29

Nunzia se detuvo en el umbral de la puerta de entrada. Su mirada segura vacilaba, vagaba de izquierda a derecha. En la mano todavía llevaba asida la escoba.

A su espalda, Maione le dio un toque firme en el brazo. Ella se estremeció y entró.

Ricciardi la esperaba sentado a la mesa desvencijada. Miraba fijamente el vacío, la mente y el corazón inundados de melancolía, mientras el refrán repetido por Carmela desde su rincón resonaba en sus oídos. Prefería interrogar a las personas en presencia del fantasma de la víctima, eso le daba la fuerza y la resolución de buscar la verdad.

—Siéntese —le dijo a la mujer, que se acercó, cogió una silla, comprobó un instante su estabilidad y se sentó.

Tanto Ricciardi como Maione tomaron nota del detalle, recordando que una de las sillas tenía la pata rota. No se trataba de un dato esencial, pero demostraba la costumbre de la portera de sentarse a la mesa.

Fuera, tres pisos más abajo, por los gritos se notaba que los muchachos habían reanudado el partido de fútbol con la pelota hecha de trapos y papel de periódico.

—Cuéntenos qué relación tenía con la Calise. La verdadera relación, no las tonterías de siempre.

Nunzia parpadeó. El tono firme, la voz baja y, sobre todo, los extraños ojos verdes de gélida mirada la inquietaron. Maione cogió la escoba y la dejó en un rincón.

—¿Qué quiere decir, comisario? Vivía aquí. Ya se lo dije, a mi hija le gustaba estar con ella; y a mí me venía bien que alguien la cuidara mientras yo trabajaba. Por la noche…

—… venía a buscar a su hija, sí, eso ya me lo ha dicho. ¿Le pagaba para que la cuidase?

Nunzia soltó una risita nerviosa.

—No, comisario, ¿cómo iba a pagarle? En mi trabajo, además del cuartito de la planta baja y el poco dinero que me dan, no gano casi nada; para vivir tenemos que ingeniárnoslas. Sólo faltaba que tuviera que pagarle a doña Carmela.

—¿O sea que entre ustedes de dinero nada?

Un breve titubeo, los ojos se movieron de izquierda a derecha.

—No, ya se lo he dicho. ¿Qué dinero?

Ricciardi guardó silencio. Seguía mirando fijamente a los ojos de la mujer. Maione, de pie junto a la silla, la observaba desde su altura. En el alféizar de la ventana hubo un batir de alas, tal vez de una paloma.

Al cabo de un minuto entero, Ricciardi habló otra vez.

—¿Qué tipo de mujer era la Calise? Usted la conocía bien, mejor que nadie. Maione, al que ve usted aquí, ha preguntado en el barrio, parece que nadie tenía tratos con ella, como de costumbre. Pero usted, en cambio, venía todos los días. ¿Tenía familia? ¿Cuáles eran sus hábitos? Cuénteme.

Al notar que disminuía la presión, Nunzia se mostró visiblemente aliviada. Pensó en mostrarse lo más colaboradora posible. Se acomodó en la silla, y al mover el enorme trasero arrancó un sonoro crujido a la madera.

—Doña Carmela era una santa, ya se lo dije el otro día y se lo repito ahora, y quien lo niegue no merece vivir. Se lo juro por mi pobre hija enferma que es un ángel inocente.

—Sí, una santa y un angelito, de acuerdo. Por eso esto de aquí es un paraíso. Hábleme de la vida de la Calise y no divague, por favor.

—No tenía familia en Nápoles. No se había casado, nunca me habló de ningún hermano o hermana. Era de un pueblo, no sé de cuál. Algunas veces venía a verla una muchacha, me contó que era una sobrina que vivía muy lejos, pero después ya no volvió. Tampoco me dijo cómo se llamaba. Tenía ese don de ver lo que había en el futuro y lo utilizaba para ayudar a la gente. Hizo mucho bien.

Maione intervino entonces.

—Y el bien al prójimo lo hacía gratis, ¿no? Por beneficencia.

Nunzia Petrone echó una mirada ofendida al sargento.

—¿Qué tenía de malo si la gente, en señal de gratitud, le hacía algún regalito? Ella no pedía dinero. Decía: «Si queréis tener un detalle conmigo, os lo agradezco». La gente estaba contenta.

Ricciardi enarcó una ceja y miró a su alrededor.

—¿Y qué hacía con esos regalitos? Porque en esta casa no se ven lujos. ¿En qué utilizaba el dinero?

—¿Cómo voy a saberlo yo, comisario? No estaba dentro de la cabeza de doña Carmela.

—En su cabeza tal vez no, pero usted misma dijo que estaba en sus pensamientos y en su corazón. O por lo menos su hija. De modo que quizá a usted también le llegaba algo, ¿no?

La mujer enderezó la silla.

—No, nunca, comisario. Que me muera aquí mismo si miento. Yo a doña Carmela la quería. A cambio de nada.

Ricciardi y Maione se miraron. De ese modo no iban a ninguna parte. El comisario suspiró y clavó nuevamente la mirada transparente en los ojos de Nunzia.

—Vamos a ver si aclaramos un punto, Petrone. Disponemos de elementos que nos permiten probar que hacía negocios con la finada. Que ella no sólo echaba las cartas, sino que también practicaba la usura. Y que le pasaba dinero.

La mujer se quedó muda, atrapada entre la espada y la pared.

Al cabo de un tiempo infinito, Nunzia habló en voz baja, sin doblegarse, sosteniendo la mirada de Ricciardi.

—¿Qué pruebas? No tiene ninguna prueba. Chismes. Son todo chismes.

Sin dejar de mirarla fijamente, Ricciardi le indicó a Maione con un movimiento de la cabeza que dejara caer sobre la mesa el hatillo encontrado debajo del colchón, en el que constaba el nombre de Nunzia.

Attilio Romor se sabía atolondrado. Aunque tenía la convicción de destacar siempre en esas pocas situaciones que sabía manejar, y una de ellas, la principal, eran las mujeres.

Cuando había podido hacer suya a Emma, la había dejado esperando, para que aumentara su deseo. Fue derribando una tras otra las seguridades de aquella mujer, poniendo a prueba su resistencia, ablandando su voluntad hasta convertirla en cera bajo sus manos.

En cientos, en miles de ocasiones había captado la dependencia en su mirada, había sentido crecer en ella el imperioso deseo de convertirlo en su dueño. Sabía ya con absoluta certeza que había pasado a ser el centro de la vida de aquella mujer, la única razón por la que abría los ojos al despertar. No podía haberse equivocado. No, de ninguna manera.

Sin dejar de peinarse cuidadosamente el pelo engominado, le sonrió a la imagen que le devolvía el espejo; Emma iba a suplicarle que nunca la dejara. Y de ella conseguiría su bienestar, su venganza. Sólo debía jugar bien las cartas y esperar.