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La siguiente fue la cuarta mañana desde que la primera ráfaga de viento nuevo había cruzado los callejones detrás del puerto. La brisa se iba calentando conforme pasaban las horas; los abrigos casi habían desaparecido del todo, se empezaba a ver algún que otro canotier.

En las casas se abrían las ventanas y se ventilaban las chaquetas y faldas olvidadas durante el largo invierno, y se cantaba y se reñía a grandes voces, gracias a la ávida alegría de las viejas chismosas que espiaban en los balcones.

Por la calle, la brisa cargada de olor a mar se divertía despeinando los cabellos y rompiendo ramas. Hombres y mujeres, que durante meses se habían cruzado sin mirarse siquiera, ahora se observaban con atención, intercambiando mensajes silenciosos ocultos tras una sonrisa. Los sentimientos aletargados por el frío despertaban ahora: atracción, ternura, envidia, celos.

En las calles del centro, donde el olor a estiércol de caballo era más intenso, los vendedores ambulantes ofrecían su mercancía con renovado vigor. El aire estaba cargado de promesas, y entre ellas merodeaba invisible la primavera. El sol brillaba, el aire era dulce y perfumado, tal vez no todo estuviera perdido.

Asomado a la ventana de su habitación, Attilio aspiraba a pleno pulmón el viento suave; por primera vez desde hacía días, pensaba otra vez que sería capaz de darle a su vida el giro que había deseado.

No es que la noche anterior en el teatro las cosas hubiesen salido mejor de lo habitual; todo lo contrario. El maldito burro presuntuoso se había mostrado todavía más cáustico y punitivo si cabe. Hasta tal punto que se inventó un epíteto ofensivo para su personaje, «lechuguino». Era un modo de limitarlo, de disminuir su talento. Y por si eso no hubiese bastado, el palco seguía vacío.

Se estremeció ante la perspectiva de no poder refugiarse más en los ojos llenos de adoración de Emma si la gente se hubiese reído de él.

A la salida del teatro se encontró con aquel hombre, se había presentado para hacerle una oferta, y el corazón le había dado un vuelco pese a que no tenía nada que temer. Había rechazado su oferta con desdén, que nadie creyera que a Attilio Romor lo podían comprar.

Sin embargo, el encuentro le había permitido comprender una cosa, que existía otra posibilidad. Y tenía la intención de no dejarla escapar.

Extendió los brazos para que los pectorales se movieran bajo la camiseta y los tirantes. Lanzó una sonrisa resplandeciente a la señora que se demoraba tendiendo la colada en el balcón de enfrente. Que disfrutara ella también. El sol brillaba y el futuro era luminoso.

Ricciardi leía la lista de las últimas personas que podían haber visto con vida a la Calise. Un mensaje desde el más allá escrito de puño y letra de la muerta. Para él no era el único. «El Padre Eterno no es mercader que paga los sábados».

Observó detenidamente la escritura temblorosa de los nombres.

Passarelli, hombre, madre.

Colombo, mujer, nuera, amor.

Ridolfi, joyas esposa.

Emma.

Iodice, pagar.

Un día poco movido. Algunas páginas del cuaderno negro con el filo rojo llegaban a contener hasta diez nombres; la media era de seis o siete. Tal vez una de esas visitas se había prolongado más que las otras. Tal vez la vieja había leído su destino en las cartas.

A Ricciardi le encantaba el frío y en cuanto podía abría las ventanas de par en par para renovar el aire. Desde la plaza grande subía el olor a mar y en él viajaban las voces y los cantos de la nueva estación.

De pie y sumido en sus pensamientos, Maione miraba fuera. Ésa mañana llevaba dentro una pena que no sabía precisar. Le volvieron a la mente las palabras de Nenita, alimentando un vago remordimiento. Grabadas a fuego en la memoria llevaba la cara de Filomena todavía vendada y su sonrisa triste. Ésa mañana, cuando el comisario vio al hirsuto sargento en el umbral, le dijo: «Maione, harás que me acostumbre a tu saludo». Y Maione le contestó: «Entonces acostúmbrese, Filomena».

—Pero ¿qué te pasa, Maione? ¿Sueñas despierto?

—Nada, comisario. Hace un par de noches que no duermo bien. A lo mejor es porque la temperatura está subiendo. Empezaremos a tener más trabajo, como todos los años. Siempre pasa lo mismo en esta estación, ¿no?

