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El sargento Raffaele Maione tomaba su café asomado al balcón, disfrutando del panorama. En realidad, no era café lo que contenía su taza; ni siquiera tenía la seguridad de acordarse de su verdadero sabor. Tampoco se podía llamar balcón a aquella especie de breve antepecho con barandilla que el propietario de la casa del callejón Concordia había construido sin permisos, unos veinte años atrás. Por último, había que tener mucha imaginación para llamar panorama a la red de callejuelas oscuras que, ramificándose hasta perderse de vista, albergaba el hambre y los intercambios miserables.

Pero Maione tenía imaginación y optimismo. Dios sabía que los tenía. Dios también sabía cuánto optimismo había necesitado para superar algunos momentos de su vida.

Mientras la oscuridad cedía a las primeras luces del amanecer, Maione olisqueó el aire de la misma manera que, pocas horas antes, lo habían hecho los perros. Hoy flotaba un perfume diferente. Quizá ya había llegado el momento de que el invierno infinito tocara a su fin. Otra primavera más, la tercera sin Luca.

A veces oía su risa. Una risa hermosa, desbocada y ruidosa, que lo precedía siempre. A saber si no fue justamente su risa lo que lo perdió. Jamás lo sabría. Maione se miró la mano y luego el brazo, era moreno y corpulento, sólido y fuerte, aunque tuviera cincuenta años.

Luca no, él era rubio como su madre, y como ella reía siempre. ¿Como ella? Desde aquel día Maione ya no había vuelto a oír la risa de su Lucia. Claro, la vida seguía su curso, ¿cómo iba a detenerse con otros cinco hijos que criar? Pero no volvió a reír. En las noches de invierno, cuando los hijos dormían y el tiempo se detenía, Luca llegaba alegre, levantaba en brazos a su madre y la hacía dar vueltas como una muñeca, o le tomaba el pelo a él, llamándolo viejo panzón, mientras lucía con orgullo el uniforme nuevo de recluta de la policía.

Aquélla mañana todavía fría, la primavera le llevó al sargento el olor de la sangre de su hijo. Y el recuerdo de cómo el agente Ricciardi, aquel extraño joven con el que nadie quería trabajar, se había encerrado en la taberna, a solas con el cadáver durante cinco minutos interminables. Y apretándole el brazo y mirándolo fijamente, le había transmitido el último mensaje de amor de Luca, usando unas palabras de ternura que no podía conocer. Habían pasado tres años de aquello y Maione todavía se estremecía de emoción y de espanto.

Desde entonces se había convertido en el escudero del comisario. No permitía que nadie hablara mal de él ni ironizara a su costa.

Era también el guardián del método especial de Ricciardi, que exigía una primera y solitaria inspección de la escena del crimen. Maione mantenía a todos a raya mientras el comisario entraba en sintonía con lo ocurrido; y también era confidente de lo poco, muy poco que Ricciardi estaba dispuesto a confiarle. Se trataba de razonamientos en voz alta sobre la investigación en curso, que dejaban traslucir rasgos de la persona que Maione intuía gracias a su simple experiencia. Investigaba cada caso como si se tratara de un problema propio, un dolor propio, una infamia propia que vengar, un agravio sufrido que reparar. No era como los demás, que indagaban movidos por el dinero, la carrera o el poder, había conocido a muchos de ésos. No era como los demás.

Aquélla mañana Maione pensó que Ricciardi no era mucho mayor que su Luca, apenas tenía diez años más. Pero le pareció un viejo de cien años, solo, como un condenado.

Entrecerrando los ojos y pasándose la mano por la mejilla nuevamente hirsuta una hora después de haberse afeitado, Maione pensó de pronto que justo por esa condena el comisario había podido transmitirle las últimas palabras de su hijo. Recorrido por un escalofrío, entró en casa. Era hora de ir a trabajar.