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La luz era débil incluso con la puerta abierta. Silencio, apenas un chirrido de goznes y alguna ventana dejaba pasar el aire fresco. La hoja del cuchillo soltó un destello que nadie vio. No hubo un solo lamento.

Doña Vincenza bajaba muy temprano al callejón. Le molestaba quedarse con el orinal lleno hasta tarde, además, le gustaba estirar las piernas. El invierno parecía no acabar nunca, todavía había que dejar las ventanas cerradas para recuperarse de la humedad de la noche que se calaba hasta los huesos; hacía meses que andaba encorvada, pareciendo más vieja de lo que era. El borrachuzo de su marido esperaba oír la campana de la iglesia para despertarse; por suerte, tocaba con tanta fuerza y tan cerca que se levantaba de la cama de un salto y comenzaba el día con una blasfemia.

Salió por el portoncito, ciñéndose el chal a la cabeza. Con el orinal en la mano pasó delante del bajo cerrado de Rachele y pensó en la pobrecilla, que había muerto un año antes dejando una hija tan pequeña. Mejor ella que yo, eso sí. Avanzó unos cuantos metros en dirección a la alcantarilla que tapaba el pozo negro; se dio cuenta de que la puerta del bajo de la puta estaba entornada; qué raro, doña Vincenza sabía que el primero en salir era el muchacho para ir a casa de su pariente, maestro albañil, con quien aprendía el oficio. Después salía la puta, a arruinarle la vida a alguna familia de bien en la tienda de Toledo.

La mujer no pudo resistir la curiosidad y se acercó a la rendija. Apoyó la mano en la jamba y la puerta se abrió. Miró dentro, y cuando recobró el aliento se puso a gritar.

El sargento Maione caminaba deprisa. No se le había hecho tarde, al contrario, llegaría antes de la hora; le gustaba ir con tranquilidad, preparar el sucedáneo del café, organizar las guardias, asignar las tareas del día al personal. Pero caminaba deprisa, porque no era de los que se entretienen y porque era pesado e iba cuesta abajo.

No le quedaba mucho trecho. Desde la piazza Concordia recorría un largo callejón, via Conte di Mola, y ya se encontraba en Toledo, a un minuto de la jefatura y de su nueva jornada, en la que ya estaba inmerso con el pensamiento. El murmullo era el de la ciudad al despertar, algún postigo que se abre chirriando, una mujer que canta, un niño pequeño que llora. Y los olores, de polvo, de excrementos, de comida del día anterior, de caballos.

El grito partió el aire que respiraba, haciendo añicos todos sus pensamientos y recuerdos; Maione tenía buen oído, ése era un grito de terror, no acompañaba una riña, tampoco expresaba desesperación. El sonido le vibró en las orejas; a los balcones todavía no se había asomado ningún curioso, y Maione ya había echado a correr en dirección al lugar de donde provenía, apretando los puños. Un policía es un policía. Jamás se le ocurría decir Rafee, tú a lo tuyo.

Era una voz femenina, venía de vico del Fico. Llegó al lugar antes que nadie y se encontró con una anciana, la cabeza envuelta en el chal y la mano en la boca, un orinal hecho añicos en medio de un reguero de orina, la puerta de un bajo entreabierta. Con los ojos siguió la mirada de la mujer, tratando de registrar el mayor número de detalles posible: puerta abierta desde dentro, el pestillo sin echar; silencio dentro, ni un solo movimiento. Media huella, tal vez de un zapato de hombre, entre el suelo y la calle, negra. Negra, ¿por qué negra? Enseguida entendió por qué.

—No se mueva, quédese aquí, señora. ¿Ha visto salir a alguien?

Doña Vincenza, que seguía trastornada, negó con la cabeza. En la primera planta se abrió un postigo, golpeando con fuerza contra la pared, y se asomó un anciano.

—Vincenza, ¿qué ha pasado? ¿Te has vuelto loca para ponerte a gritar así tan temprano por la mañana? ¿Quién es…?

Maione levantó la mano con brusquedad y al verlo el hombre se calló. De hecho, fue tan diligente que cerró de golpe los postigos sin quitar los dedos, a continuación se oyó un grito ahogado y la ventana se cerró definitivamente. El sargento captó un destello de satisfacción en los ojos de la vieja. Debía de ser su marido.

Se acercó al umbral, esperó un momento hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Empezó a distinguir los contornos: una cama, un altillo, un armario, una mesa. Dos sillas. Una vacía, la otra no. Silencio. Un ruido, más bien una gota, lenta. Dio un paso al frente, distinguió el perfil de quien ocupaba la silla. Una mujer erguida, inmóvil, vuelta hacia la pared. Algo en la postura hizo que se le erizara el vello de la espalda. Preguntó absurdamente: «¿Se puede?».

