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Al salir de su casa, Maione se detuvo en vico del Fico. ¿Cómo evitarlo?

En su mente esquemática, Filomena había encontrado el terreno fecundo donde echar raíces y brotar. Hojas, flores y frutos, todos con aquella sonrisa triste, aquellos ojos que encerraban la noche, aquella venda, como una moneda hermosísima, arruinada por la rueda de un carruaje.

Maione sentía un dolor sordo, su innato sentido de la justicia no podía soportar que semejante atrocidad quedara impune. Quien había tenido el valor de estropear aquella perfección, aquella obra de Dios, merecía que lo encerraran muchos años para que meditara lo que había hecho.

¿Se estaba enamorando? Si alguien se hubiese atrevido a preguntárselo, se habría puesto como una furia. Un policía ante un delito, cualquiera que fuese, tenía el deber de investigar, profundizar, descubrir, detener.

Sin embargo, en su fuero interno prefería no reconocer que, ante uno cualquiera de los muchos otros delitos que a diario manchaban las calles de la ciudad, no se habría pasado la noche entera mirando el techo, esperando con temeroso deseo que llegaran las primeras luces del alba. Tampoco habría salido tan temprano, incluso antes de que el canto de una mujer que iba a la fuente a lavar la ropa acompañara el primer viento.

Maione empezó a bajar desde la Concordia y su paso era apenas más veloz de lo habitual; nadie lo habría notado, aunque pusiera atención. Pero los dos ojos tristes que lo observaban desde la rendija de los postigos entornados veían hasta lo invisible.

La puerta del bajo de vico del Fico no estaba atrancada, ya habían quitado la tranca de madera que dejaba fuera la noche. Gaetano, el hijo de Filomena, debía llegar a la obra donde trabajaba de aprendiz con las primeras luces del día. Maione se detuvo a un metro del umbral, respetuoso; se quitó el sombrero y, tras un breve titubeo, volvió a ponérselo. Con el sombrero puesto era el sargento Maione de servicio; sin él, no habría sabido explicar qué hacía allí.

Una ventana se cerró con decisión en la planta de arriba. Maione levantó la vista y no vio a nadie. El callejón observaba y juzgaba en silencio. Dio un paso adelante y llamó golpeando con delicadeza la jamba.

Filomena se había limpiado y desinfectado la herida antes de vestirse y preparar el pan con tomate que su hijo tomaba a mediodía. No había pegado ojo, por el dolor, por la espera, por las pruebas que había pasado y por las que aún le quedaban por superar. Por el remordimiento. La silueta gruesa y desgarbada que vio en el vano de la puerta le produjo inquietud y seguridad a la vez.

—Buenos días, sargento. Pase, por favor —susurró, tranquila.

—Señora Filomena —dijo Maione, tocándose la visera y dando un solo paso al frente, sin entrar en la habitación—. ¿Cómo se encuentra? Ha dicho el doctor Modo que puede ir a verlo cuando lo desee, si quiere que le haga él las curas.

—No, gracias, sargento. Ya puedo yo sola, si supiera usted la de heridas que se hizo mi hijo de pequeñito, jugando en este callejón. Todas las madres de los Quartieri tenemos algo de enfermeras.

Maione se quitó el sombrero y empezó a darle vueltas entre las manos. Había algo en la voz de Filomena que siempre lo hacía sentir en falta. Como si él también fuera un poco responsable de la herida que cubría la venda.

—Señora, ya sé que no es un tema del que le guste hablar, pero el mío es un trabajo especial. Si he visto, si sé que alguien ha hecho algo como…, como lo que le ha pasado a usted, ya se lo he dicho, es mi deber investigar, comprender. Imagino que tendrá miedo, si habla y dice algo que…, en fin, si alguien puede hacerle algo a usted, a su hijo. Yo…, no debe usted preocuparse, no haría nada que pudiera ponerlos en peligro. Pero si alguien ha hecho algo malo, debe pagar.

Filomena escuchaba con los ojos clavados en los del sargento, que no sabía dónde mirar. En el aire todavía frío de la tercera mañana de aquella primavera, Maione sudaba como si estuviese escalando un volcán cubierto de lava.

—Sargento, se lo agradezco. Se lo dije y se lo repito, no quiero denunciar a nadie. A veces se dan ciertas…, ciertas situaciones que, vistas de una manera, parecen, y vistas de otra, son. Es cuanto puedo decirle y le digo.

—Pero si…, si usted…, tengo que preguntárselo, si está usted con…, si tiene una relación con alguien, no sé, los celos hacen que la gente pierda la cabeza.

Se hizo un silencio espeso como el terreno que cubre una tumba. Fuera, en el mundo distante, una voz de mujer cantaba:

Dicitencello ch’è ’na rosa’e maggio,

ch’aggio perduto’o suonno e’a fantasia

che’a penso sempre, ch’è tutta’a vita mia…

—No, nadie, sargento. Desde el día en que murió mi marido no he conocido a ningún otro hombre. Ya van para dos años.

La voz segura, severa. Y también distante, como si llegara del fondo del mar. Maione se estremeció y tuvo la impresión de haber blasfemado en medio de la catedral, mientras el obispo levantaba la hostia.

—Sabrá usted disculparme, señora. No era mi intención dudar de su honestidad. ¿Hay entonces alguien que la pretende, que la amenaza? Dígamelo, deme usted una pista.

—Sargento, llegará tarde a su trabajo, y yo al mío. Estoy segura de que hay cosas más importantes que yo que requieren su presencia. Descuide, estoy tranquila. No puede ocurrirme nada. Ya no.

Maione escrutaba en la penumbra; en la mirada de desprecio de Filomena vio una absurda certeza, como si estuviese realmente segura de lo que decía. Suspiró, volvió a ponerse el sombrero y dio un paso atrás.

—De acuerdo, por ahora. Si ésa es su voluntad… Pero debo volver hasta que pueda asegurarme de que ni a usted ni a su hijo los acechan otros peligros. Si se le ocurre alguna cosa, mándeme llamar, la jefatura queda a cinco minutos de aquí.

Dio media vuelta y a punto estuvo de tropezar con la mujer cuyo grito había llamado su atención dos días antes, y que tan bien había manifestado su desprecio por Filomena. Ésta vez llevaba un tazón en la mano y miraba ceñuda al sargento.

—Doña Filomena, soy Vincenza, ¿se puede pasar? Le traigo una taza de caldo. ¿Se le ofrece algo más?

Maione pensó que a veces la sangre sirve para cambiar a las personas. Saludó con un ademán y se marchó.

El hombre que acababa de salir por la puerta del bajo contiguo notaba que la cabeza iba a estallarle. La noche anterior había bebido. Y la anterior a ésa también. Vino peleón, humo, canciones zafias, con tal de encontrar la fuerza de dormir sin el asco que a la mañana siguiente hacía que se sintiera tal como se sentía en ese momento.

¿Qué ha de hacer un pobre hombre que se queda sin esposa?, pensaba mientras apuraba el paso en dirección a la obra donde trabajaba, ¿dejar de vivir? ¿Buscarse otra mujer? ¿Quién iba a querer a un hombre así, con una hija y sin un céntimo?

Salvatore Finizio, albañil de primera, viudo. Un hombre que tenía poco para comer y pocos motivos para reír. Que debía pensar en su hija Rituccia, que debía mantenerla. Entonces, si alguna vez, por culpa del vino y el cansancio se olvidaba de su finada Rachele, ¿qué culpa tenía él? El Padre Eterno si es Padre Eterno lo entiende. Y perdona. Qué dolor de cabeza, por Dios.