Ricciardi no lograba quitarse aquel sueño de la cabeza. Volvía a oír la voz de su madre, una voz que en realidad ni siquiera recordaba, diciéndole imperiosa que fuera bueno, que estudiara. Pero ¿qué?
Sentado ante el escritorio de su despacho daba vueltas entre las manos al pesado pisapapeles de plomo, un fragmento de granada traído del frente, regalo del granjero que se ocupaba de su finca del pueblo.
Sus cartas, todas las hojas y notitas que esparcía sobre el tablero de madera. En lugar de tomar nota en pedacitos de papel, debería haber puesto en orden sus ideas, utilizando un cuaderno en el que escribir. Un cuaderno, como el de los apuntes de la vieja Calise. El Padre Eterno no es mercader que paga los sábados.
El relámpago que iluminó sus pensamientos fue seguido de cerca por el trueno, como en todas las tormentas: Ricciardi se quedó atónito, con el pedazo de plomo en la mano, contemplando su propia estupidez.
—¡Maione!
Como todas las mañanas subió la persiana hasta la mitad. Sabía bien que los demás comerciantes de via Toledo mandaban abrir a sus dependientes y luego llegaban más bien tarde. «Bien hecho, don Matteo De Rosa —comentaban entre ellos riéndose de él—: has nacido dependiente y sigues trabajando de dependiente incluso ahora que eres el patrón». Creían que él no lo sabía, que no se enteraba, pero sabía lo que hacía.
Mientras ordenaba los rollos de telas en sus pernos de madera, lanzó una mirada a la imagen reflejada en el espejo destinado a las clientas. Claro, algo de barriga. Y el pelo iba raleando poquito a poco. Pensándolo mejor, quizá algo más que poquito a poco. Pero el bigote era negro y ondulado; y el chaleco de cuadros con la leontina de oro del reloj mostraba a todos que don Matteo De Rosa era ahora el patrón.
Siempre supo que iba a serlo desde que trabajaba para el viejo Salvatore Iovine, el más importante comerciante de tejidos de Nápoles, que había conseguido cuanto quería menos un hijo varón. Y él, Matteo De Rosa se había quedado con el monstruo de su hija Vera, que lucía menos bigote que él aunque más barba, y pese a ser más fea que el pecado, gracias a su dinero tenía más pretendientes que Penélope.
Así, cuando el viejo Iovine se había ido de este mundo, escupiendo sangre sobre una pieza de tela beige que era las siete maravillas, Matteo se quedó al mando. Sí, claro, el viejo se lo había dejado todo a la hija. Pero el hombre era él, ¿o no? De modo que ella ya podía quedarse en casa, en la oscuridad, pues hasta al sol le daba asco tocarla, porque del negocio se encargaba él.
Todo había salido la mar de bien hasta que apareció Filomena. De sólo pensar en su nombre, se le aceleraba el corazón. Filomena.
Había entrado una mañana, luciendo un vestido de algodón basto, completamente de negro, con un chal en la cabeza, como queriendo ocultar alguna fealdad. «¿Buscan ustedes una dependienta?», preguntó. «Deje que vea si tiene buena presencia», contestó él. Ella suspiró y se quitó el chal.
Matteo De Rosa perdió el alma en el mismo instante en que vio la cara de Filomena Russo. Comprendió de inmediato que no tendría sosiego hasta no haber puesto las manos sobre el cuerpo de aquella diosa descendida del cielo. Y la contrató, faltaba más. Le dijo: «La quiero aquí todas las mañanas, a las ocho en punto». Y todas las mañanas a las ocho él también llegaba puntual, los demás dependientes no lo hacían nunca hasta las ocho y media; con frecuencia se lo encontraban despeinado, acalorado; sabía que ella era viuda, una mujer pobre y desesperada con un hijo que mantener. No lograba entender por qué lo rechazaba. Todas las demás dependientas se habrían desvivido por darle el gusto, la amante del patrón, imagínate la de privilegios. Ella no.
Lo había intentado todo: regalos, dinero, amenazas. Nada, lo rechazaba todo. Lo único que había conseguido era que aquellos ojos de luna se llenaran de lluvia. Cuanto más lo rechazaba, más se convencía Matteo de que no podía prescindir de ella. Entonces le dijo que si no cedía debía buscarse otro trabajo. En caso de encontrarlo, nadie contrataría a una empleada despedida de la famosa tienda De Rosa. «¿Lo comprendes, Filomena? O Matteo o hambre para ti y para tu hijo. Espero una respuesta para mañana».
Y al día siguiente ella había faltado. El hijo, torvo y salvaje, el sombrero en la mano pero los ojos sin respeto, se había presentado para avisarle de que su madre no se encontraba bien.
Matteo siguió yendo por la mañana temprano a abrir la tienda, esperaba. Y Filomena regresó, se cubría la cabeza con el mismo chal con que se había presentado en la tienda la primera vez.
Él se aproximó, conteniendo la respiración. «¿Qué has decidido?», susurró.
