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Maione cruzó la puerta del bajo, sosteniendo a la mujer y cubriéndole el rostro desfigurado con su pañuelo ya empapado en sangre. En un instante se formó la muchedumbre habitual en los barrios populares, la convocada por todos los acontecimientos, afortunados o desgraciados; en el primer caso, se percibía la envidia, en el segundo, muchísimo más frecuente, la sensación de haberse librado de un peligro y una fría conmiseración.

Sin embargo, en esta ocasión Maione leyó en los ojos de las mujeres reunidas en la placita un punto de hostilidad más enconado que la terrible herida que palpaba a través del pañuelo. Era evidente que la mujer a la que había sacado de la oscuridad no era querida. El sargento echó un vistazo a su alrededor.

—¡Te lo tienes merecido, puta! —oyó susurrar a su espalda. Se volvió, pero habría sido incapaz de saber qué labios crueles habían pronunciado aquellas palabras. La mujer lo miraba todo con ojos pasmados, como si se hubiese quedado ciega.

—¿Cómo se llama? —le preguntó Maione, pero ella no contestó.

—Se llama Filomena —contestó por ella la vieja que había dado la voz de alarma con sus gritos.

—¿Filomena y qué más? —insistió Maione, mirándola con dureza. La hostilidad y la falta de colaboración eran palpables.

—Filomena Russo, creo.

De haber tenido tiempo, Maione habría sonreído amargamente; en un lugar donde todos saben hasta el número de pelos de los culos ajenos, aquel «creo» sonaba ridículo como una trompeta de Piedigrotta.

—¿Hay aquí alguna amiga de la señora? ¿Alguien que la quiera acompañar al hospital?

Silencio. Las mujeres más próximas dieron incluso un paso atrás. Con expresión disgustada, Maione se alejó a paso ligero en dirección de la piazza Carità, hacia el hospital dei Pellegrini, no sin antes haber grabado en la memoria alguna cara, la puerta entreabierta, la media huella manchada de sangre.

Delante del hospital ya esperaba el grupo de enfermos imaginarios, los que todas las mañanas intentaban colarse apelando a la piedad de los médicos, enfermeros y empleados del hospital con tal de conseguir un lugar abrigado, y tal vez algo de comer antes de regresar a la calle. Rodeando con el brazo los hombros de Filomena y sujetando el pañuelo sobre su cara, Maione se abrió paso con decisión hacia la entrada principal. Fuera, el mercado de la Pignasecca bullía de vida y los gritos de los vendedores que se disputaban las ventas surcaban el aire.

El sargento había echado su abrigo sobre los hombros de la mujer; durante el trayecto, ella no había pronunciado una sola palabra ni se había quejado. En un par de ocasiones dio un respingo, cuando el suelo irregular había hecho que Maione presionara con más fuerza la mano con la que cubría su rostro. El dolor debía de ser atroz. El sargento se preguntaba quién habría sido capaz de hacerle algo tan horrendo a una mujer tan hermosa; y por qué la odiaban sus vecinas, precisamente en un barrio donde la solidaridad y el apoyo eran habituales.

La herida estaba en el lado de la cara que Maione tapaba, de manera que entre los vendedores ambulantes del mercado hubo quien rió por lo bajo al reconocerlo; fijaos, fijaos, el sargento con la comadre. Él no hizo caso, empezaba a preocuparle toda la sangre que había perdido la mujer. Al entrar en el vestíbulo del hospital le preguntó al guarda:

—¿El doctor Modo está de servicio?

—Sí, sargento, dentro de una hora termina su turno, esta noche ha estado de guardia.

—Llámelo inmediatamente. Deprisa.

El doctor Bruno Modo era cirujano y médico forense. Se había formado como oficial en el norte de Italia, pero creía que las peores cosas las había visto después, observando lo que la gente era capaz de hacerse sin la justificación de la guerra. Suponiendo que la guerra tuviera justificación, pensaba con amargura. Se asombraba de no haberse vuelto un cínico, de sentir todavía en carne propia el dolor de las heridas, el derramamiento de la sangre de los pobres desgraciados que trataba a lo largo del día. El doctor Modo no había conseguido formar una familia; había que tener mucho valor para traer un hijo a este mundo. Mujeres no le faltaban, las encontraba en algunos lugares de la ciudad hambrienta, pagaba y regresaba a su casa satisfecho.

Observaba su época manteniendo las distancias, sin poder soportar el nuevo poder propenso a la violencia. No aceptaba que se pudiese hacer el mal en nombre del bien; lo manifestaba claramente y eso lo había aislado, privándolo de una vida social y de la carrera que habría merecido. Pero tenía el aprecio de la gente con la que trabajaba y Ricciardi, por ejemplo, no habría aceptado ocuparse de un crimen sin que las hábiles manos del doctor Modo hubiesen estudiado las heridas.

Por ello Maione fue a buscarlo y el médico, a pesar de haber pasado la noche entera suturando cabezas rotas en una riña de borrachos, olvidó de buen grado el cansancio.

—Sargento, ¿qué lo trae por aquí tan temprano? ¿No viene con usted su jefe?

—No, doctor, he venido solo. Iba a incorporarme a mi turno y fíjese con lo que me encontré…, con esto que ve usted.

Modo ya le había destapado la cara a Filomena, exponiéndola a la luz. Sin un solo lamento, ella había alzado dócilmente la cabeza del hombro del policía.

—Madre del alma… pero ¿quién ha podido hacer algo así? ¡Qué pena! Está bien, Maione. Me la llevo para dentro y veré qué puedo hacer. Gracias.

—Gracias a usted, doctor. Le pido un favor, no deje que la señora se vaya. Quiero averiguar quién lo ha hecho. Volveré más tarde.

A ninguno de los dos hombres le pasó inadvertido el destello en los ojos de Filomena. ¿Qué sería? Miedo, rabia. Pero también una sombra de orgullo.