Nadie podía saberlo, pero aquella tarde cayó la última lluvia del invierno. La calle reflejaba la tenue claridad de las farolas colgantes, quietas en el aire sin viento. A esa hora de la tarde la única luz provenía de la barbería. En el interior, un hombre sacaba brillo al latón de un espejo.
Ciro Esposito tenía un férreo orgullo profesional. Había aprendido el oficio de niño, barriendo toneladas de pelos del suelo del local que había pertenecido a su abuelo, y después a su padre, tratado ni más ni menos que como los demás empleados, antes bien con algún que otro bofetón cuando tardaba un segundo de más en tender la navaja o un paño húmedo. Pero le había servido. Ahora, como entonces, su salón contaba con clientes no sólo del barrio de Sanità, sino también de la lejana Capodimonte. Mantenía con ellos una magnífica relación: sabía bien que al barbero se iba no sólo para cortarse el pelo y afeitarse, sino sobre todo para librarse durante un rato del trabajo y la esposa, y en algunos casos, incluso del partido. Había desarrollado esa sensibilidad especial que le permitía conversar guardando silencio y disponer siempre de un comentario sobre los temas preferidos de la gente.
Había llegado a saber todo lo que hacía falta y más de mujeres, dinero y precios, honor y deshonor. Evitaba la política, pues en aquellos tiempos era terreno peligroso. Un vendedor ambulante de fruta se había quejado porque no conseguía aprovisionarse fácilmente de mercancía; cuatro tipos, desconocidos en el barrio, le destrozaron el carrito y lo llamaron «cerdo derrotista». Evitaba también los cotilleos, nunca se podía estar seguro. Lo enorgullecía la convicción de que su salón era una especie de círculo y, precisamente por ello, le preocupaba el hecho de que el episodio sucedido hacía un mes arrojara sombras sobre su honrada actividad.
Un hombre se había quitado la vida en su barbería. Se trataba de un antiguo cliente que ya frecuentaba el salón cuando lo regentaba su padre. Persona jovial, expansiva, se quejaba siempre de su mujer, de sus hijos, del dinero que nunca alcanzaba. Empleado estatal, no recordaba de qué sector, o tal vez nunca lo había sabido. En los últimos tiempos se había vuelto huraño, distraído, ya no hablaba ni se reía de los famosos chistes de Ciro; su mujer lo había abandonado, llevándose a los dos hijos.
Todo ocurrió sin previo aviso; mientras él le pasaba con cuidado la navaja por la patilla izquierda, el hombre lo aferró de la muñeca y de un solo golpe, certero y decidido, se cortó la garganta de oreja a oreja. Por suerte estaban presentes su empleado y dos clientes, de lo contrario le habría resultado imposible convencer a los guardias y al magistrado de que aquello había sido un suicidio. Limpió todo enseguida y al día siguiente, en un esfuerzo porque no se enterase nadie, no abrió la barbería. El muerto vivía en otro vecindario y eso había ayudado. En una ciudad tan supersticiosa era fácil adquirir la reputación equivocada.
En eso pensaba Ciro Esposito aquella última tarde de invierno cuando, concluida la limpieza, se disponía a cerrar los dos pesados postigos de madera que protegían la puerta de su salón. En via Salvator Rosa era el único que terminaba de trabajar tan tarde. Pero el día aún no había tocado a su fin. Un hombre entró en el local, murmurando un saludo.
Ciro lo reconoció, era uno de sus clientes más raros. Delgado, de estatura media, taciturno. Poco más de treinta años, tez oscura y labios finos. Normal y corriente en todo, excepto por los ojos, verdes, vítreos, y por el hecho de que nunca llevaba sombrero, ni en pleno invierno. Lo poco que sabía de él agudizaba la incomodidad que le causaba su presencia; no eran tiempos para contrariar a los clientes, sobre todo a los habituales, pero éste, en particular, no era de trato fácil. Saludaba, se sentaba, cerraba los ojos como si durmiera, erguido en la butaca, como embalsamado.
