30

Filomena subía por via Toledo en dirección a vico del Fico.

Llevaba la cabeza cubierta con el chal, los ojos fijos en el suelo, la cara tapada como siempre. Caminaba deprisa, pegada a la pared.

Ocultaba sus formas con el sobretodo ancho, los zapatos viejos y la falda larga hasta los tobillos.

La mascarada de siempre, su coraza para defenderse de las miradas de los depredadores; si no tienes garras, escóndete.

Levantó la vista un instante, cuando le faltaban los últimos metros para llegar a via Toledo; de pie, en la esquina, vio a don Luigi Costanzo, elegantísimo, como de costumbre, con su traje claro, el sombrero echado hacia atrás para dejar al descubierto la frente morena, el bigote fino. La espalda apoyada en la pared, una mano en el bolsillo, la otra, abandonada al costado, sostenía el cigarrillo.

De lejos Filomena vio a dos obreros que, al pasar delante del camorrista, se inclinaron hasta casi tocar la acera. El miedo y el poder. Ella ya no estaba dispuesta a tener miedo.

Aminorando el paso, pensó en Gaetano que llevaba dos horas en la obra acarreando cubos de balasto colgados en inestable equilibrio de un madero, a veinte metros del suelo. Temblaba al pensar en el peligro que corría el pobre, pero el trabajo era el trabajo y en aquellos tiempos difíciles no se podía elegir. Notó la quemazón de la rabia causada por la frustración de ver a su hijo, apenas un muchachito, luchar para ganarse el pan.

Mientras avanzaba con la vista clavada en el suelo, se arrepintió de no ser la puta que todos decían. Tanto ella como su hijo hubieran tenido un mejor pasar. Incluso lujos, el lujo de un amante. Hasta la habrían respetado. Dinero y respeto van de la mano. Ya no hubiera sido la puta, sino la señora, con trajes de seda y un corte a la moda. Con casa propia quizá. Mantas para el frío, colchones. Un colegio para Gaetano, tan inteligente él.

Cuántas veces, en las noches en que el viento sacudía la puerta para entrar en el bajo y ellos se ahogaban de calor mientras las ratas eran dueñas del callejón, se había tragado las lágrimas y las dudas.

Hay que nacer para hacer esas cosas. Ella había nacido tan hermosa que nadie creía que pudiera vivir únicamente para su hijo y para salir adelante, recordando a su marido, al que se lo habían llevado un acceso de tos y una bocanada de sangre.

Se encontraba casi a la altura de don Luigi. Él la vio, tiró el cigarrillo, dio un paso al frente y se interpuso en su camino. La misma sonrisa segura, los ojos penetrantes.

—Aquí está, Filomena. ¿Cómo se encuentra usted? ¿Me ha echado de menos? Estuve unos días en Sorrento por unos asuntos. Pero pensé todo el tiempo en usted, la más hermosa de Nápoles. ¿Ya se lo ha pensado? Iré a su casa. Ésta noche. Y al muchacho, me lo manda a dormir a la calle, total, como habrá visto, ya no hace frío. Ha llegado la primavera.

Filomena se había detenido. Mantenía la cabeza gacha y con la mano se ceñía el chal que le cubría la cara. El tiempo también se había detenido.

Irritado por la tardanza de la respuesta, don Luigi le destapó la cara con un ademán veloz.

—Y míreme a la cara cuando le hablo.

Filomena levantó la vista y la clavó en él, los ojos anegados en lágrimas. Al camorrista se le heló la sonrisa en la cara, dio un paso atrás, como si acabaran de abofetearlo. Golpeó la pared con los hombros, el sombrero se le cayó al suelo y salió rodando unos metros, calle abajo. Se llevó la mano temblorosa a la boca y lanzó un gemido, un sonido como de mujer espantada. Se acabó el poder, el miedo se había mudado de casa.

Filomena se cubrió despacio la cabeza y siguió caminando. Un muchacho pasó por detrás y, lleno de curiosidad, miró a don Luigi, que seguía apoyado en la pared con la mano en la boca.

No se inclinó.