Fuera pasó un carruaje cuyas ruedas herradas retumbaban en el adoquinado de la calle. Se oyó el reclamo de un vendedor ambulante.
Filomena retrocedió en la penumbra para evitar su contacto, hasta que se encontró de espaldas a una estantería, el chal se le enganchó en un rollo de tela y cayó al suelo dejando su rostro al descubierto.
En un primer momento, a Matteo le pareció una jugarreta de la penumbra, después vio.
En la alcoba había un mueble antiguo. En la vida difícil de una pareja con seis hijos y muchas fatigas había sido un auténtico lujo. Un regalo de Raffaele, de los días en que en aquella casa se reía con más facilidad y en la que ahora apenas se hablaba. Un tributo a su feminidad. Era como si hubiesen pasado cien años.
Lucia Maione estaba de pie, con un paño en la mano contemplaba el pequeño tocador. Parecía un escritorio, sobre las patas levemente arqueadas descansaban dos cajoncitos y un tablero taraceado. Encima, un espejo ovalado y giratorio sostenido por dos montantes. Un mueble inútil, demasiado frágil para colocar encima objetos pesados, no se podía guardar en él ni sábanas ni manteles, ni apoyarse para comer o estudiar. Sus dos hijas lo usaban a veces como casa para sus muñecas de trapo.
Lucia miraba y recordaba.
Recordaba a su marido cuando, tumbado en la cama, la admiraba mientras ella se peinaba delante del espejo, los ojos rebosantes de dicha amorosa. Recordaba su sonrisa de adoración y que ella le decía en tono de burla cariñosa: «Pero ¿qué miras con esa cara, una película de cine?». Y él le decía: «No hay actrices tan hermosas como tú. ¿Para qué necesito yo ir al cine?».
Cien años atrás la vida le había dado un marido fuerte y alegre y seis hijos maravillosos. Risas, fatigas, peleas, los domingos en la cocina, mañanas enteras en el lavadero con montañas de ropa, cantando canciones antiguas. La vida le había dado. Y le había quitado. A Luca ni siquiera había podido vestirlo por última vez. Había salido una mañana con un pedazo de pan en la mano, como de costumbre, ya está bien, mamá. Y la había levantado en brazos, como todas las mañanas, para hacerla girar hasta dejarla sin aliento.
La última vez que lo había visto con vida. Porque no llegó a la noche. Era mi vida, ¿qué tiene de raro si dejo de existir?
Lucia avanzó hacia el tocador, pasó el dedo escrutador por el tablero. No, no había polvo. Se había vuelto todavía más exigente con el orden y la limpieza, sus hijos lo sabían y ponían cuidado. Todo impoluto pero sin vida. La casa parecía una iglesia, no daba la impresión de que allí vivieran otros cinco chicos. Ella sabía que no estaban a gusto con aquella madre que se había vuelto muda e irascible, y ella lo sentía, pero nada podía hacer. Jugaban fuera, animaban la calle, delante de la casa, queridos por todos, también por ella, pero de lejos.
Todo impoluto; un paño negro seguía colgando del espejo, lo único que no tocaba desde hacía tres años. Concluido el período de luto, había prescindido de todas las demás señales, menos su traje y ese paño del espejo. Se preguntó por qué sólo en aquel espejo. Buscó la silla que completaba el mueble, que desde hacía años utilizaba al pie de la cama para dejar las batas, y la acercó. Se sentó. Comprobó su estabilidad, no la recordaba tan cómoda. La acercó un poco al tablero, sin arrastrarla sobre las baldosas hexagonales. Se quedó así un rato, sentada entre el pasado y el presente; el corazón le latía con fuerza en el pecho. ¿Por qué? Por la ventana abierta se colaban los ruidos del barrio, «Pescado, pescado, vendo pescado fresco, acabado de pescar». Suspiró profundamente, siguiendo un impulso tendió la mano y quitó el paño negro del espejo.
Lucia siempre había sido consciente de su belleza. Rubia, ojos azules y sonrientes, la boca de labios gruesos ligeramente enfurruñada. La nariz fina, un tanto alargada, daba personalidad al rostro. Era hermosa. Y lo sabía. Había dejado de pensar en sí misma: ¿quién era la desconocida reflejada en el espejo?
Observó los ojos duros, algo enrojecidos. La boca fina. Las nuevas arrugas, alrededor de los ojos, en los pómulos: las marcas del dolor de cada día.
¿Cuántos años tengo?, pensó. Cuarenta. Casi cuarenta y uno. Y parezco una vieja de setenta. Miró a su alrededor, perpleja. Invisible, la primavera bailaba en el rayo de sol que incidía en el marco del espejo tiñéndolo de rojo. Oyó la voz de Luca, pensó en su marido, que había salido esa mañana sin volverse para mirar la ventana desde la calle, como había hecho siempre, cien años atrás.
Se pasó la mano por el cabello rubio. Volvió la cara un poco de lado y ensayó una sonrisa.