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En el trayecto desde las entrañas del barrio de Sanità a la jefatura, caminando veloz detrás de la delgada figura inclinada del comisario, Maione miraba distraídamente a su alrededor. Conocía bien la hostilidad de la que era capaz la buena gente de buen corazón de la ciudad, con qué rapidez la complaciente benevolencia, compuesta de sonrisas y reverencias sombrero en mano, se transformaba en violencia de manos furtivas dispuestas a lanzar piedras recuperadas del adoquinado contra los polizontes.

Protegía a Ricciardi, a un metro de distancia, sin acercarse demasiado como para resultar entrometido, ni alejarse en exceso como para no tener tiempo de cubrirlo con su propio cuerpo robusto.

Normalmente, mientras caminaba, solía observar su nuca descubierta, los mechones de pelo revueltos; reflexionaba sobre su absurda costumbre de no llevar sombrero, mostrando así su desprecio por el respeto ajeno, su indiferencia al prójimo. En la ciudad se llamaba «hombres sin sombrero» a los pobres, a los que carecían de nombre o familia, ésos que por las noches se amontonaban en los zaguanes y durante el día se dedicaban a vaciar carteras.

No dejaba de comprobar con sorpresa que Ricciardi no suscitaba jamás, ni siquiera en quien lo mirase sin conocerlo, mofa o conmiseración; más bien temor, un sentimiento a medio camino entre el disgusto y el miedo, que el sargento no habría sabido definir. Era un hombre sencillo que no reconocía los matices, sólo los intuía vagamente. Apreciaba al comisario, le habría gustado verlo más tranquilo, aunque le habría costado imaginarlo feliz.

Mientras caminaban en el aire fresco proveniente del bosque de Capodimonte y se alejaban de un nuevo cadáver, el sargento Raffaele Maione no conseguía quitarse de la cabeza a Filomena Russo, la mujer que a partir de aquella mañana luciría dos perfiles distintos.

Pensaba en la puerta entreabierta, en el extraño silencio de la placita de vico del Fico, en las miradas crueles de la gente que se había agolpado frente al bajo, en el insulto lanzado a espaldas de la pobre mujer. Volvía a ver la gota de sangre que caía en la oscuridad, y en el suelo, la media huella manchada de sangre, a la mujer apoyada en él con decoro y dignidad, sin miedo, durante el trayecto al hospital.

Y el horrible tajo en la carne, profundo, limpio, asestado sin titubeos ni vergüenza, sin conciencia ni remordimientos. Y a sentir el leve perfume de jazmín que le había quedado en la chaqueta del uniforme junto con la mancha de sangre, parecido al que comenzaba a percibirse en el aire, y que en poco tiempo inundaría las calles, triunfando definitivamente sobre el invierno.

Lo que más le costaba al sargento Raffaele Maione era quitarse de la cabeza la belleza perfecta del perfil sano que había atisbado en la oscuridad de la habitación y aquella mirada serena dirigida al vacío.

En el despacho de Ricciardi de la jefatura, las sombras comenzaban a ganarle terreno a la luz de la tarde. Maione volvió a sentarse tras accionar el interruptor de la bombilla desnuda que colgaba del techo. La pantalla se había roto un año antes y nunca la habían sustituido.

—Y eso que he dicho cien veces, comisario, que le colocaran la pantalla. Les importa un pito, ésa es la verdad. Como que hay Dios que hoy voy y los lleno de bofetones.

—No te molestes, déjalo. Total, no la necesito, utilizo la lámpara del escritorio. Sigamos, no perdamos tiempo.

Abierta, entre ambos, estaba la caja metálica hallada debajo del sofá. Esparcidos sobre el escritorio un montón de títulos de crédito, letras de cambio, cartas con promesas de pago. Los encontraron ordenados por fecha de vencimiento, unidos con cintas atadas con primorosos lazos. Cada documento llevaba un pedacito de papel en el que constaba el importe original y, si las había, las renovaciones.

Con la punta de la lengua asomada entre los labios y la frente fruncida por el esfuerzo, en una hoja Maione iba anotando columnas de números al tiempo que realizaba diligentes operaciones aritméticas.

—Vaya con la santa, ¿eh, comisario? Una que ayuda al prójimo al tres por ciento mensual. Una santa en toda regla. Una mártir, para ser más exacto.

—No es para tomárselo a broma, con todos estos… clientes, cualquiera pudo haberla matado. Serán unos treinta. Me pregunto por qué no tocaron el dinero.

Los dos se volvieron hacia los fajos de billetes, apilados en la otra mesa. Una buena cantidad de dinero, que nadie esperaría encontrar en el tugurio de un barrio popular, en manos de una mujer vieja e ignorante. Sobre todo, nadie esperaría encontrarlos en el lugar de un crimen tan feroz, abandonados por el asesino. Maione se encogió de hombros.

—A lo mejor no se dio cuenta, a lo mejor no vio la caja por culpa del miedo y la confusión. Incluso la rabia. Mató a la Calise y huyó.

—No. Ya lo has visto, las letras y el dinero están manchados de sangre. Hurgó en la caja con las manos sucias; después la tiró debajo del sofá. ¿Buscaba algo? ¿Encontró lo que buscaba? Y si se llevó lo que buscaba, ¿cómo haremos para dar con él? No ha dejado nada que nos conduzca a él. Tengo la impresión de que ninguno de los clientes que hay aquí —y con la mano delgada indicó el montoncito de documentos— es nuestro futbolista. Seamos escrupulosos, sigamos revisando y terminemos de censar a los fíeles de la santa.

