El pequeño dormitorio donde Carmela Calise había soñado con la primavera que ya no vería estaba frío y sumido en la oscuridad. Maione reflexionó sobre la rapidez con que una casa perdía vida en cuanto quedaba deshabitada.
En ocasiones, cuando tras varios días se regresaba a un ambiente donde ya no vivía nadie, uno se encontraba con alguna vibración, con el sentimiento de quien moraba en el lugar, como si se hubiese alejado provisionalmente. Otras veces, en cambio, tras apenas un día del homicidio, uno se encontraba la casa inerte, sin vida ni aliento.
No le gustaba hurgar entre las pertenencias de los muertos. Detestaba meter las narices en aquel pequeño templo, capilla que custodiaba un pensamiento aún vivo o una antigua emoción; se sentía como un intruso.
Medía los gestos, como una forma de respeto para quien ya no estaba. Debía registrar los cajones, los armarios, levantar alfombras y manteles, apartar platos; era su trabajo. Pero nadie podía ordenarle que lo hiciera irrespetuosamente.
Pensó en el doctor Modo, que debía hurgar en otros lugares muy distintos en busca de indicios, pero el pensamiento no le sirvió de consuelo.
No muy lejos de donde se encontraba, en el umbral, de espaldas a la amplia habitación donde Carmela Calise había recibido a su variada clientela, Ricciardi observaba el registro de Maione y escuchaba el viejo refrán repetido sin cesar por los labios de la muerta. Pagar, pagar. Débitos y créditos seguían vigentes a pesar de haber marchado de este mundo.
A saber qué hacía echar la vista atrás en el momento de morir, mantener el pensamiento anclado a lo terrenal: dinero, sexo, hambre, amor. Era comprensible en el caso de los suicidas, pensó Ricciardi, pero en quien era asesinado… ¿Tenía sentido? Nunca había percibido miedo, expectación, ni siquiera curiosidad hacia ese algo o esa nada a la que iban a enfrentarse.
—No, comisario. Sólo estaba el cuaderno que encontró Cesarano. Ninguna otra nota. Y no constan las fechas.
—Busca en la cama.
Maione se acercó al colchón estrecho e incómodo sostenido por una vieja estructura de madera. Con movimientos lentos, como si lo estuviese preparando para la noche, apartó la colcha y la sábana limpia y raída. El colchón quedó al descubierto, presentaba una mancha amarilla.
—Era anciana, pobrecilla —dijo Maione, como disculpándose, mientras miraba al comisario con una sonrisa triste. Luego levantó el colchón. Debajo del travesaño que le servía de sostén, los dos hombres descubrieron un hatillo hecho con un pañuelo. Maione lo retiró y Ricciardi se le acercó.
Contenía algunos billetes: ciento treinta liras, una buena suma. Y una notita en la que, con la caligrafía irregular de la difunta, se leía: Nunzia.
Por la ventana abierta se colaba la brisa marina. Las cortinas ondeaban, perezosas.
A Emma Serra di Arpaja le dio una arcada y sintió que se ahogaba; tuvo la impresión de que en el aire flotaba un denso olor a pescado pasado y algas podridas.
Tendida en el sofá miraba los frescos del techo. Quedaba muy lejos el tiempo en que había amado aquella casa; recordaba los hechos, no las emociones, y mucho menos las pasiones.
Pasaba casi todo el tiempo fuera y cuando estaba en el palacete de Santa Lucia se encerraba en sus habitaciones. Hasta la hora de la pantomima para guardar las apariencias delante de la servidumbre, cuando entraba en el frío dormitorio y se acostaba al lado del desconocido con quien se había casado. Excepto las veces en que decidía no regresar, sin dar explicaciones a nadie y mucho menos a él.
En ocasiones veía a su marido como una limitación, la barrera que la separaba de la felicidad. Otras, le parecía un pobre hombre que envejecía sumido en la melancolía. Por más que Marisa Cacciottoli y las demás víboras que la rodeaban dijesen que era un hombre de posición envidiable, una figura de prestigio, a ella no le importaban ni el prestigio ni la posición.
Si no hubiese conocido a Attilio, pensó, tarde o temprano se habría resignado a la vida huera que llevaban las señoras de su ambiente. Beneficencia, canasta, ópera, cotilleos. Algún amante ocasional elegido entre los pescadores abrasados por el sol que cantaban en la playa de via Partenope, o entre los obreros muertos de hambre de Bagnoli, lo justo para tener fuerzas con las que enfrentarse a un futuro idéntico al pasado.
Pero ella había tenido la suerte de encontrar el amor.
Todas las mañanas se despertaba y contaba los minutos que faltaban para volver a verlo en el teatro, o en los lugares apartados que elegía, y allí sentir sus manos acariciarla, notar su cuerpo pegado al de ella. Desde hacía tiempo había comprendido que sin él, sin su divina perfección, le faltaba el aire para respirar. Había perdido para siempre la posibilidad de resignarse a su destino.
Ante aquella idea sofocó un sollozo. ¿Cómo iba a arreglárselas ahora? La imagen de la vieja le pasó por la cabeza. Maldita vieja. Por absurdo que pareciera, en su fuero interno las imágenes de Attilio y de la Calise estaban estrechamente ligadas.
Día tras día había llegado a convencerse de que era su razón de ser, de que no podía vivir sin Attilio. Pero para vivir con él necesitaba las cartas.
En la alternancia de reyes, ases y reinas, la vieja leía el destino de cada uno de sus días. «En el teatro te robarán la bufanda», y la bufanda desaparecía. «Tropezarás con una mendiga», y ahí estaba ella, en el suelo, con el tobillo dolorido. «Te regalarán flores por la calle», y eso mismo ocurría. «El coche chocará contra un carrito», y así sucedía sin falta. Mil pruebas habían hecho de ella una esclava, ya no hacía nada si no se lo ordenaba Carmela Calise con sus cartas.
Fue ella quien le dijo que en aquel teatro de gente grosera conocería a su gran amor.
Y así había sucedido.
Attilio le había sonreído primero, luego se había acercado a ella a la salida. Se había fijado en él cuando salía a escena, por supuesto. ¿Cómo hubiera podido pasar por alto semejante belleza? Sonrió ante aquel recuerdo, el corazón le latía con fuerza de sólo pensarlo. Y se había perdido dentro de aquellos ojos que le recordaban una noche estrellada. Había ido a ver a toda prisa a la vieja, se lo había contado todo y la vieja la había mirado inexpresiva, como si no entendiera. Quizá no entendiera de veras, quizá se tratara simplemente de una mediadora entre ella y el alma gentil que desde el más allá había decidido ponerla a salvo.
Siguieron entonces los días en los que se limitó a vivir, a vivir nada más. El paraíso y el infierno, encerrada en su cárcel mirando el techo. Y desde entonces no había permitido que su marido volviera a tocarla. En su fuero íntimo era la mujer de Attilio y no añoraba nada de su vida anterior. Basta ya de fingir. Había puesto en orden sus asuntos, vendido joyas y bienes, debían pensar en ser felices.
Faltaba una sola cosa: que la vieja dijera que sí. Maldita bruja. Emma pensó entonces en aquella terrible escena, ocurrida días antes. En la furia ciega que había sentido crecer dentro de ella. En la terrible condición de no poder volver a ver a Attilio, ni siquiera en el escenario. ¿Cómo iba a arreglárselas, ahora que ya no podía echarse atrás?