Ricciardi y la muchacha miraban a la vieja. No su cadáver, que era un bulto abandonado y sucio, como la alfombra sobre la que yacía. Miraban su imagen, de pie en el rincón en sombras, nítida con los colores de la última pasión.
El comisario no se sorprendió, se había dado cuenta de que la muchacha también la veía.
Era paradójico, Ricciardi no temía a los muertos sino al Asunto y a quien lo llevaba consigo. Incluido él mismo.
Observó a la muchacha, agachada en el suelo, se movía rítmicamente, hacia adelante y hacia atrás, lamentándose. Miraba con atención, como si estuviese contemplando algo. La frente arrugada, ella distraída. Miraba a la muerte, no a un muerto. Y lloraba, tal vez a causa del dolor o del espanto.
Ricciardi se centró en la imagen de la mujer. Una como tantas otras, de las que encuentras en el mercado, cargadas de años y achaques. Llevaba un vestido de algodón estampado, el mismo en verano e invierno, y un chal manchado. Menuda, las manos deformadas por la artritis, encorvadísima. Las piernas hinchadas, surcadas de varices, amoratadas.
El comisario tuvo claro enseguida que el asesino la había destrozado. Roja furia, no frío cálculo. Pasión ciega y obtusa. La inclinación del cuello no era natural, las vértebras rotas; la depresión del cráneo, en el lado derecho el ojo machacado, el pómulo hundido, la oreja hecha jirones. Una serie de golpes, tal vez bastonazos.
El otro lado también parecía hundido. Ricciardi miró de pasada el bulto de trapos y encontró la confirmación que buscaba: estaba tendido sobre el lado derecho. El asesino se había ensañado con el cadáver, tal vez lo había pateado. De ese modo se explicaba también la extensión de la mancha de sangre en el suelo, un reguero de casi un metro de largo. Un delantero centro, pensó. Un hábil futbolista.
Se concentró, ignorando el lamento de la muchacha y el runrún que provenía del otro lado de la puerta. El ojo intacto tenía una expresión casi dulce, enternecida, probablemente una catarata, un velo azul, transparente. Inclinó apenas la cabeza para oír mejor.
No sintió la sorpresa que casi siempre acompañaba la muerte imprevista. No sintió el odio bestial, la rabia ciega, la cólera de la privación. No sintió el desgarro de la separación. Pero sintió la melancolía. Una ternura casi obscena, una pizca de orgullo. El triste y ronco susurro de la vieja garganta rota: «El Padre Eterno no es mercader que paga los sábados».
Los dos se quedaron allí un momento; formaban una extraña familia unida por la muerte y el dolor. La muchacha con su cantilena y la expresión ceñuda, un hilo de baba colgándole de la comisura de la boca. El hombre, pálido como la cera, de pie a unos pasos de la puerta del comedor, las manos en los bolsillos del sobretodo desabrochado, la cabeza levemente inclinada, el mechón de pelo cubriendo la frente descubierta. El fantasma de la vieja con el cuello roto miraba con singular emoción la muerte consumada y repetía con un leve suspiro un antiguo refrán en dialecto napolitano.
Quien rompió el negro encantamiento del tiempo detenido y atrancó la puerta del infierno fue el moscardón obstinado que, tras el extremo y definitivo choque contra el cristal del balcón, se convirtió en el segundo cadáver de la habitación.