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La lluvia acompañaba el silencio de la noche en aquel día de los Difuntos, mientras caía inclemente sobre el patio del hospital dei Pellegrini.

El aire normalmente desgarrado por las voces de los vendedores del mercado vecino estaba inmóvil, expectante. Maione se estremeció bajo la marquesina de la entrada. Le hubiera gustado saber, pero tenía miedo.

Por enésima vez sacó el reloj del bolsillo, lo miró, volvió a guardarlo: llevaban casi seis horas. El comisario Ricciardi llevaba seis horas luchando contra la muerte en el quirófano del doctor Modo.

Yo tengo la culpa, pensó. Sabía que iba a seguir investigando, que no me esperaría, que tenía metido entre ceja y ceja no dejarlo. Lo sabía y lo dejé solo. Si yo hubiese estado con él, esto no habría pasado: no se habría subido al coche de esa mujer, no habría participado en esa fuga absurda y desesperada a Posillipo, no se habría precipitado al vacío.

Se vio llegando con el taxi cuando ya era tarde, y vio las ruedas que seguían girando en el aire, bajo la lluvia torrencial, el coche colgado del precipicio, sostenido apenas por algunos arbustos; se vio sacando el cuerpo de Ricciardi con la ayuda del taxista y el cochero de un carruaje que pasaba por allí; vio a la mujer muerta, con medio cuerpo fuera del parabrisas hecho añicos, la sangre y los sesos fluían del cráneo partido por la mitad y se escurrían con la lluvia.

Se pasó la mano por la cara. La carrera hasta el hospital, la expresión de sorpresa y dolor del doctor Modo. El comienzo de esta pesadilla, de esta espera infinita.

Había mandado a un chico a buscar a su hijo mayor, que ya había regresado del cementerio sin noticias de su padre, y por medio de él había advertido a Lucia y avisado en la jefatura; después le había ordenado a un guardia que fuera a buscar a Rosa y la llevara al hospital.

Regresó a la sala donde esperaba la mujer. Había llegado con una muchacha; Maione recordó que se trataba de una vecina del comisario, a la que habían interrogado una vez. Colombo, Enrica Colombo. Así se había presentado.

Estaba conmocionada, pálida como la cera; sostenía a Rosa, que parecía cincelada en mármol. Sentada, inmóvil, los ojos vidriosos, los labios susurraban una plegaria, el rosario en las manos.

Baronesa, yo sé que usted me oye. Se acuerda, me oía siempre, incluso cuando yo creía que estaba dormida; aunque tuviera los ojos cerrados, sonreía y me contestaba a lo que yo me preguntaba en mis pensamientos, a saber cómo lo hacía.

Si me oye, baronesa, sabrá entonces dónde estamos y a qué hemos venido. Estamos en el hospital, porque dicen que su hijo, el señorito, se está muriendo.

Yo no sé si se está muriendo en serio. No son cosas que yo pueda comprender, que soy una ignorante que ni leer sabe y solo conoce los números. Y tampoco sé si está usted enojada conmigo, baronesa, porque me confió a su hijo y yo no he sabido cuidárselo. Pero quiero que sepa que él es toda mi vida, que si él se va, detrás de él me voy yo también.

Al principio, fue usted quien me dio la responsabilidad, y yo la acepté. Era un niño difícil, y sigue siendo difícil. Es cabezota, todo ha de hacerse como él dice; con treinta y un años cumplidos sigue solo, y ni se le pasa por la cabeza que yo ya estoy vieja y que cuando me vaya se quedará solo. Incluso ahora que ha conocido a esta pobre muchacha que está aquí conmigo, fíjese, se ha empeñado en acompañarme hasta el hospital con lo que está lloviendo, se echó a la calle en cuanto vio a los guardias que vinieron a buscarme, ¿y qué hace él?, ni siquiera ahora se decide a salir para decir que está bien, que está vivo y vivirá cien años.

Baronesa, usted que está en el mundo de la verdad y que puede hablar con los vivos y con los muertos, vaya a buscarlo al lugar donde se encuentra y dígale que vuelva, que no puede morirse, que no está solo; que hay gente que lo quiere y que sin él no podrían seguir viviendo.

Dígaselo, baronesa. Que ni se le ocurra gastarle una broma tan fea a esta pobre vieja. En los treinta años de corajinas que me ha hecho agarrar, jamás le he levantado la mano. Dígale de mi parte que si se atreve a hacerme algo así, le doy una paliza de la que no se olvidará nunca, ni en este ni en el otro mundo.

Dígaselo, baronesa.

Dígale que vuelva a mi lado.

Enrica se había sentado en un rincón, en la penumbra. La sala de espera del hospital era fría y la lluvia golpeaba en el cristal de la entrada, decidida a pasar y envolver en un velo de agua todas las emociones y los padecimientos que allí aguardaban.

Al ver que los dos guardias se acercaban al edificio de Ricciardi puso nombre y color a la angustia que la acompañaba desde la tarde anterior. Algo había pasado. Lo sabía. Vio salir a Rosa, envuelta en su abrigo, con un pañuelo en la cabeza; de lejos y a través de la lluvia comprendió por su palidez que estaba conmocionada y muerta de miedo.

No lo pensó dos veces; no eran momentos para empachos ni para guardar las formas. Apartó a su madre, que le preguntaba adónde iba sola con ese tiempo, y bajó las escaleras corriendo mientras se ponía el abrigo. Rosa la recibió con serena sencillez, cogiéndose de su brazo; está en el hospital, le dijo.

