El doctor Mirante acudió de inmediato; era un hombrecito de mediana edad, con bigote tupido, mechón de cabellos peinados con primor en lo alto de la cabeza para disimular la calva y vientre prominente. Ser invitado a última hora de la tarde a casa de la bella y misteriosa vecina de la que todos hablaban le puso los dientes largos y confió en que fuese por otros motivos, de manera que al verse delante del afiebrado Ricciardi, no disimuló la decepción.
Tras examinar al enfermo y suministrarle una generosa dosis de quinina, se ató el cinturón de la bata de damasco y dijo:
—Se trata de un catarro importante, tiene la laringe muy irritada. Con esto debería bajarle la fiebre y debería hacer reposo absoluto un par de días.
Livia se restregaba las manos, preocupada.
—Pero la quinina… ¿Acaso teme que haya contraído la malaria?
El médico la tranquilizó.
—De ninguna manera. Se la he dado por la función antipirética del medicamento. Quédese tranquila, señora. Su…, su amigo se pondrá bien si recibe los cuidados necesarios. ¿Piensa ocuparse usted misma y tenerlo aquí?
La posibilidad de suministrarle a la bruja de su mujer nuevo material para sus cotilleos era demasiado atractiva para pasarla por alto despidiéndose y marchándose. Livia captó el detalle y se molestó. Como siempre, reaccionó contraatacando:
—Eso espero, doctor. Si él me lo permite, lo espero de veras. Pero el comisario Ricciardi de la jefatura de policía de Nápoles, así se llama su paciente, siempre hace lo que le da la gana. Veremos qué decide. Le agradezco su amabilidad, y le pido disculpas otra vez por haberlo llamado un domingo por la tarde. Recuerdos de mi parte a su agradable esposa.
Mirante captó la indirecta.
—No tiene por qué darlas, señora. Ya sabe usted que el trabajo del médico no conoce vacaciones ni festivos. Si quiere, mañana por la mañana pasaré a echarle un vistazo a esa laringe. Transmitiré sus saludos. Buenas noches.
Ricciardi se sumió en un sueño profundo, poblado de imágenes incoherentes; la fiebre iba y venía, dejando atrás pensamientos dispersos que generaban pesadillas.
En esos sueños el perro estaba siempre presente, lo miraba de lejos y, de vez en cuando, soltaba un único y lúgubre aullido, como había hecho cuando los sepultureros se llevaron a Tetté. El niño nunca aparecía de cara, sino que Ricciardi veía la imagen de su nuca colgando y de los regueros de agua que dejaba en el suelo, y revivía la tristeza que le había inspirado desde el comienzo.
En sueños veía a Enrica bordar junto a la ventana, la llamaba pero ella no oía, entonces iba a ver a Rosa, aunque ella tampoco lo veía, como si él mismo se hubiese convertido en un fantasma. Rosa miraba el reloj de péndulo, colgado de la pared, suspiraba y se enjugaba una lágrima. Ricciardi notaba que la tata estaba preocupada por él, pero no lograba tranquilizarla.
Después se encontraba en la via Toledo, bajo la lluvia, y veía pasar a Maione, lo llamaba y tampoco él lo oía; lo seguía tratando de llamarle en vano la atención. El sargento pasaba al lado de Sersale y no lo reconocía porque no lo había visto nunca, y Ricciardi trataba de avisarle, si bien no tenía voz. Soy un fantasma, pensaba; un fantasma y nadie me ve.
Livia le controlaba la fiebre cada media hora; a eso de la una, le pareció que le subía de nuevo, y ya no quiso abandonar la habitación de invitados. Se quitó el salto de cama y se acostó a su lado.
Los postigos estaban abiertos y por la ventana se filtraba la luz de las farolas, que le permitía entrever el perfil de Ricciardi; la expresión contraída hablaba del acoso de las pesadillas. Le habría gustado entrar en esos sueños para protegerlo, para darle paz, la paz que no se permitía cuando estaba despierto, y ver si al menos de noche conseguía la serenidad.
En la penumbra, los rasgos de Ricciardi le resultaron aún más hermosos; parecía un muchacho cuyos pensamientos iban en pos de algo más grande que él. «El niño —le pareció que murmuraba—, dile al perro que no lo veo». Seguía delirando.
