Trabaja con las manos, la mente hace un repaso de todo, la sangre, el cuerpo tirado en el suelo, la caja, él buscando su letra entre muchas otras, la letra que firmó cuando todavía creía en los sueños.
Trabaja con las manos, amasa la pizza, la extiende, aplica leves bofetones a la masa; el corazón cargado de angustia, piensa en el verdadero significado de las cosas. De los hijos, de su mujer, de su madre, pobre mamá, pobre viejecita mía. De la deshonra, de los rumores, las caras que se vuelven hacia otro lado cuando ellos pasan.
Trabaja con las manos, solamente con las manos, el calor del horno le quema el vello de los brazos, el fuego crepita y con sus gruñidos le transmite la promesa del infierno, sus ojos van de la sala a la puerta, a lo alto de los sombreros de los paseantes, a las miradas de la gente que, envuelta en el aire renacido, se pasea.
Ojalá no hubiese llegado nunca la primavera. Ojalá no hubiese dejado nunca el carrito.
Virgen santa, cuánta sangre. ¿Cuánta puede caber en un cuerpo tan pequeño? La alfombra, la alfombra había cambiado de color. La llamé, no respondió. Dos veces. Virgen santa, ayúdame.
Se acuerda de cuando era niño, alguien que vivía en el callejón había ido a la cárcel, a saber qué habría robado. Después se acuerda de que su mamá apartaba algo de comida, de por sí escasa, para dársela a la familia que se había quedado sin padre, y eso mismo hacían todos los vecinos del barrio. Pero los niños tenían prohibido jugar con los hijos del ladrón. Él nunca permitiría que a sus hijos les ocurriera lo mismo. Nunca.
No iban a detenerlo. No se dejaría detener.
Dejó de picar las anchoas saladas, alargó la mano debajo del mostrador para comprobar la larga hoja afilada del cuchillo para la carne.
Era el día. Lo presentía. Pero no iban a detenerlo.
Maione había sacado la libreta y leía sus apuntes.
—Madre mía, no se entiende nada, y eso que lo he escrito yo mismo. Ése día la Calise no recibió a nadie por la mañana, por eso sólo tenía apuntadas cinco citas. Le dijo a la Petrone que tenía que ocuparse de un asunto suyo, que tenía que salir. Parece que no ocurría a menudo. De todas maneras, regresó a la hora de comer y a primeras horas de la tarde empezó a recibir. He citado a todos. A lo mejor usted conoce a alguien, comisario. Hay gente de su barrio. Un tal Ridolfi Pasquale no puede venir a comisaría, tendremos que ir nosotros. Se cayó por las escaleras justamente cuando salía de ver a la Calise esa mañana, ahora está en su casa, con la pierna vendada. ¿Se acuerda de las escaleras, no, comisario? La última vez casi me caigo yo también, suerte que son tan estrechas que si me hubiera ocurrido, me habría quedado encajado entre las dos paredes. Y después están los demás. El primero que se ha presentado es Umberto Passarelli, vive en Foria, es contable y está empleado en la oficina del catastro.
—¿Y qué te dijo de él la Petrone?
Maione se echó a reír.
—Ay, comisario, es una historia muy divertida. Verá, el contable Passarelli tiene sesenta años. Vive con su mamá de ochenta y siete. Hasta aquí todo normal. El contable está prometido desde que tenía veinte años con una tal señorita Liliana, que vive por su zona. ¡Cuarenta años de novios, comisario! ¿Y por qué no se han casado? Porque la señora Passarelli, la suegra fallida, no ha querido. Y como todo el dinero lo maneja ella, que está muy vieja pero no se muere, ellos esperan.
—¿Y por qué se hacía echar las cartas por la Calise ese tal Passarelli?
—Aquí viene lo realmente gracioso, ¡para saber cuándo se iba a morir su mamá! De hecho lleva veinte años moribunda. La Petrone conoce a la criada del médico que la atiende, de ese modo conseguía la información que le servía a la Calise para echar las cartas. Increíble.
—Muy bien, hazlo pasar. ¿Quién viene después?
—Una joven, una tal Colombo. Era la segunda vez que iba por un asunto del corazón, después se lo cuento. El inconveniente lo tenemos con la que viene después, una señorona de Santa Lucia, Emma Serra di Arpaja. La cosa es seria, se trata de una de las principales financiadoras del negocio. La Petrone no me supo decir nada porque con esa señora trataba personalmente la Calise. Quizá no haya nada que saber. Quería preguntarle qué hago, ¿la mando llamar a ella también, o empleamos un poco más de discreción? No me gustaría remover demasiado el barro de la charca y que en las plantas de arriba nos planteen problemas.
Ricciardi bufó irritado.
—¿Cuántas veces te he dicho que no quiero oír esos comentarios? Si hay que investigar a alguien, se lo investiga. Mándala llamar como a todo el mundo. Después, si nos ponen palos en las ruedas, ya veremos cómo se los partimos por la cabeza. ¿Y el último?
—Iodice, un pizzero de Sanità. Él no iba por lo de las cartas, era un deudor. Pero desapareció la letra, lo he comprobado. A lo mejor pagó y se fue, eso pone el cuaderno.
—O tal vez la mató y se llevó la letra. Veremos. Haz entrar a Passarelli.
El contable Umberto Passarelli no creía en el destino, lo cual resultaba asombroso en alguien que se hacía echar las cartas. Pensaba que en el curso de los acontecimientos había un importante elemento vinculado a la forma en que un hombre se enfrentaba a las cosas. Lo demás era obra del día que empezaba bien o mal.
