Cuando Ricciardi fue hacia la jefatura, en el barrio de Sanità, ya estaba claro que la primavera había entrado en escena. La alegría se notaba en el aire, soplaba un viento leve que cambiaba de dirección e intensidad, arrancándole a las señoras sus sombreritos y a los caballeros los sombreros de fieltro, levantando los faldones de algún abrigo. Un viento travieso, que hacía caprichos, pero ya había dejado de morder.
Dominaba el olor a mar, pero también se percibía el perfume de la hierba y de las hojas muy verdes a medida que uno se acercaba al bosque o a las plantas de la Villa Nazionale o el Jardín Botánico. Las flores no habían asomado aún, estaban en suspenso, como una promesa.
A partir de esa mañana, a lo largo de via Toledo la gente empezó a detenerse para intercambiar unas palabras con sus conocidos. No hacía calor aún, pero el tiempo había mejorado.
En los callejones se cantaba y se gritaba, los balcones estaban abiertos para dejar entrar un poco de sol. Las cuerdas tendidas entre las ventanas compartían sábanas y camisas que se agitaban perezosamente en el aire renovado. Se iniciaban las conversaciones, sonriendo sin motivo especial; algún vendedor ambulante se tomaba ciertas libertades con las señoras jóvenes que ofrecían sus cestas para cargar con frutas y verduras o jabón y, acto seguido, las monedas cambiaban de manos.
Los organillos funcionaban a las mil maravillas, Amapola, dolcissima Amapola, amore vuol dir gelosia. De los mercadillos del barrio llegaba la desafinada sinfonía de los vendedores: por una vez su rumba resultaba agradable. Nadie la veía, pero si se observaba bien, la primavera bailaba de puntillas y brincaba de sombrero en sombrero, de árbol en árbol, de balcón en balcón.
En la renovada cercanía entre las personas, los monederos desaparecían de los bolsillos y los bolsos de las mesitas de los cafés, algunas discusiones amistosas acababan en bofetadas, de vez en cuando el filo de un cuchillo destellaba al sol. Ésa también era la primavera. La cola de marineros y obreros a la puerta de los burdeles se hacía más larga; la nueva estación hacía bullir la sangre con su encanto. Alguna muchacha lloraba a su amor perdido. Y la primavera se reía burlona de todas las promesas que no se cumplirían.
Todos estos pensamientos llenaban la mente atenta de Ricciardi, que caminaba hacia el barrio de Sanità, seguido de un Maione taciturno, con la mirada clavada en el suelo. A su paso, una oleada sombría, una sospecha de miedo, cruzaba la calle para cerrarse a sus espaldas, permitiendo que volviera el engaño de los primeros aires renovados.
Podrían haber esperado el tranvía, mezclarse con las atareadas madres de familia y los jóvenes holgazanes en busca de una sonrisa; pero Ricciardi prefería que le diera el aire para pensar. Quería volver a ver el lugar, aspirar otra vez el olor de lo sucedido.
Durante el trayecto, bordeaban infinidad de obras ya iniciadas, en aquella ciudad en perenne construcción: todos aquellos edificios nuevos, de blancos y gruesos muros, con pequeñas ventanas cuadradas, sin balcones. En los portones planos presuntuosas inscripciones con letras de piedra o bronce, para conmemorar efemérides y muertos a lo largo de los siglos. A Ricciardi no le gustaban las nuevas líneas arquitectónicas y siempre se conmovía ante los antiguos y nobles arcos y los delicados frisos que adornaban leves los pesados bloques de mármol.
El pensamiento del comisario se dirigió a infinidad de otras obras, del nuevo Vomero en la colina de Posillipo a los barrios de Bagnoli que surgían como setas para albergar a los obreros de la acería y de allí a San Giovanni. Como siempre, pensó que aquélla era una ciudad que se hacía mayor sin crecer. Como una niña que de la noche a la mañana, por arte de magia, se ve convertida en mujer aunque sigue con ganas de jugar a las muñecas mientras soporta los accesos de ira imprevisibles de la adolescencia.
