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Attilio Romor salía a escena en la mitad del primer acto. Interpretaba a un hombre apuesto, superficial, petulante y convencido de ser el mejor de este mundo. Dejando de lado la superficialidad, en la vida real no estaba muy alejado de su personaje en cuanto a la opinión que tenía de sí mismo.

Entraba con un saltito, en mitad de una divertida conversación entre el protagonista y la primera actriz. Debía decir: «¡Señores, aquí estoy yo!», y después quitarse el sombrero con un amplio ademán y una sonrisa de oreja a oreja. El protagonista, que además era autor y director de la comedia, fingía haberse asustado, salía disparado y tiraba una silla.

Todos debían reír por la torpeza, y en efecto, reían. Pero cuando el público femenino, que era mayoría, se quedaba extasiado ante la belleza de Attilio, la silla rodaba en medio de un incómodo silencio. El autor no aceptaba que otro le robara la escena. Y se vengaba. Dios, cómo se vengaba. Attilio se sentía perseguido en todo momento: en los ensayos le hacía repetir decenas de veces la misma escena banal; en las largas reuniones semanales lo obligaba a leer los papeles femeninos, «para enseñarle los medios tonos», como decía con voz impostada, humillándolo delante de los miembros de la compañía.

Attilio sabía que él era más competente y sospechaba que el director también lo sabía, por eso lo castigaba. Más competente e infinitamente más apuesto.

Cabello largo y negro como el pelaje de una pantera; ojos del mismo color, mandíbula prominente, alto, delgado, anchos hombros, voz profunda. Leía el deseo en los ojos de las mujeres, la pasión que latía en el pecho, en las bocas que se abrían como flores, en las perlas de sudor que humedecían los labios.

Siempre había sido así. Hombres enemigos, mujeres a sus pies. En la escuela lo perseguían los maestros y la perfidia de sus compañeros, mientras que las maestras lo adoraban y sus compañeras se enamoraban de él. En el escenario, las mujeres lo seguían con ojos relucientes, en las miradas de los hombres sólo había odio.

Desde niño su madre lo había puesto en guardia: «Sé consciente de tu belleza —le decía, dándole consuelo por la animadversión ajena—. Es por tu belleza, los vuelve locos y envidiosos. Defiéndete, no pienses más que en ti mismo; busca tu provecho, y mejor que mejor si se convierte en mal para esos malvados».

Los celos lo seguían constantemente. Los de sus numerosas amantes, ninguna de las cuales había podido considerarse su dueña; los de sus colegas a quienes robaba las escenas; los de los maridos a quienes les robaba las esposas.

Y como en el mundo del teatro quienes decidían eran los hombres, Attilio se veía relegado a papeles ridículos; no lo echaban, no, al contrario, era más bien buscado, a todos los directores teatrales les iba bien poder contar en cada representación con cincuenta o sesenta espectadoras embelesadas. Pero si los directores teatrales tenían ocasión de humillarlo, lo hacían siempre de buen grado.

Éste, en particular, estaba resultando peor que todos los demás. Como era un dramaturgo emergente, deseaba seguir los pasos de los artistas más famosos: tres años antes había cosechado un éxito extraordinario con su primera comedia y se había confirmado en las dos temporadas siguientes. Sabía conjugar comicidad y tragedia, conquistando el favor del público y la malevolencia de los críticos, signos ambos de indiscutible grandeza. También formaban parte de la misma compañía su hermano y su hermana, a los que Attilio consideraba —y sospechaba que no era el único— más competentes que él. De todos modos, había que reconocer que el maldito presuntuoso tenía una personalidad fuerte, carismática, y era capaz de escribir textos teatrales de éxito. A pesar de la legendaria perfidia con la que trataba a los actores, formar parte de su compañía era el pasaporte para alcanzar la gloria.

En un primer momento se sintió querido. El Maestro, como gustaba que lo llamasen pese a su juventud, lo trataba con indiferencia y el empresario le había asegurado que para él ésa era la mejor demostración de consideración y estima. La hermana, horrible pero talentosa, le sonreía con avidez incluso en presencia de su marido. El hermano más joven solía tomarle el pelo con cordialidad.

Después, como era previsible, había mantenido una breve pero intensa relación con una de las actrices de reparto de la compañía. Negada para la interpretación, pero hermosísima. Qué estúpido, cómo no se había dado cuenta. ¿Qué hacía allí aquella inútil, en un grupo tan selecto en el que incluso el apuntador era un viejo actor con tablas? La respuesta no podía ser más que una: el Maestro estaba prendado de ella.

Todos estaban al corriente, pero nadie se lo había advertido; las mujeres, por celos, y los hombres, por envidia.

Cuando se dio cuenta, el daño ya estaba hecho. Se vio obligado a cortar la relación de un día para otro y sin dar explicaciones; la mujer le montó un escándalo durante el ensayo general previo al estreno, mientras él estaba de rodillas delante de ella con un ramo de flores de imitación en la mano, y ella, en lugar de rechazarlo, se echó a llorar y le escupió a la cara, gritando como una posesa y descargando sobre él todo el odio y el rencor que llevaba dentro.

El Maestro disfrutó de la escena sentado en primera fila, con el teatro vacío, feliz por una vez de ser espectador y no intérprete. Cuando ella se hubo marchado cerrando con estrépito la puerta del decorado, se levantó sin saludar a nadie y se retiró a su camerino.

A partir de entonces se convirtió en su enemigo acérrimo, y su único objetivo parecía ser acabar con Attilio. Ardua empresa, pues la confianza en sí mismo era el pilar fundamental de su existencia de joven actor. Aunque podía complicarle la vida, algo que hacía a la menor ocasión, sin perder una.