Por ello prestaba la máxima atención a cuanto ocurría en la hora siguiente al despertar, señales inequívocas del rastro que ese día dejaría en su vida, y se preparaba convenientemente para recibir a las restantes veintitrés horas con el ceño que la situación requería. Ahora bien, no siempre resultaba fácil interpretar las señales.
Ésa mañana lo despertaron unos golpes vigorosos en el portón: mala suerte. Pero los oyó solamente él, su mamá había seguido roncando armoniosamente: suerte. Dos policías de uniforme: mala suerte. Pero eran bastante amables: suerte. Querían que se presentara en comisaría esa misma mañana: mala suerte. Pero no iban a detenerlo, tampoco tenían ningún cargo contra él: suerte. Por el momento, añadieron: mala suerte.
Así, Umberto Passarelli que, con un educado «¿Se puede?», entró circunspecto en el despacho de Ricciardi, decidió que su estrategia consistiría en una actitud de espera.
Era un hombrecito menudo y delgado, con una serie de tics que desvelaban su perenne nerviosismo, el más desagradable de los cuales consistía en guiñar el ojo izquierdo, a la vez que estiraba la boca del mismo lado; era como si hiciese un gesto pícaro y se asustara sin solución de continuidad. Gafitas de montura dorada, camisa de cuello duro, puños con diminutas manchas de tinta.
Un mechón de cabellos peinados con primor surcaba lo alto de su cabeza, por lo demás calva. La brisa ligera que entraba por la ventana comenzó de inmediato a zaherirlo, levantándoselo a ratos. A Ricciardi le recordó la procesión de Pentecostés de su pueblo, donde los figurantes simulaban la llegada del Espíritu Santo llevando temblorosas tiras de tela en la cabeza.
Tras tomarle los datos completos, el comisario le preguntó al contable si se había enterado del homicidio de la Calise.
—Sí, claro, lo leí en el periódico. Qué lástima. Un verdadero fastidio.
—¿Un fastidio?
—Ya lo creo, comisario. Verá usted, yo, y a saber cuántas personas como yo, nos tendremos que buscar a otra que nos ayude. Y no resulta fácil, créame —dijo guiñando el ojo—, mantener la confianza en alguien que te dice lo que debes hacer.
Ricciardi frunció el entrecejo.
—¿Cómo «lo que debes hacer»? ¿Usted hacía lo que le decía la Calise?
El ojo izquierdo guiñó.
—Claro, comisario. Si no, ¿para qué iba a verla? Y con lo que costaba, además…
—¿Desde cuándo era usted… su cliente?
—Desde hacía un año. Iba más o menos una vez por semana.
—¿Y por qué motivo? Es decir, ¿en qué asunto le daba ella sus indicaciones?
La comisura de la boca se le disparó hacia el cuello.
—Verá usted, comisario, yo vivo con mamá. Ella, que quede claro, es una gran mujer, una persona extraordinaria, y sólo me tiene a mí. De manera que debo cuidar de ella, y no es fácil, porque está muy enferma, es muy anciana e irascible. Si oyera usted sus gritos… sacuden el barrio entero.
—Comprendo. ¿Y qué tiene que ver la Calise con su madre?
—La cuestión es que yo soy una persona metódica, me gusta organizarme con antelación, saber las cosas, fijar las fechas.
—¿Y?
Ojo, boca.
—Pues que me ayudaría saber cuándo, es decir, aproximadamente, se entiende, se marchará mi madre. Mi novia, porque tengo novia, ¿sabe usted?, una señorita amable y con una paciencia infinita, debe disponer de tiempo para preparar el ajuar, la ceremonia, no se hace usted una idea del trabajo que supone. No me gustaría que pensara usted que deseo la muerte de mamá, por el amor de Dios. Pero una pareja tiene que organizarse, ¿verdad? Luego hay que respetar el luto, que en el caso de una madre son por lo menos dos años. Y la casa, que está llena de medicamentos, a mi novia no le gusta la decoración y algo habrá que cambiar. Además, hay que preparar el dormitorio de los niños.
Maione, que durante todo el interrogatorio había intentado contenerse, intervino.
—¿Ah, tienen ustedes niños?
Mechón, boca, ojo dos veces.
—No, pero a mí y a mi novia nos gustan las familias numerosas.
—¿Y cuántos años tiene la señorita?
Ojo, boca, ojo. Tras un instante, temblor vacilante del mechón.
—Dos años más que yo, sesenta y dos. Pero los lleva estupendamente. Por el momento ni siquiera me puedo jubilar, hasta que…, hasta que no se arreglen las cosas.
Ricciardi miró a Maione con aire de reproche.
—¿Y cómo vio a la Calise? ¿Vio algo distinto de lo habitual, dijo algo que…?
Passarelli adoptó una actitud reflexiva que el baile de tics convirtió en móvil.
—No, comisario, me parece que no. Quizá estuvo un poco más silenciosa que de costumbre. Ni me saludó, se limitó a darme el parte de la jornada de mamá. ¡Pero qué extraordinaria era! ¡Ni se lo imagina! ¡Me decía exactamente lo mismo que el médico había dicho el día anterior! Diga que a mamá no se lo podía contar, porque si no, hasta se podía haber ahorrado los honorarios del médico.
Tras observar cómo se agitaba la espalda de Maione, que se había vuelto hacia la ventana, Ricciardi negó con la cabeza.
—Está bien, Passarelli, ya puede irse. Pero manténgase localizable, tal vez necesitemos volver a hablar con usted.
El contable se levantó, suspiró, hizo un guiño, torció la boca, amagó una reverencia y fue hacia la puerta. Antes de que la traspusiera, el mechón envió un coqueto saludo desde lejos.