En el apartamento no había cortinajes ni velas. Ni una sola concesión al espectáculo, excepto las modestas flores de las paredes empapeladas. Era uno de los primeros detalles que había notado y que la habían sorprendido la primera vez, cuando llegó casi sin aliento a causa de las empinadas escaleras y el olor a rancio. Por lo que había podido ver, era una casa sencilla: una habitación que daba a una cocina minúscula, una puerta cerrada.
Con la rapidez habitual y sorprendente de sus dedos retorcidos, la vieja mezclaba la baraja susurrando unas frases; Emma nunca había entendido lo que decía y no quería saberlo. Tras recitar su fórmula oscura escupió sobre las cartas tres veces. Recordaba con claridad el asco que le había dado la primera vez que la había visto hacerlo. A punto estuvo de levantarse y salir corriendo, pero la fuerza de aquellos gestos le produjo impotencia. Las gotas de saliva desaparecieron enseguida, borradas por las manos diestras y por las propias cartas al deslizarse una sobre la otra. De repente, con los movimientos elegantes propios de un crupier, le tendió la baraja para que cortara. Emma suspiró, le sudaban las manos. La vieja cogió la mitad de la baraja y la depositó sobre el mantel manchado. Con la otra mitad hizo ocho montoncitos que ordenó en forma de cruz, luego la miró fijamente a los ojos. Tras un largo momento en que la mujer sintió, como de costumbre, que se hundía en un mar de petróleo, le indicó a la vieja el montoncito del centro de la cruz. La vieja asintió en silencio. Desde que había llegado no habían dicho una palabra.
Llegó entonces aquel movimiento repentino ante el cual, inevitablemente, la mujer daba un respingo, y a continuación la vieja asestó un puñetazo sobre el montoncito que la mujer había indicado graznando:
—¡Munacie, dame voz!
Las dos palomas que estaban en el balcón levantaron el vuelo, espantadas. En la calle, tres pisos más abajo, el griterío de los niños cesó un instante. El tiempo se detuvo, mientras la mujer asistía una vez más a una magia en la que creía ciegamente, con todo el corazón. La vieja tenía los ojos cerrados y respiraba ruidosamente, los labios apretados, el pelo blanco recogido en un moño, la cabeza encajada entre los hombros, los puños apretados sobre la mesa. Un momento después se relajó, respiró profundamente y levantó la primera carta del montoncito elegido.
El rey de oros.
Filomena Russo salió del bajo, apretando el nudo del pañuelo que llevaba al cuello; sentía frío, ese año el invierno se le hacía eterno. El viento helado la embistió cuando se detuvo a echar el pestillo de la puerta de madera. Puta, vio escrito con tiza. Malditos, pensó. Malditos.
Vico del Fico era un callejón sin salida, un hueco en mitad de una de las cuestas que llevaban a los Quartieri Spagnoli. A la entrada había un nicho con una estatuilla de Nuestra Señora de la Asunción, unas flores por la esperanza de gracias jamás recibidas; después venía una placita, invisible desde la calle: cinco bajos que bullían llenos de vida, sobre los cuales se veían las ventanas altas y oscuras de antiguos edificios semivacíos. La luz del sol brillaba pocas horas al día; el resto del tiempo, la humedad y las sombras eran dueñas y señoras.
Un pequeño pueblo en el corazón de una ciudad, y ella forastera en aquel pueblo.
Avanzaba con la cabeza gacha y el cuello del abrigo subido, tapándole media cara. El pañuelo cubría la otra mitad. El viejo sobretodo de hombre, deformado por el uso, zapatos con suela de cartón; ponía cuidado para evitar los charcos, de lo contrario, tendría los pies mojados todo el día. Y los pies le hacían falta, debían sostenerla durante la larga y fatigosa jornada en la tienda de tejidos de via Toledo. Caminaba deprisa, mirando al suelo, pegada a la pared. Notaba las miradas hostiles que la seguían desde las ventanas. Notaba el odio.
Por suerte esa noche regresaría antes que su hijo, a tiempo para borrar la pintada hecha con tiza y cal; se quitaría con agua. Había ocurrido otras veces, algún infame la había grabado con un cuchillo, y ella tuvo que rascar durante una hora. Gaetano preguntó. No es nada, contestó ella. Nada. No tienen otra cosa que hacer.
Parapetada tras el cuello del abrigo sonrió irónica. Puta ella, que hacía más de dos años que no la acariciaba la mano de un hombre, ella, que rehuía las miradas. Puta ella, que había tenido un solo hombre y que no tendría ningún otro, porque su Gennaro se había muerto y no habría soportado que nadie más la tocara.
