Ricciardi observaba, algo apartado, el baile que tenía lugar después de un homicidio. El escenario variaba, pero la compañía que se hacía cargo de la representación siempre era más o menos la misma, el forense, un fotógrafo, un par de agentes, Maione, él mismo; cada uno de ellos tenía una partitura y una coreografía propias, y se cuidaba de no invadir el territorio del otro cuando cumplía con su trabajo. Hablaban, comentaban, reían incluso, un trabajo como cualquier otro.
En la puerta, detrás del agente encargado de aislar la escena del crimen, un puñado de ojos morbosos buscaba detalles que exagerar luego en los cotilleos que difundirían por el barrio y que, durante días, animarían las charlas de vecinos, amigos y familiares. La misma historia. Siempre.
Ricciardi separaba los delitos de factura evidente de los de factura oculta. Los primeros presentaban todos los elementos en la primera escena, la del impacto: él, pistola en mano, caído sobre el cuerpo de ella, las caras destrozadas por los disparos a quemarropa. El hombre despanzurrado en el suelo y, en el tercer piso, el otro que despotrica contra él y le dice que se levante para recibir su merecido. El pendenciero tumbado en el suelo, con el cuchillo que asoma por la chaqueta cual mango de paraguas bajo el brazo, y el otro, sujetado por cuatro transeúntes, sigue lanzándole invectivas cargadas de odio. Factura evidente. No hay duda, no queda más que hacer algo de limpieza y después redactar una montaña de atestados.
Factura oculta: el tenor que aparece degollado en su camerino y muchos con un motivo válido para quererlo muerto. La puta con el vientre abierto por un cuchillo desaparecido, en un cuarto por el que pasan decenas de personas al día. El ricachón asesinado entre la multitud de un barrio en fiestas y nadie ha visto nada.
Una pobre vieja inofensiva, pensó el comisario, «una santa», querida por todos, asesinada brutalmente a patadas y bastonazos; tenía la desagradable sensación de que no iba a ser tan fácil resolver ese crimen, dilucidar su factura.
Maione le llamó la atención; estaba agachado cerca de la alfombra, procurando no mover ni tocar nada. Debido a su mole, en esa postura recordaba a un Buda de alabastro, curiosamente vestido con uniforme de policía.
—Fíjese en esto, comisario, pisaron la sangre. Hay huellas de pisadas.
Ricciardi se acercó y observó atentamente. En efecto, se veían por lo menos las huellas de dos pisadas. Una ancha y pesada, la otra más leve. Una tercera, más atrás, amplia, alargada. Señalando esta última, Maione añadió:
—Éste es el pie en el que se apoyó el cabrón que la atacó a puntapiés. Patinó en la sangre dos veces, fíjese —aclaró, señalando otro punto en el charco de sangre negra—. Pero aquí y aquí, en cambio, es como si alguien se hubiese acercado de puntillas. Y ni la portera ni su hija tenían los zapatos sucios; yo mismo lo comprobé. Pero ¿qué habrá hecho, ponerse a bailar?
—Quizá se trate de momentos distintos —reflexionó Ricciardi—. Pudo ser alguien que llegara después, cuando la víctima ya había muerto.
—Vaya trajín… ¿qué es esto, la estación central? ¿Y cuándo habrá ocurrido, si anoche la vieron retirarse a descansar y esta mañana a las nueve y media la encontraron muerta?
Del dormitorio les llegó la voz de Cesarano, el otro agente:
—¡Comisario, sargento, vengan!
El policía estaba de pie, cerca de la cómoda, con un cuaderno en la mano. Era un cuaderno escolar, de tapas negras, con el filo de las hojas de color rojo. Ricciardi lo cogió.
—Lo encontré entre las sábanas.
