Llovía otra vez: un trueno había sacudido el aire y un violento chaparrón cayó sobre la calle.
Carmen tenía una forma de conducir nerviosa, a trompicones, no se preocupaba por lo resbaladizo del suelo. Sumida en sus pensamientos, se encontraba lejos de allí.
Ricciardi se preguntó qué la había llevado tan lejos, por qué lo había hecho. Notó de pronto un inmenso cansancio en todo el cuerpo, y tras la breve tregua, la fiebre le volvió a subir con virulencia. El alma del comisario estaba embargada de dolor por la muerte del niño, por su última esperanza, por todo el amor que había sentido por quien lo había matado.
—Gracias por las galletas. Te quiero, mamá, eres mi ángel —murmuró sin pensarlo.
No supo si lo había dicho de veras o si lo imaginó. Carmen dio un brinco, como si acabara de picarle una serpiente, y con cara de miedo miró el asiento posterior; como trastornada clavó la vista en el comisario. El automóvil dio un peligroso bandazo y derribó un carrito que estaba detenido al borde de la calle, pero milagrosamente regresó al centro de la calzada. La mujer no solo no mostró intención de aminorar la marcha sino que aceleró.
Y entre gritos y sollozos empezó a hablar.
De manera que lo sabías. Tú lo sabías. Me di cuenta enseguida, cuando te vi en el funeral; de algún modo intuiste que no había muerto por casualidad. Y ahora estás aquí, conmigo, para oírmelo decir, para llevarme al infierno.
Porque yo lo sé, sé quién eres tú, eres el diablo. Con esos ojos que no parpadean, con esa cara pálida, rodeado de muerte. Yo sé quién eres.
Pero no voy a ir al infierno. ¿Y sabes por qué? Porque ya estoy en el infierno. He vivido y vivo en el infierno. ¿Acaso sabes tú, diablo, lo que supone vivir al lado de un loco? ¿Sabes que antes de encerrarlo, por vergüenza a que la gente se enterara, fingíamos que era normal? Me apagaba los cigarrillos en los brazos; me despertaba en plena noche para golpearme; me esperaba en los rincones, en la oscuridad y se abalanzaba sobre mí. Decía que yo era su enemiga, que yo era un monstruo. Pero el monstruo era él.
Cinco años viví así. ¿Cuánto infierno puedes darme tú, diablo, que sea peor que ese? Y yo aguantaba, yo lo aguantaba todo.
Porque yo fui pobre, ¿lo sabías, diablo? He soportado privaciones, porque mi padre se lo jugó todo, porque mi madre no sabía hacer otra cosa que llorar. Y ahora que tenía lo que siempre había querido, riqueza, bienestar, no iba a permitir que nadie me lo arrebatara.
El niño era mi hijo, sí.
El hijo de un encuentro, el hijo de un amor sin salida, vivido en la oscuridad. Hacíamos el amor mientras el loco gritaba y aporreaba la puerta de su prisión. Hacíamos el amor mientras el resto del mundo pensaba que estábamos buscando una cura, como si la demencia de ese monstruo tuviera cura.
De veras me creía estéril. Lo había intentado por todos los medios posibles cuando el monstruo todavía parecía normal. Nada. Pero con él, con el médico, me quedé embarazada. Tuvo miedo, él tampoco tenía dinero, todo pertenecía a su mujer. Bonita pareja de desesperados, acaudalados con dinero ajeno.
Nos inventamos una cura termal para el loco, lejos, en Toscana: se la prescribió él, Matteo. ¿Sabías, diablo, que se llamaba Matteo? ¿Comprendes ahora por qué mi niño se llamaba así?
Allí di a luz, sola, ayudada por la camarera de un hotel. Como un animal. Como una perra vagabunda.
¿Y qué querías que hiciera luego? Volví a mi vida de siempre, a mi cárcel de oro. Dejé al niño en el campo, a cargo de una familia, gente a la que daba dinero, pero que ni siquiera sabía mi nombre. Al tiempo la mujer murió de tifus y el hombre se dio a la bebida; no podía dejar allí al niño.
Tras buscar di con el padre Antonio, ese repugnante cura ávido de dinero. Le pagaba todos los meses, un dineral; pero al menos podía verlo, y en cierta manera criarlo yo. Me avine a darle clases a los otros bastardos, con tal de estar cerca de él, de mi hijo.
No podía llevarlo conmigo, ¿lo entiendes, diablo? A la familia del monstruo no le habría costado nada atar cabos: al libertino de su hermano, ese cobarde que quiere apoderarse de mi dinero, justo ahora que el monstruo se está muriendo, justo ahora que por fin podré vivir mi vida.
Y justo ahora fue a encontrar las cartas.
Creía haberlas destruido, no me acordaba de que las tenía. Vino a verme, me amenazó. Le di algo, pero no quería darle más. Entonces me siguió y encontró a Tetté.
Me enteré de todo, ¿eh, diablo? Conmigo no tartamudeaba. Pero solo conmigo. Con su mamá. Y lo que no me decía, yo lo entendía igual. Me enteré de lo que esos pequeños bastardos le hacían, de cómo lo vejaban, de cuánto lo hacían padecer. Me enteré de todo: lo del cura, lo del sacristán, lo del cuartito oscuro de los castigos. Lo del perro.
Me había hablado de las hogazas de pan envenenadas en el almacén de comestibles, del miedo a que su perro se las comiera. Y al final me contó también lo de las visitas del libertino, de Edoardo.
Me obsesionaba la idea de perderlo todo. Si se hubiesen enterado de que era hijo mío, un huerfanito abandonado en una parroquia para que se pudriera en el lodo y la miseria, lo habría perdido todo. Me habrían rechazado, puede incluso que hubiese acabado en la cárcel. ¿Qué podía hacer? El niño me hablaba de los interrogatorios a los que el maldito cojo lo sometía, con preguntas cada vez más apremiantes. Era cuestión de tiempo que todo terminara.
Yo esperaba. Esperaba que la muerte del loco me convirtiera por fin en dueña de todo. Me lo habría llevado conmigo, le habría dado lo que nunca había tenido; pero ahora que me habían descubierto, ya no podía esperar.
Me pasé días y días desesperada, sin saber qué hacer. Debía elegir entre conservar el dinero y quedarme sola o volver a la pobreza y la desesperación, con un niño tartamudo por criar, y yo sin oficio ni beneficio.
No conseguía decidirme. Entonces lo eché a suertes.
Le preparé cuatro galletas, dos envenenadas y dos no. Las envolví en un cucurucho de papel y se lo llevé, le encantaba cuando le hacía cosas con mis propias manos. Pensé, si no elige las envenenadas, querrá decir que saldremos adelante y lucharemos, aun a riesgo de quedarnos sin nada. Lucharemos contra el cojo, contra el loco, contra el mundo.
Pero eligió sin dudar las envenenadas. Lo vi comer a gusto, me sonreía, aquí mismo, en este coche. Y me dijo esa frase. La que conocemos solo tú, que eres el diablo, y yo, que soy su madre.
Eso dijo, solo eso.
Antes de morir.