Hacia las siete de la tarde, el mar había comenzado a abofetear la escollera de via Caracciolo. Las olas envalentonadas por el viento formaban unas salpicaduras tan altas que se veían desde los balcones de via Generale Orsini en Santa Lucia.
Ruggero Serra di Arpaja se había asomado para que le diera la primera brisa de la primavera que soplaba desde el mar. Le pareció una amenaza y no le produjo el consuelo que esperaba.
No podía faltar mucho, lo sabía. Ignoraba qué iba a ocurrir, pero en cualquier caso, ocurriría pronto. El periódico daba los detalles que él conocía, aunque ocultaba otros.
No tenía excesiva confianza en las fuerzas del orden, y tampoco en la magistratura; todos los días, desde hacía más años de los que deseaba recordar, se enfrentaba a ambas y siempre las había imaginado como una bestia enorme, de lentos movimientos, incapaz de llegar a la meta.
En aquellos años, además, la máquina se había visto posteriormente obstaculizada por la política, que aminoraba y desviaba su marcha a su antojo para obtener sus propios fines.
Ahora estaba en juego cuanto había construido. Por enésima vez analizó las distintas evoluciones de los hechos y experimentó la angustia del ratón en la trampa. El recuerdo le produjo un acceso de náusea que encauzó cerrando los ojos: la sangre. Una cosa era hablar de ello fríamente en su despacho, con individuos culpables que él defendía para evitar la condena, escoria indigna pero acomodada, dispuesta a pagar por la libertad. Y otra muy distinta encontrarse dentro.
Toda esa sangre. Instintivamente se miró los pies descalzos; cayó en la cuenta de que desde que había regresado a casa y se había quitado los zapatos sucios, no había vuelto a calzarse otros. Debía deshacerse de aquellos zapatos; y tenía que ocuparse él, no podía encomendárselo a nadie.
Suspiró envuelto en el dulce viento; la peor angustia que le obstruía la garganta impidiéndole respirar no era por lo que pudiera sucederle, sino por lo que iba a hacer Emma. Para obtener la respuesta tendría que sacar fuerzas de flaqueza y salir para ir al teatro. Ésa misma noche.
Desde el campo se oía ladrar a un perro. Nenita se había sentado en un silloncito de estilo chino, en una postura educada de niña bien, las piernas juntas, las manos sobre el regazo.
—Entonces, sargento, ¿qué me cuenta? ¿Se ha decidido al fin a probar algo diferente en su vida? Ya sabe que a usted le saldría gratis.
—Vamos a ver, Nenita, yo todavía no he terminado de probar las cosas normales; imagínate si tengo ganas de algo distinto. He venido por lo de siempre, por motivos de trabajo.
El travesti bufó con gracia.
—¡Ay, Virgen Santa, qué aburrimiento, trabajo, siempre trabajo! ¡Tómese media hora de vacaciones! ¡Un hombre apuesto como usted, tan machote y tan peludo! Claro que no le vendría mal algo más de pelo en la cabeza, ¿verdad?
—Ojo con lo que dices, que hago que te encierren, ¿de acuerdo? Mis pelos no te importan, pero para que conste, los tengo en donde debo tenerlos. Más te vale pensar en los tuyos, que tienes la cara azul.
—Ay, sargento, no me lo recuerde, es que tengo un tipo de barba que se ve siempre. La cosa es que todavía no me he maquillado bien, porque después, seguro que ya no se ven. Bueno, ¿qué me cuenta? Me he enterado por mis compañeras de Sanità de que está buscando a quien mató a doña Carmela, la que echaba las cartas, ¿eh?
Maione tendió los brazos en señal de impotencia.
—Pero qué asco de ciudad. Alguien estornuda en la estación y sale uno en el Vomero que le grita «¡Salud!». Sí, estamos investigando. ¿Sabes algo?
—No, sargento, esta vez no puedo ayudarlo. Además no es mi zona, con todos esos canallas miserables que viven por allí; y la verdad es que no me he enterado de nada. Lo único que sé es que a ratos perdidos ejercía la usura, ¿le consta?
—Sí, eso ya lo sabemos. ¿Qué más sabes?
—Era muy buena con las cartas. Una compañera de Santa Teresa fue a verla; un novio suyo la tenía preocupada porque le había dicho que trabajaba en una obra de Giugliano y por eso no podía estar con ella por las noches. La vieja le echó las cartas y le dijo —Nenita sacó a relucir una voz cavernosa y entrecerró los ojos, como si estuviese mirando una bola de cristal—: «Ándate con cuidado, que ése no va a Giugliano, va a un burdel de viale Elena». ¡Entonces mi compañera lo sigue y lo pesca saliendo del brazo de una puta! Tuvieron que sujetarla entre tres, porque por poco les raja la cara con la cuchilla de afeitar a los dos. Era muy buena. Pero no sé decirle quién ha podido asesinarla.
Maione negaba con la cabeza, admirado.
—La gente es realmente estúpida. ¿Cómo se puede creer en esas cosas? La Calise era una timadora. Recogía información, como hago yo contigo, y la usaba para sus oráculos. Y ganaba a costa de quien la consultaba.
Nenita se miró las uñas pintadas y lanzó un suspiro.