Enrica rezaba mientras oía la lluvia repiquetear en los cristales y esperaba saber si debía abandonar para siempre su sueño.

Se preguntó si rezaba por la vida de Ricciardi o por sí misma, por su vida. Se contestó que eran exactamente lo mismo.

El silencio se vio interrumpido por el rugido del motor de un automóvil que irrumpió en el patio, con un brusco chirrido de frenos. Tras un momento, la puerta se abrió de par en par y entraron la lluvia y Livia, seguidas de un Garzo mojado e insólitamente desaliñado.

—Ah, Maione, ya está usted aquí; he venido en cuanto me he enterado y antes he ido a recoger a la señora Vezzi. ¿Se puede saber qué diablos ha pasado? ¿Qué hacía Ricciardi en el coche de la señora Fago di San Marcello, dama de la caridad de Santa Maria del Soccorso? ¿No les había dicho yo que debían parar esa maldita investigación, mejor dicho, que no había que empezarla siquiera?

Maione se había puesto de pie y miraba a Garzo con una expresión que no prometía nada bueno.

—Dottore, yo no sé qué hacía el comisario, pero puedo asegurarle que si estaba con esa mujer sus motivos tendría, tal como demuestra la forma en que se produjo el accidente.

—¿Y usted qué sabe sobre cómo se produjo el accidente?

Maione abría y cerraba los puños.

—Lo sé porque los vi pasar y los seguí en un taxi. La mujer iba al volante, parecía conmocionada. No sé el motivo.

Garzo agitó la mano intuyendo que no convenía seguir insistiéndole al sargento sobre el tema.

—De acuerdo, ya nos lo contará el propio Ricciardi. ¿Se puede hablar con él?

Maione avanzó hacia Garzo, parecía decidido a agarrarlo por el cuello.

—Entonces no ha entendido nada, dottore, en este momento el comisario está en el quirófano. El doctor Modo le está operando la cabeza, y se encuentra muy grave. Lo último que le importa a él, y a todos aquellos que estamos aquí y lo apreciamos, es saber qué hacía en el coche de la señora como se llame. ¿Me he explicado? Ahora si quiere quedarse aquí, tenga paciencia, siéntese en una silla y quédese calladito. Por una vez acepte mi consejo: quédese calladito.

Había hablado casi en un susurro, pero su voz estalló en la sala como un trueno. Garzo se aflojó todo, miró a su alrededor, pasmado; luego retrocedió hasta una silla, se desplomó en ella y ya no dijo palabra.

Livia se acercó con los ojos arrasados en lágrimas.

—Sargento, ¿qué ha dicho el médico? ¿Se sabe algo de las heridas…? En fin, ¿cómo está Ricciardi?

Maione tendió los brazos con gesto de desaliento.

—No sabemos nada, señora. Yo lo he traído para aquí en un taxi, tenía los ojos cerrados, parecía muerto, le sangraba mucho la cabeza. No hablaba. Tenía el pulso muy débil, casi no se le notaba. Por suerte, el doctor Modo estaba de guardia y, en cuanto lo vio, mandó que lo pusieran en una camilla, lo llevaran al quirófano y él se fue corriendo detrás. Estamos en manos de Dios, y en las del doctor.

Livia se retorcía las manos; parecía desesperada. Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas.

—Pero el doctor… ¿seguro que no convendría llevarlo a otro hospital? Yo puedo arreglar un traslado inmediato a Roma, incluso en aeroplano. Puedo hacer unas llamadas, tengo amistades… Todos se pondrían a mi disposición. Los mejores médicos del país, los personales del Duce. ¿No sería mejor, sargento?

—No, señora, créame —dijo Maione—. No hay nadie mejor que el doctor Modo. El comisario no habría elegido a ningún otro. Además, ahora es tarde, ¿no le parece? Ya lo están operando. Debemos esperar y rezar, los que creen.

Livia inclinó la cabeza y se llevó las manos a la cara. Rosa y Enrica miraban al vacío, inexpresivas.

Maione caminaba de aquí para allá, como un león enjaulado. Pasó una hora. Pasó otra más. Garzo se levantó, se acercó a Livia y, tras decirle alguna frase de circunstancia que la mujer apenas oyó, se marchó.

Enrica observó los cristales sacudidos por la lluvia. Deja que viva, pensó; con eso me conformo. Deja que viva, que respire, camine, llore y ría. Si lo haces, si permites que viva, renuncio a mi sueño de felicidad.

Y nunca más volveré a verlo.

Un trueno lejano anunció que la tormenta tocaba a su fin. Llegó la noche, se encendieron las luces frías del hospital. En el patio, alejado de la vista de todos, un perro de remendada pelambre esperaba echado.

De pronto, sin previo aviso, se abrió la puerta y la silueta exhausta del doctor Modo cruzó el umbral. Todos se levantaron de un salto y escrutaron su expresión cansada. Sonrió, miró a Maione.

—Pasen —dijo—. Duerme, pero pueden verlo.

Livia fue la primera en salir corriendo, ligera como el viento, seguida de Maione, que sostenía a Rosa, emocionadísima.

Enrica murmuró una frase de agradecimiento y se marchó, feliz y desesperada.

Sobre el cristal se deslizó la última lluvia del otoño. Como una lágrima. Como una gota de sangre.

Y una vez más llegó el invierno.