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El tranvía que iba al cementerio era el treinta y uno y salía de Porta Capuana.

Ricciardi anduvo media hora hasta la terminal, pero no le molestó, el paseo le sirvió para liberar la mente de las contradicciones e incoherencias de los acontecimientos de los últimos días. Todavía no se sentía bien, la garganta inflamada le dolía mucho y de vez en cuando le daba vértigo y lo asaltaban unas náuseas que lo obligaban a detenerse, pero tenía la mente lúcida.

Para lo que le servía, pensó irónico. Una mente lúcida no sirve para que ciertos hechos resulten comprensibles. Livia, por ejemplo: después de lo ocurrido, a qué conclusiones llegaría. Enrica, con la que todavía no tenía la confianza necesaria para tratar ciertos temas; de hecho nunca se habían hablado, pero para él, ella era tan importante que quería ser sincero desde el principio; ¿cómo se las arreglaría para contarle que la había traicionado incluso antes de haberle declarado lo que sentía por ella?

Hizo un esfuerzo porque sus pensamientos se concentraran en la historia del niño, en Carmen, en el cojo; triste distracción, pero distracción al fin, se dijo.

La desesperación, lo sabía, permite que tomen forma actos ajenos a la naturaleza de las personas. Sersale no le había parecido de carácter violento, el miedo que había leído en sus ojos cuando lo agredieron, lo decía a las claras; pero ese mismo miedo podía convertirse en el motor de un acto irreflexivo, de una reacción a la negativa de permitirle acceder al dinero de la familia; ese era un peligro real para Carmen.

En cuanto a ella, Ricciardi sentía una inmensa compasión por aquella mujer; a pesar de sus grandes riquezas había sido desafortunada; sin hijos, con un marido loco y una familia con la que solo compartía unos intereses conflictivos. Una soledad maligna y metastásica, un destino burlón que le había robado el único afecto que había conseguido.

Pensó en Tetté: una soledad aún más honda, una vida breve, que terminó de forma tan trágica, a saber dónde. Y su cuerpo zarandeado, como había visto hacer a los sepultureros en la escalinata del Tondo di Capodimonte, y cambiado de sitio para que alguien lo encontrase.

El tranvía iba lleno a pesar de que era temprano. Muchos llevaban flores; las mujeres, vestidas de luto, tenían el pelo recogido bajo los pañuelos anudados; los hombres lucían brazaletes negros, corbatas del mismo color, un botón en el ojal, todos ellos signos de luto. Muchos tenían los ojos enrojecidos por el llanto.

El vagón avanzaba traqueteando en los desvíos, envuelto en el aire húmedo de aquella mañana que amenazaba lluvia como las anteriores. En el interior reinaba un silencio insólito para tanta muchedumbre, en aquella ciudad. La muerte era un pasajero más del tranvía: era su día. Por la ventana Ricciardi contemplaba los barrios, las calles, los grupos que llenaban las calles e iban en silencio al mismo sitio que él; el barrio de Vasto, la via Foria, la piazza Carlo Terzo. Un pueblo unido por la ausencia, por el deseo de recordar.

A la entrada del cementerio, el comisario preguntó dónde estaba sepultado Matteo Diotallevi, huésped reciente llegado el viernes anterior; un guardián aburrido consultó un registro y le dijo que el niño había sido acogido en la capilla de la familia Fago di San Marcello, y le indicó dónde estaba ubicada. Le emocionó el gesto de Carmen: no le había dado tiempo a acoger a Tetté en su casa cuando estaba vivo, pero al menos quiso hacerlo después de muerto.

Recorrió el sendero arbolado que lo conduciría a su destino, lanzando miradas fugaces a las capillas y las tumbas que se iban poblando de visitantes. De vez en cuando debía apartar la vista porque junto a los vivos y las estatuas veía a los muertos.

Por ello, siempre que podía, procuraba no ir al cementerio. Eran muchos los que consideraban insoportable la vida tras la pérdida de un ser querido y decidían ponerle fin precisamente en el lugar que albergaba los restos de aquellos a quienes habían amado; y el otoño, la época más triste del año, era su estación.

Ricciardi vio a una vieja de rodillas, rezando en la tumba de su hijo, de cuyas muñecas cortadas manaba un lento flujo de sangre; repetía «Espera un poco, hijo mío, un poco y te besaré otra vez». A corta distancia, casi invisible por el tiempo transcurrido, un hombre de pie, con una pistola en la mano derecha y la frente casi borrada de ese mismo lado, recordaba a su amor perdido: «Te he amado, te amo y te amaré». A los ojos de Ricciardi destilaba desesperación y melancolía.

El Asunto también le regalaba la sensación precisa que tenían algunos de la imposibilidad de sobrevivir a ciertos acontecimientos. Lo contrario del instinto que desembocaba en la mayoría de los delitos: la supervivencia. Ambos le parecieron, como siempre, motivos poco fundados para morir.

Llegó a la capilla; la reconoció por la abundancia de flores frescas distribuidas en el exterior. La puerta estaba abierta y, sentada en el interior, entrevió a Carmen. Ya estaba allí, a pesar de lo temprano que era.

La mujer lo reconoció, le sonrió y se enjugó a toda prisa las lágrimas que surcaban sus mejillas.

—Comisario, gracias por venir. Pase, por favor. Mire, Tetté está aquí, donde estaré yo cuando me vaya. No podía ni pensar que acabara en a saber qué fosa común. No pedí permiso a nadie, lo traje y punto.

—Buenos días, señora. No imaginaba encontrarla tan temprano. Quería hablar con usted y estaba seguro de que hoy vendría.

