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Ricciardi escuchaba el relato de Carmen como sumido en una pesadilla. Notaba dolorosas punzadas en la cabeza, la fiebre lo devoraba.

Por si eso no bastara, el incesante machaqueo de la voz de Tetté resonaba en su interior, a través del alma, sin pasar por los oídos. «Gracias por las galletas. Te quiero, mamá, eres mi ángel».

Había visto de todo; hijos que mataban a sus madres, hermanos que se mataban entre ellos, esposas que asesinaban a sus maridos mientras dormían. Pero una madre que deja a su hijo abandonado a su propio destino y que después lo envenena, obligándolo a una muerte atroz entre mil tormentos, era algo que jamás habría podido imaginar.

Sin mirar atrás, mientras el automóvil avanzaba a toda velocidad por la cuesta de tierra que llevaba a Posillipo y los neumáticos resbalaban en el barro, siguió viendo cómo se contraía el cuerpo de Tetté a causa de las convulsiones provocadas por la estricnina. Y al mismo tiempo percibía sus palabras de amor. «Te quiero, mamá, eres mi ángel».

Cayó en la cuenta de que la mujer lo llamaba diablo. La ironía estuvo a punto de arrancarle una carcajada, luego pensó que quizá tuviera razón: su percepción, el Asunto, que tal vez le había sido dada por el demonio, era el signo de su condena. Por absurdo que pareciera, pensó en el padre Pierino, y en su fe sencilla hecha de verdades y mentiras. Fíjese, padre: un ángel y un diablo, en el mismo automóvil que avanza enloquecido bajo la lluvia. Adivine usted quién es lo uno y quién lo otro.

La mujer seguía llorando y mascullando sus desvaríos, y Ricciardi comprendió que el destino ya estaba marcado: Carmen no miraba el camino, giraba el volante al azar y pisaba el acelerador a fondo. Perezosamente, como en una nube de vapor, el comisario pensó que por suerte habían llegado a una zona en la que no había nadie, en el camino que ascendía a plomo sobre el mar no había un alma, al menos ningún inocente se vería implicado.

A sus espaldas, con su voz dulce y serena Tetté le dio nuevamente las gracias a su ángel.

El último pensamiento, reflexionó Ricciardi. Mi último pensamiento, para que quizá alguien igual que yo, lo oiga al pasar. Mi último pensamiento, para que sea recordado. El último pensamiento de un muerto, su despedida de la vida que no vivió. Esa es mi pena.

El coche acometió una curva cerrada. La lluvia caía a raudales, la visibilidad habría sido limitada incluso si Carmen no hubiese entrecerrado los ojos por el llanto. Dijo: mi pequeño, mi dulce pequeño; perdóname, perdona a tu mamá.

Después de la curva, en medio de la calzada, impertérrito, un perro esperaba sentado sobre las patas posteriores, quieto como una estatua, los ojos fijos en el automóvil, que, patinando sobre las ruedas que no se agarraban al barro, asomó como una fiera rugiente. El perro no se movió. Carmen gritó el nombre de Tetté y para esquivar al animal giró el volante hacia el parapeto, hacia el mar, hacia el precipicio.

Mientras volaba acompañado de la mujer que lloraba el nombre del hijo que había matado y del fantasma del niño que llamaba ángel a su madre, Ricciardi cerró los ojos y, con todas sus fuerzas, pensó en Enrica para que alguien lo escuchara, para que alguien se lo dijera: amor, amor mío, qué pena.