En un momento dado, Attilio no deseó otra cosa que marcharse, al diablo el pasaporte y la gloria, al diablo la oportunidad de su vida. Pero la penalización prevista en su contrato era elevada y no podía permitirse el lujo de vomitarle a la cara a aquel maldito bufón frustrado todo el rencor que sentía. Así, noche tras noche, representación tras representación, continuaba la guerra de nervios. Con el paso del tiempo, el suyo se había convertido en un papel cómico: cuando entraba en escena, la gente empezaba a reír y a carcajearse abiertamente cada vez que intervenía.

El Maestro era un auténtico granuja, pero un genio pese a todo; interpretando siempre las mismas frases, sabía cambiar el color y la tensión de toda la comedia de la que era autor. Así, Attilio vivía la pesadilla de su propia disolución, de la difamación artística de la que jamás se recuperaría.

Fue por aquella época de frustración cuando conoció a una noble dama, rica y hermosa, lo bastante resuelta para que él la envolviera en sus redes e hiciera lo que le venía en gana. Vio en ella el verdadero pasaporte para la libertad y la gloria. No le resultó difícil seducirla, pero él, que tenía el don de leer en los ojos de las mujeres, en los de ella todavía no apreciaba las tonalidades del abandono, de la sumisión absoluta que necesitaba para que su vida cambiase.

Había empleado las armas de siempre, alternando sabiamente entre la ternura y la dureza, la pasión y la indiferencia, había hecho cuanto era preciso para atarla a él. Ahora sólo era cuestión de tiempo.

Entre las risotadas del público, marionetas cuyos hilos el Maestro movía en la oscuridad de la platea, Attilio sabía que los ojos arrobados de Emma Serra di Arpaja estaban clavados en él.

Concetta Iodice miraba a su marido. Mientras guardaba la vajilla y se preparaba para salir de la pizzería y marcharse a casa, por enésima vez se preguntaba cuáles serían las preocupaciones que nublaban la cara de su marido.

Observaba su expresión, el entrecejo fruncido. El dinero, pensó. No podía tratarse más que de dinero. Sabía que el negocio no iba bien, y que todavía le debían una cantidad sustanciosa a la usurera de Sanità.

Y la carta manchada de sangre que se había caído del bolsillo de la chaqueta de su marido la noche anterior, cuando había regresado con los ojos febriles, ¿qué sería? No entendía lo que estaba pasando, y tenía miedo; pero le faltaba valor para hablar de ello con Tonino. Pensaba que tarde o temprano él se le acercaría, le sostendría el rostro entre las manos sonriendo y le diría que todo estaba en orden.

Pero ahora, al final del día, ese momento le parecía aún demasiado lejano.

Ricciardi soñó con su madre.

Podía contar con los dedos de una mano las veces que le había ocurrido. Cuando había muerto a los treinta y ocho años, al principio de la guerra, él llevaba en el colegio desde los siete y la veía dos veces al año, por Navidad y en las vacaciones de verano, alrededor de diez días. Casi no se acordaba de ella, siempre enferma, menuda, en una cama repleta de cojines.

Lo acompañaron para que la saludara cuando ya era evidente que no se curaría; al quedarse solo con ella en la habitación, no le salieron las palabras y entonces la cogió de la mano. Creyó que estaba dormida, pero ella le estrechó la mano con una fuerza inesperada, casi haciéndole daño. Después le soltó la mano y se marchó; un instante antes estaba, y poco después, se había ido al más allá.

Con quince años se había encontrado muchas veces frente al Asunto, sin poder evitar el suplicio de las muertes violentas; y aún vería muchas más, demasiadas.

En el sueño seguía en aquella habitación gris, Rosa y Maione lo miraban y él miraba a su madre, que tenía los ojos cerrados. Por el perfume a flores pensó que había llegado la primavera. Esperaba, no sabía bien qué, tal vez que su madre despertara. Y de pronto ella habló: «El Padre Eterno no es mercader que paga los sábados».

Lo dijo con voz ronca, como un graznido. Él notó que no tenía dientes y que había mechones blancos en sus largos cabellos.

De pronto su madre abrió los ojos, eran grandes y verdes como los suyos; volvió la cabeza despacio, con un ligero crujido de las vértebras del cuello, que en el sueño sonó como el estallido de una serie de triquitraques. Lo miró con cara inexpresiva. Después empezó a llorar en silencio, sin sollozos, mientras las lágrimas le bajaban por las mejillas y mojaban la cama.

Se volvió para mirar a Rosa y a Maione, ellos también lloraban. Todos lloraban. Le preguntó a Maione por qué lloraba y el sargento le contestó que no está bien hacerle daño a las madres.

Se volvió otra vez hacia su madre y le preguntó: «¿Qué puedo hacer? ¿Qué quieres que haga?».

Ojos verdes, obsesionados, una sonrisa dulcificada.

—Estudia. Estudia bien, estudia. Lee de todo, saca buenas notas. Pórtate bien, sé bueno.

Experimentó la angustia de un muchacho y la ansiedad del hombre adulto en el que se había convertido.

—¿Qué, mamá? ¿Qué tengo que estudiar? ¡Ya soy mayor! ¡Ya no voy más a la escuela!

Desde su lecho de muerte, Marta Ricciardi di Malomonte tendió la mano delgada, como para impartir una orden.

Ricciardi se volvió hacia Maione y éste le ofreció un cuaderno de tapas negras que le resultaba familiar. Lo cogió y luego miró otra vez el lecho. Su madre ya no estaba; había ocupado su lugar la vieja usurera, muerta, con el cuello roto y la cuenca del ojo vacía por la que se deslizaba despacio una lágrima de sangre negra.

Fuera, en la noche, la brisa que soplaba desde el bosque de Capodimonte buscaba otra sangre que agitar.