En la esquina del callejón, como todas las mañanas, estaba apostado don Luigi Costanzo. Le hubiera gustado evitarlo, pero un día que había cambiado de acera, por la noche había llamado a la puerta del bajo. La había agarrado del brazo, haciéndole daño, y le había susurrado a la cara aterrorizada, no lo vuelvas a hacer nunca más, o vendré a por ti estés donde estés. Gaetano observaba desde la oscuridad, con un grito en los ojos, no en la boca. Ella lo había tranquilizado con la mirada, no temas, hijo mío querido, no te preocupes, que este desgraciado se va enseguida. Don Luigi era joven, pero se comentaba que ya había matado a dos: a un camorrista con una carrera por delante y a un futuro capo del barrio. Casado, dos hijos en dos años, entonces, ¿qué quería de ella? Me has hecho perder la cabeza, tienes que ser mía. ¿Y qué he hecho yo para que perdieras la cabeza, si ni siquiera te he mirado? ¿Si vivo como una esclava y trabajo de la mañana a la noche, para darle de comer a mi hijo, para permitirle que aprenda un oficio, para que viva y tenga un futuro?
Y lo había echado, amenazando con ponerse a gritar, con desenmascararlo, con contárselo a su joven esposa o, algo peor, a su suegro, el verdadero capo del barrio. Se había marchado. Pero antes había sonreído a su hijo, era la sonrisa de un demonio. Vaya, qué muchachito más guapo, había dicho. Carne tierna para un cuchillo. Filomena se pasó toda la noche llorando.
La vieja levantó la segunda carta de la baraja. Siete de espadas. La mano retorcida como una rama de encina secular tembló brevemente, las cejas se juntaron. Emma contuvo la respiración sin parpadear siquiera. Ajo, orina. Los gritos de los niños en la calle. La morfología del destino.
Filomena apuró el paso cuanto le permitieron los zapatos rotos y el empedrado mojado. Trató de evitar al hombre, pero él se desplazó veloz hacia un costado y se le puso delante. Ella se detuvo, con la cabeza gacha, la cara oculta tras el cuello del abrigo. Él emitió un ridículo sonido con la boca, imitando un beso prolongado. Ella se quedó quieta, esperando. Él sacó la mano del bolsillo y se la tendió, ella dio un paso atrás. Después le dijo: «Filomena, es cuestión de tiempo». De tiempo, pensó ella. Y riendo él dijo: «¿Qué haces tan tapada? Parece que te avergüences. ¿Te avergüenzas?». Ella se apartó y enfiló hacia via Toledo a paso rápido. Sí, pensó, me avergüenzo. Filomena Russo se avergonzaba de su peor defecto, de su peor condena. Filomena Russo era la mujer más hermosa de la ciudad.
La vieja levantó la tercera carta: un as de copas. Los labios apretados. Una mosca golpeó contra el cristal de la ventana y sonó como un estallido. Emma se dio cuenta de que se había llevado la mano al cuello, notó de pronto los latidos. Tenía los pies helados. Otra carta, la cuarta: el cinco de espadas. La expresión de la vieja no cambió, pero le temblaba la mano.
Con el tiempo había aprendido qué carta lo representaba a él, al hombre que amaba: el caballo de bastos. Siempre había salido, desde el principio, todas las veces presente junto con las que incitaban a la fuga, al cambio, a la vida. ¿Por qué esta vez, cuando ya se había decidido, no salía?
La vieja levantó la última carta del montoncito, la última posibilidad. No era un caballo ni un rey. Era la sota de oros. Emma descubrió espantada que del ojo de la vieja caía una lágrima.
Filomena esperaba que entrara la primera clienta en la tienda de tejidos donde trabajaba. Se detuvo en la esquina, arrebujada en el sobretodo, con el pañuelo apretado en la cabeza, indiferente al viento. Le hubiera gustado notar en la piel la tibieza de la enorme estufa de la tienda, seguramente ya encendida, pero aún no podía entrar. Sabía que al señor De Rosa, propietario del establecimiento, le preocupaba mucho que su local fuese cómodo desde la apertura, convencido de que las clientas muertas de frío se quedaban así más a gusto eligiendo y, por tanto, comprando.
Pero también sabía que el señor De Rosa, cincuentón y ya abuelo, la amenazaba desde hacía tiempo. «Filomena, te despido, si no te acuestas conmigo ahora mismo, te despido. Pero si accedes, te haré rica, regalos, joyas, me has embrujado, Filomena. Me has enloquecido y ahora tienes que curarme».
Hablar con su mujer no habría servido de nada, sería su palabra contra la de un hombre respetable, apreciado por su seriedad y su amor a la familia. En el mejor de los casos, la habría despedido de malas maneras y ella no podía perder el empleo, no mientras Gaetano siguiera siendo aprendiz; se habría visto en la necesidad de ponerlo a trabajar como peón, y con ese oficio se moriría de hambre el resto de su vida. Y Gaetano estaba antes que nada. Erguida, en la esquina, con toda su belleza oculta bajo el viejo sobretodo, Filomena Russo esperaba, llorando en silencio.