—Sargento, algunas veces se tiene necesidad de creer en algo. ¿Usted nunca siente esa necesidad?
Maione miró por la ventana y vio cómo el campo se iba encontrando poco a poco con la primavera. El anochecer acogía en su regazo a las cigarras y se oía la hierba crecida mecerse en la brisa. ¿Creer en algo? Enseguida pensó en Lucia, que veinticinco años atrás reía al sol en la escollera de Mergellina.
—Sí, Nenita, tienes razón. Hay que creer en algo para poder seguir adelante. De todos modos he venido por otra cuestión. La otra noche una mujer de los Quartieri Spagnoli, que vive en vico del Fico, recibió una herida. Un corte en la cara.
—Ya lo sé. Filomena, la bella. Se habló mucho. La virgen puta.
Maione entornó los ojos.
—¿Cómo es eso de la virgen puta? ¿Qué significa?
Nenita soltó una risita, cubriéndose la boca con un ademán afectado.
—Es un invento mío. Llamo así a las que tienen fama de puta sin haber roto un plato. En una palabra, que los chismorreos de la gente dicen todo lo contrario de lo que es en realidad. Si supiera la de veces que ocurre, sargento.
—Y en este caso, ¿cuál es la verdad?
—Vamos a ver, le adelanto que todo esto lo he sabido por una de mis mejores amigas, que es prima del difunto marido, porque esa señora es viuda, por si no lo sabía.
Maione afirmó con la cabeza y dijo:
—Y tiene un hijo de doce años, me parece.
—Casi trece, creo. Un muchacho silencioso y muy moreno, como su padre. Lo vi un par de veces, cuando acompañé a Irma, la prima de la que le hablaba, a visitarlos. Imagínese cómo nos miraban en el callejón —Nenita soltó otra risita escudándose tras la mano—, encima del bajo, asomada a la ventana, vimos a una arpía vestida de negro, parecía una bruja de Benevento, con una cara que… no se la puede usted ni imaginar.
Maione recordó a doña Vincenza y el insulto que con labios apretados le lanzó a Filomena como un escupitajo.
—Te equivocas, me la imagino muy bien, créeme. Sigue.
—Pues bien, Filomena Russo recibió del padre eterno el regalo de la belleza. Si la ha visto usted, incluso ahora tal como la han desfigurado, lo entenderá. Es la mujer más hermosa de Nápoles, y tal vez del mundo. Bueno, lo era. Pobrecita.
—¿Por qué pobrecita? ¿Por el costurón?
—Ay, no, sargento, por la belleza. Ésa fue la maldición de su vida. Debe usted saber que si una mujer es tan hermosa, lo mejor que puede pasarle es que tenga alma de puta. Si tiene alma de puta, entonces vive rodeada de lujos, tanto ella como sus hijos, su madre, su padre, todo el mundo. Hace que la mantengan, deja que la vean y luego esconde eso que lleva entre las piernas, bendita su suerte; y los hombres, que son unos cabrones, no se me ofenda, sargento, que no lo digo por usted, la huelen y la siguen con la lengua fuera como perros callejeros. Pero si como le pasa a Filomena, no tienes alma de puta, entonces debes esconderte para poder vivir en paz. Y aun así nadie te deja en paz.
—¿Y quién es el que no la deja vivir en paz?
Nenita miró a los ojos a Maione durante un buen rato.
—El camorrista don Luigi Costanzo. Y también el comerciante de tejidos para el que ella trabaja. Nos lo contó la última vez que fuimos a verla. Uno amenazaba a su hijo, el otro quería ponerla de patitas en la calle.
Maione apretó los puños. A Nenita no se le escapó el detalle, pero siguió con su historia.
—Aunque ahora creo que ya no la acosarán más.
—¿Y a ti quién te parece que pudo haber sido?
El travesti negó con la cabeza.
—Se lo dice alguien que trabaja con la belleza y el amor enfermo: al que se le mete entre ceja y ceja una mujer hermosa la mata, no la desfigura. No ha sido ninguno de los dos, sargento. Lo dudo mucho. Pero no sabría decirle quién ha sido el loco que ha arruinado ese esplendor.
—¿Y entonces por qué la llaman puta si es una mujer tan seria?
—Porque las mujeres no pueden reconocer que haya una mejor que ellas. Piensan que los hombres pierden la cabeza por otra cosa, no por lo que ven y nada más. Si supiera la de veces que me ha pasado y que todavía me pasa.
Maione se levantó y fue hacia la puerta.
—Gracias, Nenita. Si te enteras de algo más, me mandas llamar. Y pórtate bien, que no quiero pasarme la vida arreglando tus chanchullos. Que no eres mi hijo.
Nenita sonrió con coquetería pero con un punto de tristeza en la mirada.
—Sí, sargento, tendré cuidado. Pero quiero decirle una cosa. La belleza puede hacer que la gente pierda la cabeza. La de la cara, pero también la del alma. Usted tiene una familia hermosísima, no se comprometa innecesariamente. Si me permite el consejo.
Maione se detuvo en la puerta.
—No, no te lo permito. Además, para mí, no es más que una cuestión de trabajo. Hasta la vista.
Y se marchó corriendo a su casa.