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Odiaba aquel puesto, pero no lograba dejarlo. Mientras esperaba, Emma pensó en ello; lo había intentado en varias ocasiones, pero no lograba dejarlo. Odiaba a aquella panda de niños gritones. Odiaba la escalera estrecha y empinada que conducía al último piso, odiaba la humanidad andrajosa con la que se encontraba: los inquilinos miserables del edificio y los parroquianos con los que se cruzaba y se apartaban para dejarla pasar.

Lo comprendía, ella también se avergonzaba. Nunca había puesto los pies en uno, pero se imaginaba que ocurría lo mismo en los burdeles, donde ser reconocido era arriesgarse a echar por la borda una reputación intachable construida con esfuerzo.

Y además, estaba el hedor. Ajo, comida rancia. Y orina, como regusto. Orina por la calle, en el zaguán, en el apartamento. A veces llevaba flores, pero las recibían con la sospecha de que ocultaba la petición implícita de ahorrar. Las llevaba únicamente para aspirar su aroma y huir del hedor. Claro, la mujer era vieja, y los viejos no se controlan. Ella se sentía feliz de ser joven y tenía la intención de seguir siéndolo el mayor tiempo posible. Y hermosa. Y rica. Y deseada. Además, ahora que había encontrado el amor verdadero, la vida era todavía más bella, y el futuro, radiante. Desde hacía unos años lo decía todo el mundo: el futuro de la nación estaba lleno de luz. ¿Por qué no el suyo? ¿Cuánto más debía pagar por un error cometido por otros y que ella debía purgar?

Precisaba de un último viático, la autorización extrema del destino. Estaba segura de sus sentimientos, pero no podía permitirse otro error. Ya no.

En el apartamento hacía calor. Había salido con el abrigo grueso, el tupido cuello de pieles, la agraciada gorra de piloto con orejeras, renunciando al chófer y al coche. La última vez, en la mirada del hombre había visto conmiseración y fastidio por la larga espera en medio de decenas de granujillas que intentaban subirse al imponente vehículo, como si se tratara de una montaña de hierro. Se desabrochó el abrigo. Le entraron ganas de fumar, pero a la vieja no le gustaba. ¿Dónde estaba? ¿Cuánto más debía seguir esperando para empezar a vivir?

De pie, ante la ventana de su despacho, Ricciardi contemplaba la piazza Municipio. La calle seguía mojada tras el aguacero nocturno, pero el cielo lucía azul y despejado. En la suave brisa flotaba el olor del mar.

Los árboles de los jardines de la plaza estaban bien modelados para ofrecer cobijo a los bancos de hierro forjado. Los cuatro quioscos verdes empezaban a reunir clientes, periódicos y bebidas.

Algún carruaje, cuatro automóviles, un furgón. A lo lejos, más allá de la plaza, se veían las tres chimeneas del buque de vapor inglés que llevaba unos días anclado. Sobre todo destacaba la mole del Macho Angevino.

Pocos vivos. Ningún muerto. Ricciardi se permitió inspirar bien hondo y contuvo el aire. Luego lo expulsó despacio. Se volvió hacia la habitación, dejando la ciudad a sus espaldas; ante él estaba «la celda de Ricciardi», así llamaba el personal a su despacho.

La mujer asistía otra vez al rito con el corazón en la boca, y el latido de siempre en los oídos. Se había repetido un millón de veces que eran tonterías, y un millón y una veces más había vuelto a experimentar aquellas sensaciones hermosas y tremendas. El destino. Veía el destino cobrar forma.

La vieja había sido la única. Al principio, se reía cuando sus amigas muertas de tedio le referían en qué empleaban las tardes sin amor, persiguiendo el sueño de un mañana más vivo; alguna vez llegó incluso a acompañar a una de ellas para encontrarse con representaciones ridículas, brujas de pacotilla con criados que se hacían pasar por fantasmas que hablaban con sus voces lúgubres desde el más allá. El problema radicaba en que el más allá era un compartimento de madera, mal disimulado por una cortina medio abierta.

Y un buen día había conocido a Attilio, después del teatro, había ido sola como de costumbre, y en esa velada mágica tuvo lugar el encuentro casual con la vieja. Se le había acercado, arrastrando los pies, ella la confundió con una mendiga y, haciendo caso omiso de su presencia, se dispuso a seguir su camino. Pero la vieja la había aferrado del brazo y en la penumbra la había mirado fijamente, y entonces ella se había detenido, sorprendida. Después, con esa voz cascada que a partir de entonces escucharía tantas veces con avidez, le había dicho sin medias tintas que era infeliz porque tenía el corazón vacío.

Aquélla frase, el corazón vacío. ¿Cómo podía saber la vieja que era así como se veía cuando pensaba en sí misma, como una mujer con el corazón vacío? Attilio había intervenido con vehemencia, tan vigoroso y apuesto, en el pórtico del teatro y luego bajo la lluvia. Había alejado a la vieja, sin cordialidad alguna, con exagerado resentimiento. Pero antes de irse, la vieja le había susurrado una dirección. Al día siguiente ella había ido. Y desde entonces otras cien veces, para seguir los caminos que le indicaba, para disipar dudas, para superar encrucijadas ante las que le asaltaba la duda. Se le había hecho necesaria hasta para respirar, le pagaba lo poco que pedía, aunque ella le hubiera dado el doble, el triple, cien veces más. Se pagaba la fuerza para vivir.

En esta ocasión también estaba en juego la vida. Esperaba un oráculo definitivo, y en su interior ya conocía la respuesta: en esta ocasión tal vez podría sentirse viva por primera vez, en esta ocasión podría elegir amar. Instintivamente juntó las piernas al pensar en las manos de él, en el leve susurro de las medias y se avergonzó, convencida de que la vieja le leía el pensamiento sin esfuerzo alguno. Pero la vieja estaba sentada a la mesa, a duras penas se mantenía erguida, parecía sufrir; eran los huesos, claro. Le llegó una ráfaga de ajo y orina, parpadeó despacio. Los dedos deformados se acercaron a la baraja grasienta. La mujer contuvo el aliento.