—Buenas tardes, dottore. ¿Qué hacemos hoy?
—Sólo el pelo, gracias. No muy corto. Algo rápido.
—Sí, señor, enseguida, enseguida estará listo. Póngase cómodo.
El hombre se sentó. Echó un rápido vistazo alrededor y Ciro lo vio sobresaltarse y contener un instante la respiración. ¿Sería una sugestión o había mirado la silla al fondo del salón, la del muerto? El barbero pensó que lo suyo se estaba convirtiendo en una obsesión, pues le parecía que todos los que entraban se percataban de las manchas de sangre que con tanta paciencia había quitado.
Con gesto seco, el cliente se apartó de la frente el mechón de cabellos rebeldes que le caía sobre la nariz fina. Bajo la luz artificial parecía más pálido, como si sufriera del hígado, su tez morena parecía ahora amarillenta. El hombre suspiró y cerró los ojos.
—¿Se encuentra bien, dottore? ¿Le traigo un vaso de agua?
—No, no. Por favor, dese prisa.
Ciro empezó a cortar por la nuca, con veloces tijeretazos. No podía saber qué trataba de no ver el otro al cerrar los ojos.
Sentado en el fondo de la sala, ese cliente tan especial veía a un hombre, la cabeza encajada entre los hombros, las manos abandonadas sobre las piernas, un paño negro atado al cuello, la mirada vuelta hacia el espejo de la pared. Apenas por encima del paño un corte enorme, como una sonrisa dibujada por un niño, del que brotaba rítmico un borbotón de sangre. Tras los párpados cerrados, percibió que el cadáver giraba despacio la cabeza hacia él con un ligero crepitar de las vértebras del cuello y un roce húmedo de los bordes de la herida.
«Quiero ver qué dice ahora la muy puta. Ahora que ha dejado a sus hijos sin padre».
El cliente se llevó la mano a la sien. Ciro se sentía más incómodo que nunca, a aquellas horas ya no pasaba nadie y el holgazán de su empleado se había marchado hacía rato. ¿Qué más podía ocurrir? Las tijeras rechinaban cada vez más veloces. El hombre mantenía los ojos cerrados con fuerza, el barbero notó que el sudor le perlaba la frente. Tal vez tuviera fiebre.
—Casi hemos terminado, dottore. Dos minutos más y estará listo.
Desde el fondo de la sala, el muerto repetía su lamento. Fuera, tras la puerta abierta de par en par, la calle callaba y la primavera esperaba. El aire parecía inmóvil.
El hombre sentía el repiqueteo de las tijeras como pinzas enloquecidas de cangrejos, pero estaba decidido a no escuchar.
Con una profunda exhalación, el barbero desató el paño del cuello del cliente.
—Ya está, dottore, listo.
Tras lanzar unas cuantas monedas en la mesita que servía de caja, el hombre salió en busca de aire. Se ahogaba.
La noche húmeda abrazó a Luigi Alfredo Ricciardi, comisario de policía de la brigada móvil perteneciente a la Real Jefatura de Policía de Nápoles. El hombre que veía a los muertos.
Tonino Iodice había regresado a casa, donde lo esperaban su mujer, su madre y sus tres hijos. Había sido un pésimo día. Como todas las noches, se había detenido en el zaguán del antiguo edificio de via Montecalvario para ponerse la máscara, la del padre de familia cansado pero satisfecho, al que le iban bien las cosas. Sabía que no era ésa la verdad, pero lo hacía por el bien de ellos, no quería cargar aquel peso también sobre sus espaldas.
Era tarea suya pasarse la noche con la vista clavada en el techo, escuchando la respiración de su familia, un día más de tranquilidad, a saber hasta cuándo podrían seguir así. Era tarea suya hacer una y otra vez las cuentas, siempre el mismo dinero y siempre los mismos días, esperando el vencimiento de la letra de cambio, buscando las palabras con las que intentaría convencer a la vieja para que le concediera otra prórroga.
