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A Lucia Maione le gustaba dormir con los postigos abiertos y las cortinas recogidas. Era de esas cosas que ella calificaba de «ocurridas después»; quería ver el cielo en todo momento.

«Ocurridas después» de haber perdido la sonrisa, las ganas de reír, el gusto por el mar. Después. Dividía su vida en «antes» y «después». Antes y después de la muerte de su hijo.

Seguía oyendo la voz de Luca cuando subía las escaleras, y viéndolo en la cara de sus otros hijos; se colaba en silencio en sus pensamientos y reía, mientras ella había dejado de hacerlo. Ella le había dado la luz y él se la había apagado.

El subjefe de policía Angelo Garzo había descolgado el sobretodo del perchero cuando Ponte, su auxiliar se asomó a la puerta. En cuanto vio que su superior se disponía a marcharse, se detuvo en el umbral, indeciso; era tarde para volver sobre sus pasos, pero sabía con qué facilidad el subjefe era presa de la ira si lo retenían por temas burocráticos cuando estaba a punto de marcharse.

Se quedaron así, mirándose fijamente, Garzo de pie, con el sobretodo colgado del brazo y Ponte inclinado en mitad de una reverencia. El subjefe de policía rompió el hechizo.

—Habla de una vez. ¿Qué quieres? ¿No ves que ya me iba?

Ponte se puso colorado y se inclinó todavía más.

—No, dottore, disculpe. Es que han matado a una mujer en Sanità. Aquí tiene el informe, me lo ha dejado el comisario Ricciardi, que fue quien intervino. Lo puede ver mañana, faltaba más, dottore.

Garzo resopló, irritado, arrancándole al hombre la carpeta que llevaba en la mano.

—Como de costumbre…, tenía que ser Ricciardi. Si hay algún lío, seguro que Ricciardi está metido. A ver, tal vez esté implicado alguien importante, y esta noche, en el teatro, si no sé nada, quedaré como un imbécil.

Leyó a toda prisa el acta, y mostrándose visiblemente aliviado, se encogió de hombros.

—Nada, nada. Una pobre infeliz a la que han quitado de en medio a golpes. Tenías razón, Ponte, no es nada que no pueda esperar hasta mañana. Si ocurre algo, estoy en el teatro. Buenas noches.

No había mucha gente en la platea; la comedia llevaba tiempo en cartel y en la ciudad había otras funciones. Marisa Cacciottoli de Roccamonfina suspiró, hubiera preferido ir a ver algo distinto. Miró a su amiga, sentada a su lado en el palco.

—¿Cuántas veces más vas a asistir a este espectáculo? Podríamos meternos en la caja del apuntador y hacerle el trabajo, nos sabemos las frases de memoria. Estamos en boca de todos, somos la noticia del día. Ayer, en el Gambrinus, Alessandra Di Bartolo me dijo: «Tú que entiendes de teatro, ¿me puedes aconsejar algo interesante? ¡Lo digo porque me comentaron que Emma y tú no os perdéis ni una!». Imagínate, «¡no os perdéis ni una!». ¿Qué habrá querido decir?

La mujer a la que se dirigía era joven y refinada. El cabello negro bien corto, como dictaba la moda, la piel blanquísima, la barbilla apenas pronunciada que revelaba su carácter fuerte y decidido.

Se volvió un momento a mirar a Marisa, pero sin apartar la atención del escenario.

—Pues si ya no quieres acompañarme, dilo claramente. Me buscaré a otra persona. Ya sabes que las hay dispuestas a que las vean paseándose conmigo. Ah, y dile a esa tonta de Alessandra y a las que se reúnen en su casa con la excusa de jugar a la canasta y luego se dedican a cubrir al prójimo de fango, que si tanta curiosidad sienten, que me lo digan a la cara.

Marisa desistió ante la vehemencia del ataque.

—Emma, somos amigas de toda la vida. Nuestras pobres madres ya eran amigas antes de que nosotras lo fuéramos y si hubiésemos tenido hijos, habrían perpetuado la amistad. Precisamente por eso debo decírtelo, estás haciendo el ridículo. No te digo que no te diviertas, faltaría más, justamente yo que ya sabes lo que soy capaz de llegar a hacer, pero un poco de discreción no te vendría mal.

—¿Discreción? ¿Y por qué, si puede saberse? ¿Qué hago yo de malo? Veo una comedia que ya he visto, ¿cuál es el problema? ¿Acaso eso autoriza a esas víboras a escupirme su veneno?

—En primer lugar, ves esta comedia dos o tres noches por semana desde que está en cartel, y por lo menos una de cada tres en compañía de esta servidora que, por seguirte, se está volviendo más tonta de lo que ya es. En segundo lugar, son mayoría las noches que no vuelves a casa. No lo niegues, porque el marido de Luisa Cassini te vio en Santa Lucia en dos ocasiones, cuando iba a trabajar a las ocho de la mañana, y tú volvías a tu casa.

Estiró la mano, cogió la de su amiga y se la estrechó.

—Sin broma, Emma, me tienes preocupada. Tú siempre has sido la fuerte. Un ejemplo que seguir. Tienes un marido importante, enamorado. De acuerdo, es mayor que tú, ¿y? ¿No lo sabías acaso cuando aceptaste casarte con él? Nadie te dice que no tengas tus…, tus distracciones, ¡pero con discreción! Y haz el favor de volver a casa. No destruyas una posición que mucha gente te envidia.

En la oscuridad del palco, los ojos de Emma Serra di Arpaja estaban rebosantes de lágrimas.

—No lo entiendes, Marisa. Es demasiado tarde para volverme atrás. Demasiado tarde.

La orquesta atacó y se abrió el telón dando paso a la escena.