El escenario, el polvo, las luces. Eso quiero sentir, eso quiero respirar. De niño era pobre, tenía hambre y frío; pero sabía que iban a aplaudirme, que iba a asombrarlos, a conmoverlos. Siempre fui apuesto, siempre supe contar historias, encantar con las palabras. Como yo ninguno, mi madre siempre me lo dijo.
Cuánto tuvo que bregar mi madre para que nunca me faltara el entusiasmo, el valor de intentarlo. Canté y bailé en fiestas y bodas; entre ignorantes que no apreciaban lo que veían. La magia de las palabras, la magia de los gestos, mi pasión. La voz es un instrumento. Sé que soy apuesto. Siempre lo he sido. Mi madre fue la primera en decírmelo, y después me lo confirmaron.
Y la belleza fue mi perdición, mi límite. Gusto a las mujeres, y los hombres se reconcomen de celos. La vida es un teatro, me dice mi madre; a su manera, ella también interpreta. «Hijo mío —me dice—, si supieras la de veces que he fingido, ni te lo imaginas. Y todas las veces me aplaudo yo sola cuando veo el dinero que me embolso. Haz como yo. El dinero, ése es el aplauso».
Eso dice mi madre, pero yo no pienso igual. En mi opinión, si eres bueno, todos deben aplaudirte; no puede ser que un único animal presuntuoso se interponga entre tú y el éxito que mereces. Así que haré lo posible por comprarme una compañía, y si hace falta, un teatro entero.
Y entonces ya veremos.
Concetta Iodice estaba asomada al ventanuco que daba al callejón. Era tarde, Tonino debería haber regresado hacía más de una hora, la pizzería ya había cerrado hacía rato. La había mandado para casa y le había dicho que él iba a un recado. Nunca hubiera puesto en tela de juicio una orden de su marido, pero estaba intranquila y preocupada.
Por su carácter alegre, el pizzero era predecible. Cuando algo no funcionaba, Concetta y Assunta, su vieja suegra, se daban cuenta de inmediato y se entendían con sólo mirarse; hacía unos días que oían esa nota disonante. Sabían que el negocio no marchaba según lo esperado, y que la deuda contraída para abrir el restaurante era importante; quizá fueran ésas las angustias del hombre. Tonino ya no cantaba al afeitarse, subía despacio las escaleras, arrastrando los pies, saludaba distraído, y el día anterior había abofeteado al hijo mayor, que lo había llamado a gritos. Nunca había ocurrido algo así.
Assunta se acercó a Concetta, que seguía en la ventana.
—Los niños duermen. ¿Y él no aparece?
Sin volverse, la mujer hizo una mueca y levantó la cabeza al mismo tiempo. Pasaban los minutos y la ansiedad le oprimía el pecho cada vez más. La suegra le puso la mano en el hombro, ella se la estrechó despacio. El amor compartido, el miedo compartido.
Cuando lo vio girar la esquina notó que el alivio le subía por la garganta, pero le duró un instante. Tonino arrastraba los pies, encorvaba los hombros. Parecía un viejo. Corrió a la puerta y le abrió; a su espalda, en las sombras, Assunta se retorcía las manos. Se oyeron los pasos lentos en la escalera, en medio del silencio del viejo palacete a oscuras. El último tramo. Concetta buscó los ojos de Tonino con el deseo y el miedo de ver en su interior.
Pálido, sudado, el pelo pegado a la frente bajo la gorra, Tonino tenía la mirada perdida. Pasó delante de su mujer, le estrechó el brazo despacio. La mujer notó en la muñeca el calor de la mano.
—No me siento bien, quizá tenga fiebre. Me voy a la cama.
Concetta miró el suelo por donde acababa de pasar su marido. Había dejado una huella, como si llevara los zapatos mojados.
Al verlos parecían dos niños como todos los demás. Como los de los Quartieri Spagnoli, como los de las calles cerca del puerto; se movían en bandadas, como pájaros, ruidosos y vivaces, las niñas indiferenciables de los niños, todos igual de sucios y andrajosos; no como esos otros, monótonos, pequeños marineros o balilla que marchaban como soldados por la piazza Plebiscito. Éstos llevaban el pelo cortado a cero a causa de los piojos y los pies descalzos, las plantas cubiertas de unas costras más duras que el cuero, violáceos en invierno por los sabañones, vendados a la buena de Dios con trapos rasgados.
Gaetano y Rituccia se habían criado juntos. Aunque sus cuerpos estuvieran lejos de la adolescencia, él con casi trece y ella doce, bastaba con mirarlos a los ojos para adivinar sus edades. Viejos. Eran viejos por lo que recordaban, por lo que habían visto, por lo que veían.
Guardaban un vago recuerdo de tiempos más felices, cuando todavía vivían el padre de él y la madre de ella, y ellos formaban parte de la bandada de pajaritos que todas las mañanas alzaban el vuelo entre los callejones que eran su hogar. Pero eran tiempos lejanos, cuando hablaban mucho sentados en las escaleras de la iglesia de Santa Maria delle Grazie y, si se presentaba la ocasión, pedían alguna moneda a las viejas que salían apresuradas de la misa de mediodía. Ahora, desde que Gaetano trabajaba de aprendiz de albañil, rara vez conseguían hablar; pero no les hacía falta, eran expertos en comprender si había alguna novedad, por la arruga en el entrecejo de él, por las comisuras de la boca de ella. Se comportaban como esas viejas parejas que se conocen tan bien que logran comunicarse solamente por medio de gestos.
Por la noche, antes de recogerse, se quedaban sentados en el suelo, bajo los pórticos de la galería Umberto Primo, exactamente como ahora. En silencio buscaban el coraje para volver a casa.
Concetta Iodice se quedó mirando a su marido mientras dormía; no conseguía conciliar el sueño, temía que le subiera la fiebre, que se pusiera enfermo sin que ella se diera cuenta. Era algo que siempre la había aterrado; su padre se había ido así, por la noche, mientras su madre, sus hermanos y ella dormían tranquilamente. Por la noche estaba y a la mañana siguiente ya no estaba más; había dejado aquel pobre cascarón consumido, con un ojo entreabierto y el otro cerrado, la lengua negruzca colgando de la boca abierta. Tirado en el suelo, junto a la cama; a lo mejor había buscado ayuda y nadie lo había oído.
Por eso Concetta seguía allí, en la silla, junto a la cama, y contemplaba a Tonino Iodice, titular de la pizzería y restaurante del mismo nombre, mientras dormía su sueño agitado. Daba vueltas, se quejaba, se tapaba, se destapaba. La cara cenicienta, el cabello pegado a la frente sudada, los labios apretados en una mueca. Quizá estaba soñando. Concetta trataba de comprender si articulaba alguna palabra, pero sólo oía lamentos. Suspiró y se levantó, tratando de no hacer ruido. Recogió la chaqueta de Tonino para guardarla en el armario. Sonrió sin darse cuenta, pensando en el desorden habitual de su marido y en las veces que se veía obligada a recoger su ropa desperdigada por la casa. Del bolsillo cayó una hoja de papel. Concetta se agachó para recogerla.
No sabía leer, pero supo que se trataba de una letra con la firma de Tonino. Bien visible, como un sello postal, una enorme huella roja. Volvió la cabeza de golpe hacia su marido dormido y miró horrorizada su mano grande de trabajador honrado, los dedos manchados de sangre coagulada.