Ricciardi asintió con un suspiro.

—Eso nos dicta la experiencia. Y que nos sea leve. Y ahora cuéntame lo de tu cita amorosa.

Maione abrió los ojos como platos y se puso a la defensiva.

—¿De qué cita me habla, comisario? Yo sólo voy a saludar y ver cómo tiene la herida. No es por nada personal, faltaría más. Sólo voy a comprobar si necesita algo, ni se me ha pasado por la cabeza…

Ricciardi le lanzó una mirada intensa.

—Pero ¿de qué hablas? Me refiero a la charla con la Petrone para descifrar esta lista. Te advierto, Raffaele, que no soy de los que se meten en la vida de los demás, a menos que sea por trabajo. Pero voy a decirte una cosa. He compartido tu…, ese momento terrible por el que pasasteis tú y tu familia. He conocido a tu mujer y a tus hijos. Me acuerdo de Luca. Créeme si te digo que lo que tienes no se compra en ninguna tienda del mundo.

Maione había bajado la mirada.

—¿Por qué me lo dice, comisario? ¿Qué le he hecho pensar? Soy un hombre con suerte, ya lo sé. Pero desde que…, desde que ocurrió eso que usted sabe, Lucia y yo ya no hablamos. Vamos a ver, no es que no hablemos. Pero ella siempre está con la cabeza en otra parte. Mis otros hijos también la ven rara. Está callada. Con la mirada perdida, a saber a quién ve.

—¿Y tú no la ayudas? ¿No la buscas, no tratas de hablar con ella?

Maione sonrió con tristeza.

—Ya lo he hecho, comisario. Sigo haciéndolo. Pero es como hablar con la pared. A veces me comporto como un loco, voy por la casa hablando solo. Es como si los dos no pudiéramos comunicarnos más que a través de Luca. Del recuerdo de Luca. Y nunca lo nombramos.

Ricciardi lo observaba.

—No te puedo decir cómo funcionan esas cosas en una familia. Ya sabes que no la tengo, que ni siquiera la tuve de niño. Me crié con mi tata, y sigo con ella. La quiero, pero no es una familia. ¿Sabes qué pienso? Que es fácil estar juntos cuando todo va bien. Lo difícil es cuando hay que superar montañas, hace frío y sopla mucho viento. En esas circunstancias, para darse calor quizá uno tenga que arrimarse un poco más. Te lo dice alguien que vive en el frío. Y que no tiene a nadie que le dé calor.

Maione miraba a Ricciardi sin salir de su asombro. Nunca lo había oído hablar tanto y sobre temas que no guardaban relación alguna con una investigación, sino consigo mismo, con su vida y su familia. Maione sabía que no estaba casado, mejor dicho, era como si Ricciardi estuviese casado con su soledad.

—A veces pienso, comisario, que nuestro amor, el mío y el de Lucia, es como si se hubiese muerto con mi hijo. ¿Qué se cree, que sólo ella sufre porque era su madre? ¿Que yo no lo veo todos los días ante mí con aquella cara que era para llenarla de bofetones, cuando me decía «Hola, sargento panzón, qué quieres que te haga, el saludo militar?». ¿Se cree que cada vez que cierro los ojos no me veo con él en brazos? Con siete años ya quería que le enseñara el revólver reglamentario. Hay momentos en que no puedo respirar de tanto que me duele el corazón. Pero mi dolor no cuenta, cuenta sólo su dolor de madre.

Ricciardi negó con la cabeza.

—No lo sé, Raffaele. A lo mejor tienes razón. Aunque según lo veo no existe una clasificación del dolor, el mío es mayor que el tuyo, el tuyo es mayor que el mío. Hay veces en que el dolor también puede unir. A lo mejor se trata de que converséis un poco por la noche. A mí, ese frío del que te hablo, me llega por las noches. Y entonces… me asomo a la ventana y tomo un poco el aire. Escucho algo de música en la radio. Y me voy a dormir con la esperanza de no soñar.

Una pianola empezó a tocar en la plaza, dos plantas debajo de la ventana del despacho. Amapola, dolcissima Amapola. Una bandada de palomas levantó el vuelo llenando el aire de alas. Desde el puerto llegó el eco del chillido de una gaviota. Maione miraba el mar e imaginaba a su hijo. Ricciardi miraba el mar e imaginaba a Enrica.

—De todos modos, si necesitas hablar con alguien, aquí me tienes. Y ahora veamos esa lista.