A medida que el viento del sur ganaba fuerza, a media mañana comenzó a percibirse un perfume difuso, más que un perfume una especie de regusto, un aroma. Olía a flores de almendro y melocotonero, a hierba fresca, a espuma de mar en la rompiente lejana.
Nadie pareció darse cuenta todavía, pero hubo quien se sorprendió con el cuello de la blusa desabotonado, los puños desabrochados o el sombrero echado sobre la nuca. Y quien sintió una leve alegría, como cuando se espera algo bueno y no se sabe qué es, o como cuando le ha ocurrido algo bonito, por insignificante que sea, a alguien: estamos contentos y no sabríamos precisar por qué.
Era la primavera que bailaba de puntillas, giraba ligera, aún joven, alegre, todavía ajena a lo que traería, pero con unas ganas enormes de sembrar un poco de desorden en las cosas. Sin segundas intenciones, por el puro gusto de mezclar las cartas.
Y la sangre de la gente.
Ricciardi levantó la cabeza del escritorio para volver a aferrarse a la realidad. El homicidio del tenor del San Carlo, que había investigado un mes antes, le había dejado una herencia de varios litros de tinta consumidos sobre varias hectáreas de papel amarillo y blanco, por triplicado, que contenían las mismas cosas repetidas hasta la saciedad; sospechaba que alguien, en alguna de las habitaciones del piso de arriba o en Roma, lo controlaba para ver si lo pillaban en una contradicción, como en la escuela.
Echó un vistazo al reloj de pulsera y comprobó que, sin que se diera cuenta, habían dado las diez y media.
Tras una breve reflexión, advirtió que a la cadencia monótona de su mañana le faltaba algo y que por eso no había notado el paso del tiempo: Maione. El sargento y el horrible sucedáneo de café con el que se presentaba ante él todas las mañanas a las nueve marcaban el comienzo de la jornada. ¿Dónde se habría metido Maione?
No alcanzó a concluir aquel pensamiento cuando oyó dos golpecitos apresurados en la puerta.
—¡Pase!
El hueco de la puerta se llenó con la figura del sargento que, jadeante y con una inequívoca mancha de sangre en la hombrera de la chaqueta, amagó un saludo militar.
—Eh, Maione, bienvenido. ¿Dónde te has metido esta mañana? ¿Y esa mancha qué es? ¿Te has hecho daño?
Ricciardi se levantó de un salto, haciendo rodar la pluma sobre el impreso que tenía delante. Su expresión delataba preocupación y Maione sintió una pizca de orgullosa ternura; no era habitual captar una emoción en los ojos de su superior, a él le constaba.
—No, no, comisario. Le he echado una mano a una mujer que…, que se había hecho daño, la he acompañado al hospital. Disculpe el retraso, lo siento, se ha quedado usted sin su taza de sucedáneo.
—No te preocupes, no hay novedad. Todo en orden, la ciudad se ha mantenido tranquila, incluso sin tu presencia, como quiere el Duce.
—Ahora mismo pido que se lo preparen, así aprovecho para limpiarme un poco. Con su permiso.
En cuanto el sargento se marchó, Ricciardi se dispuso a seguir escribiendo; pero el destino quiso que el impreso, al menos por ese día, quedara incompleto. Poco después se asomó a la puerta el guardia de la entrada para informar al comisario que en el barrio de Sanità había un muerto.
La brigada móvil de la Real Jefatura de Policía de Nápoles tenía poco de móvil. Ricciardi siempre había apreciado la ironía del nombre, asociado a la ausencia crónica de vehículos que pesaba sobre la unidad.
A decir verdad, la jefatura contaba con dos automóviles: un viejo Fiat 501 modelo 1919 y un flamante 509 A modelo 1927. En los cuatro años de servicio, él, personalmente, apenas los había visto en un par de ocasiones. El primero se encontraba perpetuamente en el taller; el segundo, con su correspondiente chófer, estaban destinados a la tarea de capital importancia de llevar de compras a la esposa y a la hija del jefe de policía.
Por tanto, cuando ocurría algo en un barrio alejado, como en esa ocasión, la brigada se convertía en móvil porque se desplazaba sobre los propios pies calzados con las botas reglamentarias.
Ricciardi se encontraba entre los que defendían la importancia de la tempestividad. Sabía bien el número y la calidad de los daños que podían causar en la escena de un crimen uno o más curiosos, impulsados por el deseo de ser testigos, de tener algo horrible que contar. Huellas de zapatos, objetos movidos, ventanas cerradas si estaban abiertas o abiertas si estaban cerradas, puertas abiertas de par en par.
Por eso el comisario detestaba llegar el último al lugar donde se había cometido el delito. El hecho de tener que abrirse paso entre la muchedumbre, verse asaltado por preguntas inútiles, dar explicaciones a los familiares que gritaban desesperados, eran cosas que se multiplicaban en un barrio popular y él, que vivía al margen, sabía que Sanità era el barrio popular por excelencia. Mientras subía por via Toledo al frente de su brigada, seguido de cerca por Maione, que avanzaba fatigosamente, y los dos agentes que cerraban la pequeña procesión, pensaba que cada minuto que pasaba era un minuto perdido y apuraba el paso recorriendo el mismo trayecto que hacía por la noche, cuando regresaba del trabajo. Pero en esta ocasión no lo esperaban la cena y la ventana iluminada de enfrente.
Al llegar a la placita encima de Materdei, se dio cuenta de que no haría falta preguntar nada a nadie, fue suficiente con que siguieran a los muchachos excitados, que corrían en la misma dirección. El espectáculo no debía de variar mucho en la jungla, donde las hienas y los buitres de los que hablaba Salgari se guiaban por el olor de la sangre. La multitud se agolpaba a la entrada de un edificio. Maione y los dos agentes se desplegaron en cuña delante de Ricciardi para abrirle paso, aunque hubiera bastado con que dieran unas cuantas voces para que la gente se apartara espontáneamente, impulsada por el deseo de no entrar en contacto, ni siquiera por descuido, con los policías.
Al llegar al portón, los hombres se detuvieron y se hizo un silencio. Ricciardi miró a su alrededor para comprobar si alguien tenía algo que decir o algún dato que aportar. Silencio. Hombres, mujeres y niños, todos mudos. Nadie apartaba la mirada, nadie cuchicheaba. Las cabezas descubiertas, los sombreros en la mano; en los ojos había estupor, curiosidad, asombro, incluso ironía, pero ni pizca de temor.
Ricciardi reconoció a su antiguo enemigo, el orden constituido del barrio, alternativo al que él mismo representaba. Aquélla gente no reconocía su autoridad: no obstaculizaría su trabajo, pero tampoco lo ayudaría. Sencillamente no lo quería allí, cuanto antes se marchara, tanto mejor. Así cada cual podía volver a dedicarse a sus asuntos o a llorar a sus muertos.
De lo alto les llegó un lamento prolongado; parecía una mujer. Ricciardi habló, sin apartar la vista de las personas en primera fila:
—Maione, ordena a los agentes que esperen en el portón y acompáñame. Si alguien tiene algo que decir, trata de que dejen el nombre. Los veremos en la jefatura.
Sus palabras cayeron en saco roto. Un viejo arrastró los pies, produciendo un leve crujido. Un niño balbuceó en brazos de su madre. En el centro de la placita unas palomas levantaron el vuelo.
Ricciardi dio media vuelta, entró en el zaguán y empezó a subir las escaleras.