Peldaño tras peldaño, el hedor acre de la orina y los excrementos se fue mezclando con el tufo picante del ajo, la cebolla y el sudor.
Mucho antes de conocer la existencia del Asunto, Ricciardi se había dado cuenta de su otra desgracia: los condenados olores, que en ocasiones lo aturdían y en ocasiones lo distraían, le desordenaban los pensamientos como hacía el viento con su mechón rebelde que él apartaba de la frente fruncida. Notaba que unos ojos desconocidos lo observaban desde los oscuros rincones de las escaleras irregulares. Más que verlos los intuía, y percibía su hostil curiosidad. A su espalda, los pesados pasos de Maione, seguro y protector; Ricciardi consideraba al sargento como un cuaderno viviente en el que quedaban grabadas las imágenes y las palabras que encontrarían en el curso de la investigación. Bastaba con que hojeara su memoria para hallar sensaciones, voces, expresiones.
Al llegar a la segunda planta, delante de una puerta entreabierta vieron a una mujer enorme, con el pelo grasiento recogido en un moño sobre la nuca, la cara enrojecida, las manos entrelazadas debajo del pecho con tanta fuerza que los nudillos estaban blancos; parecía acostumbrada a plantar cara a las emergencias, pero no a una como la que acababa de ocurrirle. Fue Maione el primero en hablar.
—¿Cómo se llama?
—Nunzia Petrone, soy la portera del edificio. La encontré yo.
Ni orgullo, ni incomodidad ni temor. Una simple declaración.
Desde el interior la luz del día cortaba como una cuchilla la oscuridad del rellano y a Ricciardi le llegó con nitidez el mismo lamento que momentos antes había oído en la calle.
—¿Quién está ahí dentro?
—Mi hija Antonietta. Es subnormal.
Dicho así, como si con eso lo explicara todo. Maione miró fijamente a Ricciardi que, sin responder a la mirada, asintió. A su espalda, sin hacer ruido, se había congregado el grupito de curiosos de siempre. Los cuellos se estiraban, los ojos recorrían veloces como el rayo la escena en busca de detalles que referir, convenientemente exagerados en caso necesario. El estrechamiento de las escaleras frenaba la afluencia.
—¡Cesarano! —aulló Maione—. ¡Te he dicho que no dejaras subir a nadie!
Desde la calle llegó el eco de la respuesta del agente.
—¡Y no ha subido nadie, sargento!
—Es gente que vive aquí —terció la portera.
—Aquí no hay nada que ver, vuelvan a sus casas.
Nadie se movió; los de la primera fila apartaron la vista con aire inocente.
—Muy bien, entendido; Camarda, apunta los nombres de estos señores, así sabremos a quién hay que citar en jefatura para que nos cuenten lo que saben.
No terminó de pronunciar la fórmula mágica y el gentío ya se había esfumado. Se oyó el estruendo de los portazos y el rellano quedó nuevamente despejado a excepción de Nunzia, la portera.
—Comisario, ¿hago salir a la hija de la señora? —le preguntó Maione a Ricciardi.
El viejo procedimiento consolidado: Ricciardi entra sólo para la primera inspección y revive la escena del crimen. Después entra Maione, que lo revisa todo con ojo de policía; las primeras observaciones, la posición del muerto, las ventanas y las puertas. Se busca a los testigos y se los interroga. Por último, se llama al juez, se ve si se puede limpiar toda la porquería, se vuelve a jefatura y se inicia la cacería.
—No, no hace falta. Voy yo.
La vida está llena de sorpresas, pensó Maione. Dijo «Sí, comisario» y dejó pasar a su superior.
Ricciardi cerró la puerta tras de sí. Un pequeño recibidor, un perchero con sombrerera y una banqueta: madera maciza, un mueble que uno no espera encontrar en un pequeño apartamento del barrio de Sanità. El lamento provenía de la única puerta por la que se filtraba la luz. Dos pasos más allá, un comedor.
Un sofá y un sillón, raso azul con orlas doradas, los cojines de los asientos gastados; en los respaldos, unas telas bordadas cubrían el sitio donde apoyaban las cabezas. Una mesa redonda, tres sillas, una de ellas medio rota, una alfombra. En la punta más alejada a la vista de quien entraba descubrió un agujero en la trama. La angustia perenne, dolor puro. Olor a ajo y a orina: una casa de viejos. La luz que entraba por el balcón abierto de par en par era cegadora; enfrente no había edificios. Una ráfaga de aire limpio movió la cortina sin disipar los olores. Lástima, pensó Ricciardi.
El regusto dulzón, la muerte pedía sitio.
Un moscardón golpeaba, obstinado, contra el cristal.
Un paso más y vio lo que el sillón le había ocultado hasta ese momento. Agachada en el suelo, detrás del sillón, casi invisible, una muchacha se mecía, emitiendo su canto de una sola nota. Un metro más allá, tal vez dos, escapando apenas a la luz que entraba por el balcón, y cerca de la cuarta silla tumbada, un bulto de trapos en un charco oscuro y casi seco que se extendía entre el suelo de baldosas blancas y negras y la alfombra. La muchacha no miraba el bulto, miraba hacia el rincón opuesto del cuarto.
Ricciardi también miró en esa dirección. Y vio.