Ricciardi y Maione esperaban pacientemente mientras observaban a Nunzia que lloraba. En su trabajo ocurría con frecuencia que las personas se echaran a llorar.

Frente al hatillo hallado debajo del colchón de Carmela, la portera había tenido una reacción espectacular. El ligero temblor que empezó en los labios se transmitió a los hombros. Siguió un gemido leve, casi un silbido, como de tren lejano. Al alcanzar la presión adecuada, como las calderas de vapor, se había desplomado sobre la mesa, sacudida por los sollozos, la piel cubierta de manchas rojas. Bajo su peso, la silla crujía, desesperada e impotente.

Los dos policías se miraban y esperaban que amainara la tormenta.

Sorbiéndose los mocos, la mujer levantó la cabeza de la mesa. Miró a Maione esperando un pañuelo, una mano o al menos una mirada de compasión, pero él la observaba inexpresivo. Entonces miró a Ricciardi y se encontró con sus verdes ojos de vidrio, en los que tuvo la impresión de hundirse.

—Doña Carmela me ayudaba. A veces. Quería a Antonietta, pobrecita hija mía. Y le hacía algún regalito, pequeñas sumas, para caramelos.

Maione sacó el fajo de billetes que guardaba en el bolsillo.

—¡Madre mía, la de caramelos que come su hija! Será por eso que está así de gordita. Vamos a contar, diez, veinte, cincuenta… ciento treinta liras. ¿Cuántos se podrán comprar, dos carros de caramelos?

La mujer miraba a su alrededor, los ojos entornados buscaban ayuda. Se daba cuenta de que no tenía salida, pero todavía no estaba dispuesta a entregar las armas.

Ricciardi esperaba, con la paciencia de la araña en el centro de la tela. Sólo era cuestión de tiempo; momentos más tarde, Nunzia se sentiría completamente acorralada y desvelaría otra parte de la historia. Desde el principio había tenido la convicción de que ella no había matado a la vieja, y ahora que sabía que le daba dinero, estaba más convencido aún. El dinero, fuerte motivación para matar, pero también para lamentar la muerte ajena. El dolor de la mujer era sincero. Una grave pérdida.

Desde su rincón, la vieja con el cuello roto graznó otra vez el refrán que hablaba de dar y tener. Ricciardi le preguntó mentalmente: ¿quien te mató te debía algo? ¿Estaba enfadado, desesperado, ofendido? ¿Enamorado tal vez? Por horrible que fuera, deformada por la artritis, había sabido generar una emoción tan fuerte para que la mataran de aquella forma tan salvaje.

Ricciardi siempre había pensado que el hambre y el amor, las perversiones de estas dos necesidades, se encontraban en el origen de la mayoría de los crímenes. Sentía su presencia en el aire, alrededor de los muertos que clamaban justicia, y en el odio de quienes los sobrevivían. ¿Qué habría detrás de los golpes terribles que habían destrozado a Carmela Calise? ¿Hambre o amor, o ambos?

Nunzia enderezó la espalda, adoptando nuevamente una expresión desafiante. Bajo su peso, la silla soltó un breve crujido.

—¿Quién le ha dicho que este dinero era para mí? En un pañuelo uno puede escribir lo que le dé la gana. Para mí que ustedes no tienen ninguna prueba y están buscando a alguien a quien echarle la culpa.

Aquélla también era una reacción que Ricciardi y Maione conocían. El coletazo, la última rebelión.

—Así es, Petrone. Tiene razón, es usted inteligente. No tenemos pruebas y necesitamos echarle la culpa a alguien. De lo contrario, ¿qué vamos a contarle a nuestros superiores? Lo único que tenemos es este pañuelo con el dinero para caramelos. ¿Sabe qué vamos a hacer? La meteremos a usted en la cárcel. Diremos que usted chantajeaba a la Calise. Y fin de la historia.

Sin cambiar de tono, sin cambiar de expresión.

—¿Tendría usted valor? ¿Tendría valor para tanto? ¿Y mi hija?

Ricciardi se encogió de hombros.

—Hay magníficas instituciones. Estará bien atendida.

Nunzia se pasó la mano por la cara.

—De acuerdo, comisario. Le contaré todo lo que sé.