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Ricciardi comía y la tata Rosa lo miraba mientras lo hacía. Así todas las noches. A él le hubiera gustado que ella se retirara a descansar, la pobre tenía más de setenta años y estaba en pie desde el amanecer. Ella era siempre fiel a su principio de no irse a la cama sin haberlo visto dejar el plato limpio. Él hubiera preferido con gusto evitar las comidas de siempre. Ella se quejaba de que no podía cocinar otras cosas. A él le hubiera gustado descansar la mente. Ella se pasaba el día cargando las pilas de sus quejas, esperando su regreso para descargarlas en su presencia. Un idilio, pensaba Ricciardi, mientras, por tercera vez en seis días, se comía el plato de pasta con salsa de tomate.

—Una vida ajetreada, muy ajetreada la que lleva usted. Fíjese, sin ir más lejos, ayer se cortó el pelo y ya tiene otra vez el mechón sobre los ojos. Y además, mírese, está tan pálido que parece un fantasma —y Ricciardi hizo una mueca—; ¿es que alguna vez ve el sol? Hoy, por ejemplo, del bosque de Capodimonte viene un perfume que es una delicia, pero ¿acaso ha ido un momento a los jardincillos de delante de la jefatura? No, ¿eh? Lo sabía. ¿Qué ha de hacer una pobre vieja como yo, marcharse de este mundo condenada, sabiendo que lo dejo a cargo de nadie? ¿Es que no quiere buscarse una bonita muchacha y formar una familia, así a mí me lleva a un hogar de ancianos y puedo morirme en paz?

Ricciardi asentía muy serio, levantando de vez en cuando la mirada del plato para demostrar su empatía con las desgracias de su tata, a quien le había tocado la horrible suerte de tener que ocuparse de él. En realidad no había oído una sola palabra, pero habría podido repetir la letanía con total fidelidad, pues la había escuchado miles de veces. Como de costumbre, pensaba en otra cosa y se enfrentaba a la tata Rosa como suele hacerse con la lluvia: se espera que termine, tratando de mojarse lo menos posible. De haberse propuesto replicar, se habría pasado toda la velada intentando convencer a la tata de que su vida era tal y como él quería.

Además, tenía una cita.

Enrica fregaba los platos. Toda la familia se había marchado al gabinete, en la alegre y cotidiana trashumancia que alejaba el ruido y el desorden de su reino, y le permitía mirar a su alrededor satisfecha.

No era hermosa; al verla pasar por via Santa Teresa, cuando iba a misa o a comprar verduras al carrito de la esquina, nadie se habría molestado en echarle una segunda mirada. Alta, de piel morena, llevaba gafas de miope con montura de carey. Había cumplido veinticuatro años y nunca había tenido novio. No era hermosa, cierto, y no iba a la moda, pero tenía cierta gracia en la sonrisa y los movimientos lentos y precisos, en su forma atenta de hacer las tareas con la mano izquierda.

Había estudiado para maestra y por las mañanas daba clases particulares en casa a los chicos cuyas familias se empeñaban en que continuaran en la escuela. Ella, sin levantar la voz ni recurrir a castigos, sabía domesticar a los animalitos más salvajes. Sus padres estaban preocupados y con frecuencia hablaban del hecho de que no tuviera novio, pero ya habían dejado de organizar encuentros con los hijos de sus amigos. Con cortesía y firmeza, la muchacha siempre se había negado a cultivar esas relaciones.

Ricciardi entró en su dormitorio, la redecilla en el pelo, las manos en los bolsillos del batín. La antigua lámpara de aceite de la mesita de noche proyectaba una luz amarilla sobre los escasos muebles: una silla, un pequeño escritorio, un armario de dos puertas. Estaba de pie, junto a la cama, de espaldas a la ventana; notó las manos frías y sudadas dentro de los bolsillos, respiraba agitadamente, los latidos del corazón le martilleaban en las sienes.

Lanzó un profundo suspiro, se volvió y avanzó un par de pasos.

Por el rabillo del ojo, Enrica vio el resplandor de la luz tras los cristales de la ventana al otro lado del estrecho callejón. Cinco metros, no más, los había calculado mil veces. Y, como mucho, aproximadamente un metro más arriba. Una distancia que parecía infinita. No habría cambiado por ninguna otra sensación ese minuto de espera, desde que se encendía la luz hasta que se perfilaba la silueta de él. Era como abrir una ventana y esperar un soplo de aire en la cara, como tener sed y llevarse un vaso a los labios. Aquélla figura a contraluz, los brazos cruzados o caídos a lo largo del cuerpo, tal vez las manos en los bolsillos. Inmóvil. Ni un gesto, ni una llamada, ni un intento por establecer más contacto que el estar allí, todas las noches, a las nueve y media. Ella no habría faltado a la cita por nada del mundo. Y con calma, su calma, terminaba de fregar y secar los platos con gestos suaves, después se sentaba en el sillón al lado del balcón de la cocina, se colocaba sobre el regazo el bastidor con el bordado o el libro que estaba leyendo. Envuelta en aquella mirada, sonreía y esperaba.

Ricciardi la contemplaba mientras bordaba. Y al mirarla le hablaba, le contaba sus angustias y ella lo ayudaba a desenredar la maraña de pensamientos. Era raro, sin duda. A través de los cristales de las dos ventanas, seguía los gestos lentos de los que se había enamorado hacía un año. Sus movimientos, la lectura, el bordado. Ella. Creía no haber visto nada más hermoso en el mundo desde que había nacido: la forma en que la muchacha bordaba. Sin embargo, habría sido incapaz de acercársele; a aquel hombre, impasible ante los delitos más ignominiosos, lo aterrorizaba aquella idea. Meses antes se había encontrado con ella por casualidad, en el carrito de las verduras, y había salido por piernas de forma indecorosa, dejando a su espalda un reguero de brécoles. Ella lo había mirado, la cabeza inclinada de lado, de aquel modo que a él le resultaba tan familiar, había entrecerrado los ojos tras las gafas de montura de carey. Y el hombre sin miedo había huido.

Si supieras, amor mío. Si sólo pudieras imaginar.

A cinco metros de distancia, la muchacha que sabía esperar bordaba, puntada tras puntada; y en el bastidor, además de la sábana de un ajuar optimista, veía dos ojos verdes desconocidos y familiares al mismo tiempo. Pensaba que si dos caminos están destinados a unirse, tarde o temprano se unirán, aunque sea al cabo de muchos kilómetros. Y no sin una pizca de vergüenza recordaba la visita que, dos días antes, tras dejarse convencer por una amiga, había permitido que la arrastrara hasta aquel lugar extraño, que jamás habría imaginado. Recordó las preguntas que había formulado y las respuestas que le habían dado, sin titubeos, como si constaran en un libro escrito en un futuro lejano.

Mientras bordaba y sonreía con la cabeza inclinada hacia un lado, Enrica pensaba en algo que Ricciardi jamás hubiera imaginado.

Pensaba en el caballo de bastos.