Lunes, 2 de noviembre de 1931 – X. Día de los Difuntos
Al amanecer la lluvia se tomó un respiro para transformarse en infinidad de gotas suspendidas en el aire frío; como si hubiese cobrado consciencia del día luctuoso, fue tiñéndolo todo de una tristeza grisácea.
Ricciardi cruzó el portón de la casa de Livia y salió a la calle desierta. Se sentía muy débil, pero creía que ya no tenía fiebre.
Había encontrado su ropa pulcramente doblada en el sillón, junto a la cama, en la que no recordaba haberse metido la noche anterior; estaba todavía un poco húmeda, pero caliente, porque la estufa estaba muy cerca. El hueco que había visto en el colchón, junto a él, y un pelo negro en la almohada confirmaron enseguida a su mente analítica, y al fin lúcida, que lo que recordaba demasiado bien no había sido un sueño, producto de la fiebre.
Se había vestido y había salido con sigilo. Al pasar por delante de la alcoba de Livia vio su silueta tumbada en la penumbra, y sintió vértigo.
Lo embargaba el desconcierto; notaba una profunda culpa hacia Enrica, pues en su fuero íntimo sentía que la había traicionado, y también hacia Livia, por haberla hecho suya sin amarla de verdad.
¿Qué sabrás tú del amor verdadero?, pensó. ¿Lo has probado alguna vez? ¿Acaso has compartido con alguien todos tus pensamientos, deseos y esperanzas? ¿Ese sentimiento que anima a las bocas muertas de quien se ha quitado la vida o se la han quitado por amor, esa emoción que tantas veces has tachado de absurda, acaso alguna vez has experimentado el amor?
Incoherente. Mientras caminaba en aquella extraña suspensión de agua, como nadando bajo la superficie de un mar aéreo, se sentía incoherente. No había tenido fuerzas para apartar a Livia al darse cuenta de que no soñaba que las manos de ella lo recorrían, y que sus bocas estaban unidas.
Livia era más hermosa, si cabía, de lo que aparentaba cuando entraba en una estancia y se convertía en el centro de todas las miradas masculinas. Pese a que intentaba apartar de sí el recuerdo, ahora que conocía las sensaciones que era capaz de dar, era aún más consciente de que Livia tenía cuanto un hombre podía desear en una mujer: era culta, fascinante, rica, apasionada.
¿Por qué tenía la sensación de que había sido débil y que por culpa de esa debilidad había dejado que ocurriera algo por completo equivocado?
Le dio un escalofrío al pensar en Enrica, en las cartas que habían intercambiado, en la relación que fatigosamente, tras mil reflexiones y miedos por su parte, estaba naciendo entre ambos. En cómo estaba creciendo ese joven y frágil amor a despecho de lo que él había considerado siempre: que no podría compartir su condena con ninguna mujer.
¿Qué haría ahora? ¿Cómo iba a contárselo a ella, si hasta el momento apenas habían intercambiado tímidos saludos? Y con la propia Livia, ¿cómo debía comportarse? ¿Cómo haría para fingir que no se acordaba de lo ocurrido?
En la esquina de la via Toledo, en medio de la calzada desierta a esa hora del amanecer, vio al perro de Tetté. Estaba sentado, alerta, con una oreja erguida como para oírlo pasar. Lo esperaba.
Le dio un vuelco el corazón y a la mente de Ricciardi acudieron en tropel imágenes del niño, su muerte y la conversación mantenida la tarde anterior con Sersale, el cojo; era lo último que lograba recordar, antes de lo de Livia. En sus oídos resonó el odio que el hombre sentía hacia su cuñada, que le impedía acceder a la fortuna de su hermanastro.
Ya estaba convencido de que la muerte del niño se había debido a un descuido y al hambre, vieja y obtusa enemiga; pero era posible que la misma Carmen estuviese en peligro, y él quería ponerla sobre aviso lo antes posible. Y recordó que precisamente se disponía a ir a verla para hablarle de Sersale y de su torpe intento de chantaje, y para averiguar si la mujer consideraba que su cuñado era capaz de ejecutar semejante venganza; durante la conversación le había parecido que Sersale sabía del cariño que la mujer le tenía a Tetté, el cariño de una madre.
Como una madre. Se acordó de Rosa; nunca dejaba de avisarle cuando iba a retrasarse y esta vez no lo había hecho. Confió en que se hubiese ido a la cama y que siguiera durmiendo; así podría decirle que había regresado tarde y se había marchado muy temprano; una mentira piadosa, para no darle a entender que ya no estaba en condiciones de preocuparse por él y vigilarlo. Decidió que en cuanto regresara a su casa le diría eso.
Antes quería ver a Carmen; pensó que sabía dónde encontrarla, hoy que era el día en que se conmemoraba a los difuntos. Allí la esperaría, junto a la tumba de Tetté.
Fue para el cementerio de Poggioreale, con el corazón cargado de desazón.