—¿Adónde habría podido ir en un día como este? —dijo Carmen sonriendo con tristeza—. Verá, comisario, no soy vieja, tengo algo más de treinta años. Pero todos mis afectos están aquí, menos mi marido, al que ya vio en qué estado se encuentra. Acabo de pasar por la tumba de mis padres, Dios los tenga en la gloria, que fallecieron hace mucho tiempo, y ahora estoy con Tetté. Como todas las semanas, también le he llevado flores a mis suegros; aunque si he de serle sincera, nunca me quisieron demasiado, pero lo hago con gusto por mi marido. ¿Quería hablar conmigo? ¿Alguna novedad?

Ricciardi seguía de pie, con las manos hundidas en los bolsillos.

—Ayer vi al señor Sersale, su cuñado. Quería averiguar qué tipo de hombre era, en qué condiciones estaba. Lo encontré justo cuando…, en el momento en que era agredido por tres granujas, que se esfumaron en cuanto yo llegué. Después de eso hablamos. Está metido en una situación francamente difícil, como usted muy bien sabrá.

Carmen miraba ceñuda a Ricciardi.

—Ya se lo dije, comisario. Juego, prostitutas, negocios turbios. En cualquier cosa ilegal o inmoral que piense, él la ha hecho.

Ricciardi asintió.

—Sí, señora, me hago cargo, y lo cierto es que él no lo niega. Es más, me pareció plenamente consciente de su situación, y del hecho de que los únicos recursos que podrían liberarlo de las deudas dependen de usted. Me dijo que había recurrido a su ayuda, pero sin éxito, y que buscó la forma de…, de chantajearla. Y encontró unas cartas.

—¿Cartas? ¿Qué cartas?

—No son asuntos de mi incumbencia, señora, que quede claro, pero creo que le conviene saber con qué cuenta su cuñado, qué armas tiene intención de usar contra usted.

Carmen se quedó de piedra.

—¿Por qué, comisario? ¿Por qué quiere ayudarme?

Ricciardi suspiró.

—Fue buena con el niño, señora. Lo único bueno en su vida. Me parece que debo hacerlo por él, es todo. La mía no es una pesquisa en toda regla, ya lo sabe, de hecho me ocupo en mi tiempo libre, no se trata de trabajo. Pero sepa usted que el recorrido que hice de los últimos días de Tetté me permitió conocerlo mejor, y no tuvo una vida sencilla. Tómelo como un regalo de su parte.

La mujer asintió, pensativa.

—Las cartas. Ahora entiendo por qué no las encontraba, así que las tiene él. ¿Y qué quiere hacer con mis cartas?

Ricciardi se encogió de hombros.

—La siguió, por eso llegó a Tetté. Esperaba obtener alguna prueba de que su…, su amistad con el remitente de las cartas continuaba. Quería saber por Tetté si le había dicho algo, si le había hablado de ese hombre, para poder utilizarlo. Para chantajearla de alguna manera.

La mujer contenía a duras penas la rabia; retorcía en una mano el pañuelo con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.

—Maldito, maldito. Se piensa que todos llevamos en el alma la maldad que él alberga en su corazón. Quería usar al niño para atacarme. ¿Qué podía decirle, el pobre angelito? ¿Qué podía saber él?

Ricciardi esperaba en silencio. Ella continuó.

—Tuve un amor, sí. Lo tuve y no me arrepiento. Mi marido… ya lo vio usted. Está así desde hace años, muchos, demasiados. Y yo soy estéril, no he podido dedicarme a un hijo. Y apareció este hombre, un médico…, durante mucho tiempo confiamos en que mi marido se curara, que se pudiera encontrar la causa de su enfermedad y evitar así que poco a poco acabara encerrado en su mundo poblado de monstruos. Casi sin darnos cuenta fuimos intimando. Nos enamoramos. Casada yo, casado él; infeliz yo, infeliz él. Tuve un amor, sí. Un gran amor. Y por él habría estado dispuesta a renunciar a todo, a la riqueza y el bienestar, pero él no quiso. No tuvo valor de dejar a su mujer, a sus hijos, su trabajo. Es todo.

Ricciardi se encontraba en un aprieto.

—Señora, no tengo ningún derecho a enterarme de estas cosas. No me incumben. Solo quería que usted estuviese al tanto para poder defenderse, nada más.

Carmen se pasó una mano por los ojos.

—Comisario, yo ya no debo defenderme. Se trata de una historia que ocurrió hace mucho tiempo y terminó; muerta y enterrada como mi pobre y dulce Tetté. Y como me ocurrió con Tetté, al que por miedo no adopté y llevé a mi casa cuando debí hacerlo, pesará para siempre sobre mi conciencia. Ocupado como estaba con sus miserias, Edoardo no entendió nada de todo esto. Pero comisario, ¿se encuentra bien? Está muy pálido.

Ricciardi agitó la mano con displicencia.

—Un poco de fiebre, señora. Nada grave. Han sido unos días fatigosos, con este tiempo he pillado un fuerte resfriado, no pasa nada.

La mujer lo miraba preocupada.

—Yo, en su lugar, no le restaría importancia. Tiene usted muy mal aspecto. Lo acompaño, tengo el coche aquí fuera, en la entrada del cementerio. Total después regreso; por desgracia aquí no cambiará nada.

Ricciardi trató de oponerse, pero la señora se mostró inflexible; por otra parte, en el fondo no le disgustaba ahorrarse otro tranvía lleno de gente que regresaba del pesar y el dolor. Una vez cerrada la capilla, fue con Carmen hacia la salida.