Tonino había tenido un carrito de pizzero, y ahora que lo pensaba, no le iba tan mal. Fue una desgracia que entonces no lo entendiera así y decidiera cambiar. Se despertaba a las cinco de la mañana, preparaba la masa y el aceite, ordenaba los trastos en el carrito; si hacía frío, se abrigaba todo lo que podía o se resignaba a recibir la bofetada del sol infame del verano, y se iba a recorrer la ciudad. Siempre el mismo trayecto, las mismas caras, los mismos clientes.
La gente apreciaba a Tonino, cantaba a voz en cuello; bonita voz, se lo decía su madre y se lo decían los clientes. Le tomaba el pelo a las señoras hermosas, se fingía enamorado y ellas se reían y le decían «Anda, Toni, ya está bien, dame esa pizza y vete». Era de esos hombres que llevan el buen humor a todas partes con su carrito, su silbido y su voz, y los policías hacían la vista gorda, pasando por alto si tenía los permisos y la licencia. Al contrario, a veces se acercaban y él les ofrecía la pizza, de gorra, sin pagar. Pasaron los meses y los años, se casó; su hermosa Concettina era alegre y todavía más pobre que él. Mario, Giuseppe y Lucietta llegaron uno detrás del otro, hermosos como su madre, bulliciosos como su padre, y con tanta hambre como los dos juntos. Y lo que ganaba con el carrito empezó a no alcanzar.
Entonces Tonino se convenció de que si no intentaba hacer algo mejor, se morirían de hambre. Nadie lo decía, pero se conformaban con cualquier cosa que pudiesen llevarse a la boca. Los clientes disminuían y con eso de la pizza a ocho días, come hoy y paga la semana entrante, muchos comían y desaparecían.
Llegó entonces a la conclusión de que sólo los ricos comen fuera de casa y que los ricos quieren sentarse a la mesa, escuchar al guardacoches con la mandolina, beber y divertirse. El viejo herrador del callejón San Tommaso se jubilaba y cedía el local. Allí cabían por lo menos dos mesas largas y una pequeña, tal vez dos. Al principio, él se encargaría de hacer las pizzas y Concetta de servir; más adelante, cuando las cosas mejorasen, Mario, el mayor, les echaría una mano.
Tras reunir los ahorros de su madre y pedir a parientes y amigos cuanto se podía pedir, todavía le faltaba un montón de dinero. Vendido el carrito, ya no podía echarse atrás. Un amigo le comentó que en el barrio de Sanità vivía una vieja que prestaba dinero a bajo interés y largo plazo.
Fue a verla y la convenció, se le daba bien convencer a la gente y todavía más si eran ancianas; consiguió el dinero que necesitaba y la pizzería ya llevaba seis meses abierta.
A la inauguración asistieron todos, parientes, amigos y conocidos. La vieja no, le dijo que no le gustaba salir de casa. Fueron todos y comieron, ese día y el siguiente, para desearle suerte, y él no les cobró. Al final, los amigos y los parientes acabaron esfumándose.
Tonino comprendió que la envidia golpea más que los escopetazos, como decían los viejos, y tenían razón. De vez en cuando pasaba alguien y entraba, pero el local no daba a una calle principal, había que conocerlo para encontrarlo, y no lo conocía nadie. Fueron pasando los días y los meses, y Tonino se dio cuenta de que había hecho una tontería: había gastado demasiado dinero en montar el negocio, dinero que no recuperaría jamás. Al cabo de tres meses la vieja le renovó el préstamo por otros dos, aumentando el interés, después le concedió una sola prórroga de un mes y lo echó a gritos de su casa con la advertencia de que era la última oportunidad, debía devolverle el préstamo.
Tonino abrió la puerta de su casa y Lucietta se lanzó en sus brazos y lo cubrió de besos, siempre era la primera en oírlo llegar. Él la estrechó con fuerza y, con la sonrisa estampada en la cara, fue a saludar al resto de la familia. Notó que se le encogía el corazón. Al día siguiente vencía la letra. Y él no tenía ni para pagar la mitad del importe.