Rosa se despertó sobresaltada al oír el lúgubre tañido de la primera campana de la iglesia vecina. Miró a su alrededor sin comprender. Luego se acordó: se había dormido en la butaca del salón, colocada hacia la puerta de entrada, para esperar a Ricciardi, que la noche anterior no había regresado a casa.
Se daba cuenta de que ya era mayorcito, un hombre con derecho a tomarse el tiempo que necesitaba para sus cosas de hombre, y claro, por su trabajo podía verse obligado a pasar la noche fuera de casa, no era la primera vez que ocurría, pero lo que nunca había ocurrido era que no le avisara en persona o enviara a alguien a advertirla.
Su comportamiento en los últimos días era motivo de preocupación; como la visita de Maione, las frases que había captado no eran para estar tranquila. Había otra mujer, una que tenía el descaro de ir a verlo a la jefatura. Y señora, nada menos, ni siquiera señorita.
Se levantó con dificultad de la butaca, haciendo caso omiso de las quejas lancinantes de sus huesos anquilosados. No podía hacer otra cosa que esperar noticias. Se impuso mantener a raya la preocupación: el señorito era una persona respetada y responsable, un comisario de la brigada móvil. Seguramente no corría peligro.
Fue a su alcoba con la intención de acostarse un rato; echó un vistazo por la ventana y vio que en casa de los Colombo, en su dormitorio, envuelta en una manta, alguien la observaba bajo la luz tenue y brumosa del amanecer del día de los Difuntos.
Enrica no había podido librarse de la oprimente sensación de angustia que la acompañaba desde la víspera; en su sueño inquieto se habían alternado largos momentos de vigilia en los que estuvo escuchando el repiqueteo de la lluvia en los postigos.
Era una muchacha racional, práctica, preocuparse sin motivo por algo le producía una sensación de desorden que le resultaba insoportable. Para colmo, al no encenderse la luz en la ventana de Ricciardi para su breve cita vespertina, comprendió que tal vez el ansia era una forma de inexplicable premonición.
Al amanecer había ido a la cocina a por un vaso de agua, tenía la garganta seca; había echado un vistazo al edificio de enfrente desde los postigos entrecerrados y se había dado cuenta de que en el dormitorio de Ricciardi las cortinas seguían como la noche anterior; era algo inusitado, siempre las corría antes de irse a dormir. Y la luz débil del dormitorio de Rosa, que permanecía encendida toda la noche, estaba apagada. ¿Qué estaba pasando?
La creciente preocupación le había impedido volver a conciliar el sueño; de modo que se envolvió en una manta y se sentó delante de la ventana de su dormitorio a la espera de ver alguna señal de vida en el apartamento de enfrente.
Fuera, la lluvia se había transformado en una extraña luz grisácea.
Para Livia jamás había habido una mañana tan resplandeciente como aquella tan gris del día de los Difuntos.
En un primer momento se sintió decepcionada, sin duda: no lo había encontrado en la cama donde, poco antes del amanecer, lo había dejado solo para que descansara cómodamente. Había ido a acostarse un rato a su alcoba, donde se había sumido en un sueño plácido y profundo, producido por ese dulce cansancio que creía olvidado. Al despertar se dio cuenta de que él se había marchado y, conociéndolo un poco, no se sorprendió: necesitaba pensar, comprender, hurgar en el fondo de sí mismo para descubrir el verdadero significado de lo ocurrido la noche anterior.
Sonrió feliz mientras se estiraba como una gata; si él le hubiese preguntado, habría sido capaz de decirle ella misma lo que había ocurrido.
El amor, le habría respondido, es algo extraño y oscuro; se imaginan infinidad de situaciones, se piensan mil cosas y luego se descubre que lo que hay que entender y considerar es una sola cosa: estar juntos. Ante la naturalidad de tocarse y besarse y ser uno solo, todas las estructuras erigidas con esfuerzo por la mente y la sociedad se vienen abajo como un castillo de naipes.
Lo que debía ocurrir entre los dos había ocurrido. Ella lo sabía, lo había sabido siempre, y así había pasado. Y había sido maravilloso, como un sueño; para ella había sido así, por fuerza tenía que haberlo sido también para él.
Se había marchado, pero regresaría a su lado. Atrás quedaba el tiempo de la soledad.
Recordó entonces la recepción que daría al cabo de dos días, las personas que participarían; era una magnífica ocasión para que, más allá de fórmulas inútiles y palabras vanas, todos viesen cuán radiante era su felicidad. Para que no hubiese dudas sobre los motivos de su alegría, le habría gustado tenerlo a su lado.
Hizo un gesto negativo con la cabeza al pensar en la hosquedad y la timidez de él, que ya había aprendido a conocer; era probable que no quisiese dar a conocer su relación antes de que se consolidara. Trataría de convencerlo. Si no lo conseguía, daba igual, podía prescindir de ese detalle; lo único importante era volver a verlo lo antes posible.
Sonriendo, pensó que había llegado el momento de poner manos a la obra y organizar la fiesta, y llamó a la criada.