Cada hoja llevaba un número, tal vez una fecha. Una lista de nombres, con un número al lado que parecía la hora. Después de los nombres, con letra temblorosa, grande e inclinada, unas palabras con faltas de ortografía. Ricciardi leyó al azar:
9 Polverino, varón, amante mozuela, poco dinero.
10 Ascione.
11 Imparato, embra, padre muerto, mucho dinero.
12 Del Giudice, embra, marido le pega.
14 La Cava, ombre, deuda por pagar, poco dinero, charcutero.
15 Pollio.
17 S. di A., encuentro hombre de su bida.
18 Cozzolino, embra, novio pobre, viejo rico la pretende. Pedir mucho.
Ricciardi miró a Maione, esbozando una sonrisa.
—Aquí, el diligente de Cesarano ha encontrado el libro del futuro de los clientes de la santa. Tarifas incluidas. Vayamos al otro cuarto, a ver qué nos dice el forense.
Cuando se acercaron, Modo los miró negando con la cabeza.
—Seguramente murió tras el primer bastonazo. Fijaos en esto: el cráneo destrozado, hay restos de masa encefálica. Te lo confirmaré en el hospital, pero en mi opinión ni siquiera hacía falta que aplicaran tanta fuerza. La osteoporosis le había dejado los huesos finos y frágiles, podía haber muerto incluso de un bofetón bien propinado. ¿Por qué da tanto asco la gente?
Ricciardi no dijo palabra; seguía mirando el bulto, que Modo había enderezado como si se tratara de una marioneta, un pequeño maniquí vestido, una vieja muñeca rota.
Maione observaba la escena ceñudo, como si lo hubiesen ofendido personalmente.
—¿Y después? ¿Qué ocurrió tras ese primer golpe?
—Siguieron otros, al menos tres, en la cabeza, con el mismo objeto contundente, tal vez un bastón de paseo, un paraguas, no sé. Y luego, ya lo has visto, la fueron pateando por toda la habitación. Tiene varias costillas fracturadas, quizá la columna rota, no lo sé, tengo que comprobarlo. Hubo ensañamiento. No sé cuántos serían, debo averiguar si las marcas que tiene en el cuerpo son homogéneas, tengo que llevármela al hospital. Te contestaré mañana por la tarde.
—Me contestarás mañana por la mañana, sé que eres un as.
—¡No podré tener los resultados para mañana por la mañana! —protestó el forense—. ¡Que no soy un superhombre! Necesito dormir un poco, y para conseguirlo después de un día como el de hoy, tendré que emborracharme. Son cosas que requieren su tiempo.
—Protesta, anda, protesta, total, después acabas cumpliendo. Sabes de sobra que las primeras veinticuatro horas son las más importantes.
—Si vuelvo a nacer me hago policía, así yo también podré tomarla con los forenses… Anda, vete, haré lo que pueda. Pide que me la manden para el hospital, dentro de un par de horas iré yo también y ya veremos.
El doctor Modo se marchó sin dejar de rezongar ni un momento y sin despedirse de nadie; Maione se tocó la visera del sombrero, los agentes se cuadraron. Ricciardi lo obsequió con su sonrisa cansada y no dijo palabra. Se volvió hacia la imagen con el cuello roto, que le dijo: «El Padre Eterno no es mercader que paga los sábados». Y al decírselo, hizo un leve gesto que no había notado antes, como un movimiento del brazo para apartar algo.
Ricciardi se volvió hacia el cadáver y calculó su posición antes de que el doctor Modo lo moviese e incluso antes de que empezaran a patearlo. Fue entonces cuando reparó en el borde de la alfombra, el más alejado de la mesa y más próximo al viejo sofá destartalado.
Se agachó y escrutó el suelo, debajo del sofá había una caja de galletas. Estiró la mano y con cuidado la arrastró hacia él: la tapa estaba entreabierta y en ella se leía: «Le Marie». Maione se acercó a Ricciardi y éste lo miró fugazmente a los ojos. Sirviéndose de un pañuelo, abrió del todo la caja. Estaba llena a rebosar.
De dinero y letras de cambio embadurnadas de sangre coagulada.