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Al recorrer el sendero, Ricciardi se preguntó qué diferenciaba a la mujer que caminaba a su lado de la de las muñecas cortadas que veía agonizar sobre la tumba de su hijo, a poca distancia.

Las dos solas, las dos desesperadas. Las dos atadas a la vida únicamente por rutinas que, a lo largo del tiempo, parecían cada vez más inútiles. El amor, pensó, te ata a la vida o te expulsa de ella. Sin amor, da lo mismo vivir o morir.

Carmen le había parecido vacía, sin fuerzas; la muerte de Tetté, el recuerdo del amor perdido, su marido enfermo. No hay fortuna, no hay cantidad de dinero capaces de colmar estos vacíos.

Llegaron al coche, que esperaba en el estacionamiento del cementerio. La mujer se acercó a la portezuela del conductor.

—Prefiero no usar al chófer, comisario. Me gusta no tener que depender de nadie más que de mí misma. También a Tetté le gustaba, ¿sabe? Era uno de nuestros juegos, pasear en coche juntos, como si yo fuera su chófer.

Como le ocurría cuando hablaba del niño, los ojos se le llenaron de lágrimas. Ricciardi pensó que esa ausencia podía convertirse en una herencia demasiado pesada de sobrellevar, y que la pobre Carmen tenía que temer más de sí misma que de cualquier chantaje que su cuñado hubiese podido pergeñar. Subió al coche y ocupó el asiento al lado de ella.

Mientras la mujer arrancaba y el rugido del motor invadía el habitáculo, Ricciardi percibió con el rabillo del ojo un movimiento en el asiento posterior, justo detrás de su asiento. Al volverse se quedó boquiabierto, estupefacto por lo que vio.

Maione bajó del tranvía, sosteniendo a Lucia y seguido de sus cinco hijos. El segundo día de noviembre tenían una cita dolorosa: la única en la que se reunían todos los miembros de la familia, los vivos y los muertos.

Esa mañana se vistieron en silencio; ganas de hablar, pocas; de recordar, muchas.

Luca, el primogénito de Lucia y Raffaele, era de esos muchachos que colman la vida de quienes lo rodeaban; rubio y con los ojos azules de su madre, el carácter extrovertido y alegre de su padre, bromista a más no poder, le tomaba el pelo a sus familiares, incluidos sus hermanos pequeños, para los que era un auténtico ídolo. En el barrio era muy querido; su funeral quedó grabado en la memoria de todos los vecinos que asistieron. Fueron muchos los que lo lloraron.

A Maione se le escapó una sonrisa a medida que se acercaba a la entrada del cementerio: el sargento panzón, así lo llamaba Luca. Y él lo perseguía por la casa con un zueco en la mano, si te llego a agarrar, te parto la cabeza y te meto dentro un poco de buena educación; Luca se reía y a continuación se ponía serio y le decía: creceré y llegaré a ser más alto y más fuerte que usted, padre, y entonces, trabajaré de policía.

El sargento recordaba el orgullo que sentía cada vez que su hijo le decía aquello, y cuántas veces se maldijo a sí mismo por haberle dado ese modelo.

Por culpa de ese modelo había encontrado la muerte: una puñalada trapera por la espalda, asestada en el hueco de una escalera por un ladrón cuyo escondite había descubierto. El dolor que sentía ahora, cuando por tercer año iba a visitar su tumba el día de los Difuntos, seguía intacto y destellante como una pieza de plata.

Miró a su mujer que, como de costumbre, notó su mirada y le sonrió. Qué hermosa eres, Lucia, pensó. Y lo cerca que estuve de perderte a ti también. En los largos meses de silencio, el dolor se había enseñoreado de sus vidas, creando un archipiélago de islas inalcanzables. Había estado a punto de huir de su casa, porque en ella ya no podía respirar. Pero como existe el amor y, a la larga, puede salir victorioso en la pugna perenne con el dolor, esa primavera se habían reencontrado, y ahora estaban más unidos que antes, incluso por el recuerdo de Luca y de la constante y aguda ausencia del hijo que ambos sentían.

Como siempre, el recuerdo de Luca llevó a Maione a pensar en Ricciardi, el único que comprendió que encontrar al asesino de su hijo podía ayudar al sargento, y en cómo aquel gesto los acercó creando entre ambos un estrecho vínculo.

Se preguntó cómo estaría su comisario, si habría mantenido la promesa de no seguir con aquella extraña pesquisa sin hacerlo partícipe; buscaba algo intangible en la vida y las desesperaciones de un niño pobre y huérfano. No había entendido y no entendía qué intentaba averiguar Ricciardi, pero lo que más temía era que corriera riesgos inútiles, de esos que él se había acostumbrado a evitarle.

En eso pensaba cuando vio un automóvil potente tomar la curva que salía del cementerio a una velocidad un tanto excesiva. Al volante iba una mujer, tuvo la impresión de haberla visto antes, aunque no recordaba dónde; al lado de ella, cosa increíble, vio a Ricciardi en persona. Levantó la mano para saludar, pero advirtió que el comisario miraba a sus espaldas, al asiento posterior donde no había nadie.

El gesto de saludo quedó a medio camino cuando vio la expresión de absoluto horror de Ricciardi. Duró un instante; el coche se alejó envuelto en una nube de barro y gas.

Maione notó que el corazón le latía enfurecido en el pecho y siguió su corazonada. Le apretó el brazo a Lucia, le dijo en voz baja que ya se reuniría con ella en la tumba de Luca y echó a correr hacia la parada de taxis.

Te he encontrado, pensaba Ricciardi. Por fin te he encontrado.

Por primera vez desde que había tomado conciencia del Asunto, tal como llamaba a su peculiar capacidad de percibir el dolor de los que morían asesinados o se quitaban la vida, no huyó sino que fue en su búsqueda.

Había intentado explicarse la ausencia de Tetté desde todos los lugares posibles donde el niño debería de haber estado; había recorrido las mismas calles que él, se había internado en los mismos callejones oscuros. Y cuando ya había tirado la toalla, cuando había decidido sosegarse y descansar, se lo encontraba delante, en todo el horror de una muerte terrible.

El niño se retorcía presa de atroces convulsiones que lo obligaban a enderezarse y doblarse sin cesar agarrándose el vientre; tenía los párpados vueltos hacia arriba y los ojos en blanco, rechinaba los dientes a causa del sufrimiento atroz que le había provocado el veneno. Sin embargo, de sus labios salía una frase dulcísima: «Gracias por las galletas. Te quiero, mamá, eres mi ángel».

Como ocurría a menudo, el horror más grande residía en el contraste entre las contorsiones del cuerpo en el momento del dolor extremo y el último y delicado pensamiento del niño muerto. Ricciardi no lograba apartar la vista del fantasma de Tetté, de las terribles implicaciones de verlo allí y de la frase que seguía repitiendo.

Se volvió hacia la mujer.

Se volvió hacia la asesina.