana.
Agotados los aspectos formales a los que aferrarse para intervenir, Maione miraba a Ricciardi y esperaba que comenzase a hacer las preguntas, pero el comisario no daba señales de querer hablar. Seguía sentado y mudo. El sargento estaba preocupado, pero no se decidía a preguntarle a su superior si se encontraba bien o no.
Tosió otra vez. Ricciardi dio un respingo y le lanzó una mirada indescifrable.
Maione comprendió que iba a tener que ocuparse del interrogatorio, aunque habría sido incapaz de explicar el motivo. Era como si el comisario se encontrara frente a un fantasma.
—Señorita, ¿conoce usted a una tal Carmela Calise, de profesión cartomántica?
Conque el motivo era ése. Enrica se había enterado del delito por su amiga y se había quedado impresionada; pobre mujer, la había visto el día antes de que muriera de aquel modo tan horrendo. Enseguida se sintió pillada en falta, con una dolorosa sensación de vergüenza: ¡él lo sabía! Sabía que había consultado a una cartomántica, y tal vez pensara que ella era una estúpida ignorante, o algo peor, una blasfema, que recurría a una hechicera para resolver sus problemas.
Apretó los labios, lanzando rayos y centellas a través de las gafas de montura de carey.
—Sí, claro. Me he enterado del…, de la desgracia. Yo la había visto el día anterior. ¿Por qué? ¿Está prohibido acaso?
Maione pestañeó ante el tono inesperadamente agresivo.
—No, por supuesto que no. Queríamos saber si notó usted, no sé, algo que le pareciera extraño en la forma de comportarse de la Calise, si la vio usted distinta de lo habitual.
¡Distinta de lo habitual! Ni que ella fuese una clienta fija, una visitante asidua de aquel apartamento sórdido y maloliente. No pensaba seguir allí sentada para que la ofendiesen.
—Verá, sólo fui en otra ocasión, acompañada de una amiga. Por tanto, no tengo idea de cómo era habitualmente la Calise. Puedo decirle que ella me hizo más preguntas a mí que yo a ella sobre…, sobre el tema que me interesa. No noté nada raro.
Maione pasó el peso del cuerpo de un pie al otro.
—Y al entrar o al marcharse, ¿notó usted algo?
Enrica creyó que se moriría de vergüenza por lo que tal vez estuviera pensando Ricciardi, por el hecho de que no le dirigiera la palabra, porque estaba quedando como una estúpida, por las malditas gafas que llevaba y por no haberse maquillado. Sólo tenía ganas de llorar.
—No, sargento, lo único que noté fue que la portera me saludó con demasiada indiscreción, mirándome fijamente a la cara, como si intentara reconocerme. Y ahora, si me lo permite, quisiera marcharme, no me siento nada bien.
Maione, al que ya no se le ocurría qué más preguntar, observó la reproducción en piedra de Ricciardi, sentado ante el escritorio, y con la mano le indicó la puerta.
Enrica se levantó y fue hacia la salida. Obviamente, en ese momento se produjo el milagro: la estatua de sal se disolvió y se levantó de un salto, tendiendo una mano hacia Enrica.
—¡Señorita, señorita, espere! ¡Debo hacerle una pregunta, por favor, espere!
El tono de Ricciardi hizo que a Maione se le erizara el vello de la espalda. Jamás había oído al comisario farfullar y no hubiese querido volver a oírlo. Enrica se detuvo cuando se disponía a dar un paso y se volvió despacio. Habló en voz baja y un tanto temblorosa.
—Usted dirá.
Ricciardi se pasó la lengua por los labios resecos.
—Fue usted…, fue a… ¿qué le preguntó usted a la Calise? ¿Qué quería usted saber, por favor, qué fue a preguntarle?
Maione miraba a Ricciardi sin dar crédito a sus ojos, tuvo la impresión de que su superior estaba a punto de estallar. Aunque a Enrica la turbó aquel tono de súplica, no quiso transigir con el destino.
—No me parece que sea asunto suyo. Buenos días.
—Pero se lo ruego, se lo suplico… ¡debo saberlo!
¿Se lo ruego? ¿Se lo suplico? ¿Se había vuelto loco? De haber podido, Maione hubiera amordazado al comisario. Enrica lo miró y notó que el corazón se le inundaba de ternura. Entonces se decantó por la solución que las mujeres deciden emplear a menudo cuando no saben cómo salir de un atolladero. Mintió.
—Le consulté un problema de salud.
Y se fue tras saludar con una leve inclinación de la cabeza.
Tras la marcha de Enrica, siguió para Maione un momento de enorme vergüenza. No se atrevía a preguntarle a Ricciardi qué le había ocurrido, pero tampoco podía fingir que no se había percatado del espectáculo.
El comisario se dejó caer nuevamente en el sillón, la mirada ausente perdida en el vacío, las manos abandonadas sobre el escritorio, el rostro exangüe.
Maione avanzó apenas, tosió con disimulo, dijo algo sobre la necesidad de ir al retrete y salió con la cabeza gacha.
Ricciardi seguía sin dar crédito. Había fantaseado tanto con un posible encuentro pese a que la sola idea lo aterraba. ¿Cómo había podido reaccionar de ese modo, como un perfecto idiota? Él que estaba acostumbrado a contemplar a diario la muerte y la degradación había sido incapaz de mantener siquiera una breve y normal conversación. Y ahora ella se había marchado, ofendida, airada, pensando lo peor de él.
Estaba desesperado.
Enrica enfilaba a paso veloz por via Toledo en dirección a Santa Teresa; el aire perfumado acudía a su encuentro y era como si se riera de su angustia.
Estaba desesperada.
Se hubiera esperado cualquier cosa, menos encontrárselo cara a cara; de modo que era comisario de policía. ¿Cómo iba a arreglárselas ahora para que supiera que no era tan agresiva como se había mostrado? Qué estúpida, qué estúpida. Se había dejado llevar por la rabia al sentirse pillada en falta, y para colmo, vestida como una auxiliar del ejército en una novela de Carolina Invernizio.
Había sido incapaz de sonreír, de pronunciar una palabra amable, dándole así un motivo para invitarla. Y lo peor de todo, para no quedar como una romántica inocentona no había sabido inventar nada mejor que un problema de salud. Seguramente él ahora pensaría que estaba ante una enferma, una tísica, incluso, y por las noches no volvería a asomarse a la ventana. Qué estúpida.
Enrica caminaba envuelta en el viento que traía desde el bosque una promesa de flores. Y lloraba.