La cara se volvió despacio hacia él, entrando en el débil rayo de luz que se colaba por la puerta entreabierta. Maione vio un cuello blanco, largo, unos cuantos mechones negros como la noche. Sienes, oreja, frente, una nariz perfecta. Un ojo, tranquilo y fijo, largas pestañas al final del párpado inmóvil. Incluso en penumbra, al ritmo inquietante de la gota que caía, Maione se dio cuenta de que se encontraba ante una belleza fuera de lo común. Bajo la luz de la mañana el perfil se transformó en la visión completa de un rostro. Maione se quedó estupefacto. La mujer concluyó el movimiento y el sargento vio lo que minutos antes había visto doña Vincenza.

Un grueso tajo de la sien a la barbilla desfiguraba la parte derecha de la cara de Filomena. De la herida cayó otra gota al suelo manchado de sangre.

Junto con la respiración contenida largo rato a Maione se le escapó un lamento.

Teresa se había levantado temprano; conservaba esa costumbre de cuando vivía en el campo, antes de colocarse de criada en la ciudad. Muchas veces había pensado en ir a ver a su padre y a sus numerosos hermanos, que vivían hacinados en aquel inmenso cuarto, frío en invierno y caluroso en verano, que seguía poblando sus pesadillas; pero se imponían siempre la pereza y el miedo sutil de que algo o alguien la retuviese en el pueblo y la obligara a ser otra vez pobre y desgraciada.

Para tranquilizar la conciencia enviaba a su familia algo de dinero a través de un campesino que iba semanalmente a la ciudad a servirles la verdura. También mandaba recuerdos para todos y que les dijera que estaba bien. Entretanto, se aferraba con dientes y uñas a su puesto en el bonito palacete de via Santa Lucia, junto al mar, en medio de elegantes carruajes, hermosos trajes e incluso automóviles, que veía pasar desde el balcón.

Era un buen puesto. No había niños ni ancianos, muchas de las quince habitaciones de la gran mansión estaban siempre cerradas y ella misma, que debería haberlas limpiado, no entraba en ellas más de dos veces al año. Además, a Teresa le gustaba vivir la vida de los señores, mirándolos. Se preguntaba cómo podían sentirse desgraciados siendo como eran propietarios de todos esos bienes. Sin embargo era evidente, incluso a ojos de una ingenua como ella, que sus patrones vivían rodeados de sufrimiento.

La señora era mucho más joven que el profesor. Era tal su hermosura que a Teresa se le antojaba que, por las joyas, los trajes y los zapatos que poseía, era la mismísima Virgen del Arco, y como la Virgen tenía siempre una expresión de dolor en la cara, los ojos tristes, perdidos en el vacío. Teresa se acordaba de una mujer del pueblo a la que se le había muerto un hijo por unas fiebres; a ella también se le habían quedado los ojos como los de su señora.

El profesor no estaba nunca, y cuando estaba en casa no decía palabra y leía. Teresa ni se atrevía a mirarlo, le imponía respeto con aquella blanca cabellera, alto, siempre elegante con sus cuellos duros que ella almidonaba, los gemelos de oro, los chanclos, el monóculo con su cadena de oro. Nunca lo había oído hablar con su mujer, parecían dos extraños; en cierta ocasión cuando ella entró en el salón verde a servir el café, le pareció que estaban discutiendo, pero vete a saber, a lo mejor era la radio. Comían juntos, él leía y ella miraba el vacío. Algunas veces, por la mañana temprano, había visto regresar a la señora tras haber pasado la noche fuera de casa.

Aquélla mañana estaba preparando la colada. Era temprano, a lo lejos los pescadores ponían las barcas en seco, llamándose a gritos. Debían de ser las seis, quizá más temprano. De repente se presentó ante ella el profesor; nunca lo había visto así, despeinado, el cuello desabrochado, la barba le sombreaba las mejillas siempre perfectamente afeitadas. La mirada trastornada, el monóculo pendía del bolsillo como un colgante roto. Debería haber estado en su alcoba, durmiendo, nunca se despertaba antes de las ocho.

Se le acercó, la agarró con fuerza del brazo.

—Mi esposa. Mi esposa. ¿Ha regresado mi esposa?

Ella negó con la cabeza, pero el hombre no la soltó.

—Escúchame, presta atención, te llamas Teresa, ¿no? Bien, Teresa, mi esposa regresará dentro de nada. No dirás una sola palabra, ¿entendido? Debes callar. Yo volví a casa anoche y tú ya no me viste. ¿Entendido? ¡Tú, muda!

Ella asintió con la cabeza. Habría hecho lo que fuera con tal de que aquel hombre que le parecía un demonio le soltara el brazo. Un pescador se puso a cantar, y desde lejos llegó el murmullo del mar tranquilo de la mañana.

Mirándola fijamente, el hombre la soltó y salió del lavadero sin darle la espalda. A Teresa los latidos del corazón le martilleaban en las orejas. El profesor había desaparecido, tal vez lo había soñado, tal vez nunca lo había visto. Recorrida por un fuerte estremecimiento, bajó la vista.

En el suelo vio la huella dejada por el zapato del profesor: era negra, como de barro. O de sangre.