Al pasar junto a los andamios, el comisario vio las siluetas de los caídos en la construcción de los imponentes edificios deseados por la nueva grandeza romana. Siempre se habían producido muertes en el trabajo, incluso en los años en que cursaba sus primeros estudios en la ciudad, cuando se restauraban viejas fincas o se apuntalaban muros mal construidos; pero a saber por qué, a Ricciardi le impresionaba más que la gente muriera inútilmente por fealdades como aquéllas.
Sabía muy bien que iba a encontrarse con dos muertos en su trayecto a la comisaría de Santa Teresa. A últimas horas de la tarde eran aún más tétricos, vistos así, al pie de las estructuras de las que habían caído, murmurando su último pensamiento; de día casi conseguían confundirse entre los antiguos compañeros de trabajo; sin embargo, destacaba uno que se había precipitado de cabeza, y la boca torcida que maldecía a los santos casi se le había incrustado en el pecho; el otro, un muchacho rubio con un jersey al menos dos tallas más grande, había aterrizado de espalda para quedar completamente agarrotado. Ése llamaba a su madre.
Teresa notaba el buen tiempo que la primavera incipiente traía a través de las ventanas abiertas, y percibía cómo contrastaba con el invierno obstinado que se negaba a abandonar las oscuras habitaciones del palacete. Por sus orígenes campesinos estaba acostumbrada al ritmo de las estaciones y todos los años, por esa época, se sentía renacer; por ello, le pesaba más afrontar aquella melancolía tan densa que podía cortarse con cuchillo mientras recorría los suntuosos pasillos.
Ésa mañana la señora también había regresado tras pasar la noche fuera y se había encerrado en su dormitorio. El profesor no había salido de su alcoba, la bandeja con la cena de la noche anterior seguía intacta en la consola de madera lacada, delante de su despacho; ella llamó con delicadeza sin esperar que le abriera. Le pareció oír sus sollozos.
De haber podido expresar su opinión, Teresa habría dicho que les faltaban los hijos. Había criado a sus hermanos, los había llevado en brazos de dos en dos cuando todavía era una niña; sabía las alegrías que procuraban. Aquélla era una casa sin madres, sin sonrisas.
De pronto, la puerta del despacho se abrió de par en par.
El hombre que apareció ante sus ojos era muy distinto del Ruggero Serra di Arpaja que tenía por costumbre hacer valer la importancia de una cultura y una posición de prestigio. El cuello almidonado estaba torcido; el nudo de la corbata, aflojado; el chaleco, mal abrochado; el cabello revuelto dejaba al descubierto una calvicie incipiente, normalmente bien disimulada. Y los ojos eran como los de un loco, inyectados en sangre, hinchados, desorbitados. Un loco que se había pasado la noche llorando.
El profesor la miró atónito, como si la viera por primera vez. Intentó hablar, pero no le salió la voz. Tosió, aferró el pañuelo que llevaba en el bolsillo de los pantalones arrugados. Apestaba a coñac.
—El periódico —dijo—. ¿Dónde está mi periódico?
Teresa indicó con la cabeza la consola donde la bandeja del desayuno con el diario había sustituido la de la cena. Ruggero cogió el periódico y comenzó a pasar las páginas de una en una, febril, respirando entrecortadamente. Teresa estaba petrificada. El hombre se detuvo, leyendo sin pestañear. Ya no respiraba. Había encontrado la noticia que buscaba.
Como si fuera a sufrir un desmayo, perdió el equilibrio y se apoyó en la bandeja, que cayó en medio de un estallido de cristales y un tintineo metálico. Teresa retrocedió de un salto. Ruggero la miró, después apartó la vista y volvió a leer el periódico. Lloraba. La muchacha hubiera deseado encontrarse en otra parte. Él dejó caer el periódico, se dio media vuelta, entró en su despacho y cerró la puerta despacio. Teresa observó que iba descalzo.
No sabía leer, de manera que no miró la página. De haber sabido hacerlo, habría visto el titular del artículo que había impresionado al profesor: «Mujer asesinada en Sanità: un bastón posible arma del delito».