Todo había empezado años antes, unos cinco, quizá, su hija todavía era pequeña. Consumida por los dolores de la artritis, la vieja ya no podía seguir haciendo los trabajitos de modista con los que a duras penas lograba huir de las privaciones. Una noche de verano, sentadas en la calle para encontrar alivio al bochorno mientras se confiaban sus mutuas desesperaciones, la Calise le contó a Nunzia que de niña había aprendido a echar las cartas. Le había enseñado su madre que, a su vez, había aprendido de su abuela, un saber que se remontaba a los tiempos en que las sirenas vivían en los escollos de Mergellina. No se acordaba de cuál de las dos había tenido la idea de pergeñar el pequeño engaño.
Por entonces, no lejos de allí, vivía la viuda de un comerciante, obsesionada con los muertos de su familia. Para divertirse, los muchachos se colocaban debajo de las ventanas de su casa y se ponían a ulular, y por las mañanas, la viuda le confiaba a Nunzia, cuando se encontraba con ella en el carrito de las verduras, que hubiese dado lo que fuera para hablar una vez más con su marido. Lo que fuera.
Se pusieron de acuerdo, Nunzia le dijo que conocía a una mujer que echando las cartas era capaz de contarle cuanto quisiesen comunicarle desde el más allá. Tras años de confidencias, sabía exactamente las cosas que deseaba oír y Carmela se las dijo todas. En pequeñas dosis. Primero a cinco, luego a siete, más tarde a diez liras la sesión.
Al morir la viuda, feliz de poder por fin reunirse con el alma devota y enamorada de su marido, que le había perdonado todas las traiciones, la reconocida sociedad Nunzia y Carmela contaba ya con una decena de devotas clientas. Y se fue corriendo la voz.
Funcionaba de este modo. La persona oía hablar de Carmela, se presentaba, la vieja decía que estaba ocupada y no podía recibirla hasta la semana siguiente. Apuntaba nombre, apellido, dirección y motivo de la visita: amor, salud, dinero. Entonces entraba en acción Nunzia. Sirviéndose de la nutrida red de porteras, peluqueras a domicilio, vendedoras ambulantes y, chismes mediante, al cabo de la semana le transmitía a Carmela la información que precisaba para dar a quien requería sus servicios las noticias que quería oír, a cinco liras cada una.
En el fondo, dijo la mujer, no hacían ningún mal. Las personas llegaban tristes y se marchaban felices. En cierta manera eran dos benefactoras.
El nombre de Carmela Calise contaba ya con su buena trayectoria y los clientes eran más de los que podía recibir. Habían comenzado a integrar la realidad, dando al destino un empujoncito de vez en cuando, lo justo para dotar de mayor credibilidad al oráculo de las cartas. Una mendiga, el encuentro con un hombre, un pequeño incidente. Cosas mínimas, hechos en apariencia casuales que, para quien quería verlos, constituían importantes confirmaciones. De eso se ocupaba Nunzia, con la ayuda ocasional y retribuida de interinos que no pedían explicaciones. No siempre necesitaban tanta investigación; a veces, la vieja eximía a Nunzia porque, según le contaba, algunas personas le daban directamente los elementos que precisaba. La gente tenía necesidad de hablar.
Todo iba de maravilla. Ganaban más dinero del que precisaban para mejorar su estilo de vida sin llamar demasiado la atención. Tanto dinero que ambas se plantearon el problema de qué hacer con él. En aquella ciudad, ya se sabía, con el dinero sobrante sólo se podía hacer una cosa: prestarlo a cambio de un interés.
El carrusel se había puesto en marcha casi un año y medio antes: una mujer que debía prepararle el ajuar a la hija, un empleado que tenía a su mujer enferma, un comerciante en dificultades. Si no devolvían capital e intereses, se enteraba todo el barrio: la maledicencia no dejaría supervivientes. El mejor remedio contra morosos.
Un pequeño sistema eficaz, dos actividades colaterales y complementarias que giraban a la perfección, la una alrededor de la otra. Nunca habían tenido ningún problema. Hasta entonces.
No, no tenía idea de lo que Carmela hacía con el dinero. En ese punto la vieja se había mostrado poco expansiva y no se había confiado nunca; ella, por su parte, lo guardaba todo en una libreta a nombre de la hija, en el banco de via Toledo, poquito a poco, para no levantar sospechas. Cuando se lo había preguntado, Carmela le había dicho resignada que, en el fondo, las dos no eran tan distintas como parecía.
Y no tenía la menor idea de quién podía haberla asesinado. Carmela, con sus cartas, no constituía una amenaza para nadie. Nunca pedía a sus deudores la devolución del préstamo de forma apremiante. Dejaba tiempo y espacio. Prorrogaba siempre, con un pequeño sobreprecio, claro está. No conocía a nadie que hubiese podido asesinarla. Y de aquella forma, además. Imposible.
—Por tanto —dijo Ricciardi, dando golpecitos en el cuaderno negro que tenía ante él sobre la mesa—, sabe poner apellido, dirección y una historia a todos los nombres que constan aquí escritos. Fueran clientes para las cartas o los préstamos. Y describir todos los sueños de la gente que, previo pago, han cultivado y hecho crecer.
Nunzia bajó la mirada al verse sometida al juicio moral del comisario.
—Sí. A todos.
—De acuerdo. Maione, ponte con la señora y toma nota de las direcciones y los nombres de todas las personas que la Calise vio el último día, y el de la última que vino antes de que encontraran su cuerpo. Me los citas para que mañana vayan a verme al despacho, de uno en uno, y así les veremos las caras. Y si no averiguamos nada, repetiremos el procedimiento en sentido inverso. Hasta que encontremos el sueño adecuado, el enfermo. El que asesinó a la vieja. Me voy a casa. Me duele la cabeza.