Compadecido por el prolongado esfuerzo en el ejercicio de las matemáticas, a última hora de la tarde Ricciardi mandó a su casa a Maione, aquejado de un dolor de cabeza por exposición a los cálculos; ya se encargaría él de terminar la lista de los acogotados, favorecidos por la inmerecida fortuna de la muerte prematura de su protectora.

Cuando se encontró al aire libre, el sargento inspiró hondo. El aire había cambiado definitivamente. Notó un vacío en el estómago y cayó en la cuenta de que se había saltado la comida. Pero pensó en el perfil de Filomena Russo y en su herida.

La cena podía esperar un poco más; enfiló en dirección al hospital dei Pellegrini.

Ricciardi salió de la jefatura dos horas más tarde, cuando los seres diurnos habían desaparecido y los nocturnos habían tomado posesión de la calle ancha que debía recorrer para regresar a su casa. Iba con la cabeza inclinada, las manos en los bolsillos; llevaba en los puños algunas manchas de tinta, indicio de los largos atestados que había que rellenar cuando se producía un homicidio.

Caminando bajo las miradas que lo seguían desde la sombra de los portones o la entrada de los callejones, hizo caso omiso de los intercambios que se interrumpían un instante cuando él pasaba con sus andares leves, y de las mujeres con los senos al aire que, al verlo venir, se refugiaban en la oscuridad de las travesías para ofrecerse enseguida a quien sentía la primavera latir en la sangre o, simplemente, la soledad en el pecho.

Ricciardi avanzaba con la cabeza gacha, la mente ocupada con el nuevo misterio, el sufrimiento, el dolor que pedía tregua. Repasaba paso a paso, bajo la luz ondulante de las farolas que colgaban en el centro de la calle, el rastro de sangre de la alfombra, el miserable bulto de trapos, el cuello roto. Aquélla figura cérea que, con la mitad sana de la cabeza destrozada, seguía repitiendo un antiguo refrán.

Pero también imaginaba la desesperación que la perversa actividad oculta de la víctima debía haber causado a decenas de familias. La usura es vil, pensaba Ricciardi, uno de los delitos más tristes, porque toma la confianza y la vuelve en contra de quien la entrega. Y chupa el trabajo, las esperanzas, las expectativas: chupa el futuro y se lo lleva.

Sonrió mirando el asfalto. Qué ironía, la vieja tenía dos oficios, con uno daba esperanzas, con el otro las quitaba. Con uno había vivido, por el otro había muerto. Sin diferenciarse demasiado de la humanidad misteriosa y sórdida que lo rodeaba en la negrura de los antros de via Toledo, Carmela Calise había logrado encontrar la manera de vivir explotando la confianza ajena.

Los dos oficios no eran muy distintos. La cartomántica y la usurera chupaban confianza y esperanzas, secando el alma. Pero la pregunta era la de siempre: ¿tenía o no tenía derecho a vivir? Ricciardi sabía la respuesta. Y no tenía dudas.

Maione entró en la sala de mujeres del hospital con un ligero jadeo tras haber subido corriendo las escaleras. Como de costumbre, pese a que era tarde, la enorme habitación de techo altísimo estaba llena de gente: niños que lloraban, familias enteras que vociferaban alrededor de las camas sin preocuparse por el descanso de los enfermos. Ni señales de los médicos o las enfermeras.

El sargento miraba a su alrededor en busca de Filomena Russo al tiempo que se secaba la frente con el sombrero echado hacia atrás. La encontró casi de inmediato porque estaba sola, compuesta, de negro, con la misma ropa de la mañana. Maione se acordaba de que, al verla por primera vez, aquel vestido sencillo estaba empapado de sangre. Y volvió a oír la gota que caía en la oscuridad.

Se aproximó recorriendo el pasillo entre las dos filas de camas, consciente de que a su paso las conversaciones cesarían y las miradas se volverían hostiles.

—Buenas noches, señora. ¿Cómo se siente?

Filomena se volvió muy despacio, como había hecho por la mañana, más hacia el sonido de la voz que hacia la persona. Llevaba el lado derecho de la cara cubierto por un vendaje en cuyo centro destacaba una línea roja de sangre: el costurón.

Sus negros cabellos estaban cubiertos por una costra de sangre y sudor, el vestido sucio; sus rasgos delataban cansancio y dolor. Sin embargo, incluso en esas condiciones, era con diferencia la mujer más hermosa que Maione había visto jamás.

—Sargento, debo darle las gracias. De todo corazón.

La voz. Maione recordó que el doctor Modo había hablado con admiración del tono de la voz de Filomena. Él, por su parte, pensó que así debía de ser la voz de los ángeles: profunda, dulce, vibrante como el sonido que permanece en el aire cuando una campana ha dejado de tañir. En un santiamén, el policía sintió que flotaba e iba del hospital hasta la orilla del mar.

Tras un largo instante, salió del ensimismamiento. Con tal de no tener que responder a la mirada de aquel único ojo del color de la noche, dijo:

—Venga, señora. Venga conmigo, que la acompaño a su casa.