Le puso un paño mojado en la frente y él se calló, tal vez aliviado. Con los dedos le recorrió los labios y el cuello. Le acarició el pecho y tuvo la impresión de que respiraba mejor. Notó una especie de languidez, una contracción en la boca del estómago. Y tras preguntarse cuándo había sido la última vez que había hecho el amor se sorprendió al comprobar que no lo recordaba.
Apartó la sábana y deslizó la punta de los dedos por el abdomen.
En el pasillo, el reloj dio la hora. Fuera la lluvia golpeaba con brío la ventana.
Ricciardi soñó que estaba en su despacho con Livia. Olía su perfume especiado, entreveía su cara, los labios carnosos, la sonrisa misteriosa y fascinante, a pesar de la penumbra. Era hermosísima, y como siempre, le inspiraba una mezcla de atracción y temor.
Ella se levantaba del sillón, se quitaba el sombrero e iba hacia él, rodeando el escritorio. Sus andares de gata, el repiqueteo de sus tacones en el suelo, los ojos negros y relucientes fijos en los suyos. Ricciardi hubiera querido ponerse de pie y alejarse, pero en el sueño no tenía fuerzas, se quedaba inmóvil, con los dedos hundidos en los brazos del sillón, mientras el corazón le latía enfurecido en la garganta.
Al llegar frente a él, le sonreía y le acariciaba detenidamente la cara. La veía más deseable que nunca y estaba aterrorizado. No conseguía moverse, hipnotizado por la mirada de aquella mujer.
Con el pensamiento trató de llegar hasta Enrica; no lo consiguió.
Livia posó los labios en los de Ricciardi. Estaba tumbada a su lado, con la mano en el vientre de él. Notaba el calor de su cuerpo, el latido acelerado por la fiebre.
Sabía que no era justo, que debería haber respetado su voluntad, que estaba enfermo y que quizá soñara con otra, con esa otra que él decía llevar en el corazón. Pero era una mujer y llevaba mucho tiempo sola. Ella también tenía sus sueños, y ese hombre ocupaba el centro de todos ellos.
Lo besó largamente, con ternura y pasión creciente. Lo buscó en el fondo de las tinieblas, lo aferró de la mano y lo alejó de la tormenta llevándolo a aguas tranquilas. Notó que reaccionaba a su presencia con un largo escalofrío. Y al final, pronunció su nombre.
Entre las tinieblas de la fiebre y el sueño, Ricciardi vio a Livia sentarse en su regazo, las espléndidas y largas piernas embutidas en unas medias transparentes. Se sintió anegado en aquel perfume y aquellos ojos que quitaban el sentido y la respiración.
Pronunció su nombre para pedirle que se detuviera, para pedirle que siguiera. Quería ser fuerte y, a la vez, quería imponerse ser débil.
Después fue seda y terciopelo cálido bajo la piel temblorosa de su mano; fue el cristal de la nieve y el viento, fue el lento ascenso de un altiplano y desde la cima fue la visión del precipicio sin fondo, de la absurda certeza de poder volar.
A su alrededor, todos los dolores de las infinitas muertes que contaminaban su existencia se hicieron a un lado sin hacer ruido para no molestar; y por primera vez, la vida, con sus ruidos ensordecedores, guardó silencio.
Entre el sueño y la vigilia, mientras invadían su alma el perfume especiado y los suspiros de ella, conoció sus ásperos y dulces sabores y los encontró extraños y familiares a un tiempo.
Se rindió a su piel, mientras en una parte muy honda de su ser, que se empecinaba en mantenerse despierta, rogaba que solo fuese un nuevo sueño, menos doloroso que los demás, pero consciente en cada momento de que no era así.
Oír su nombre en labios de él, mientras lo besaba, le dio ánimos y la llenó de felicidad; pensaba en ella, quizá en el delirio de la fiebre, quizá en lo más profundo del alma por fin desnuda, pensaba en ella.
Y recordó hasta el último detalle cómo ser mujer, se tomó su tiempo, pues era consciente de la fragilidad del hilo que tenía entre las manos y de que en cualquier momento podía romperse. No quería asustarlo, no quería que volviera plenamente en sí y se alejara otra vez tras reencontrar los principios y pensamientos que lo mantenían distante; no tuvo prisa. Con todas sus fuerzas deseó que Ricciardi no estuviera solo soñando, sino que no estuviera lo bastante despierto para retirarse a su mundo lejano, ahora que lo sentía hombre y que ella se sentía mujer, como hacía mucho tiempo que no le ocurría.
Se olvidó de que había sido egoísta y fatua y descubrió que podía ser generosa y maternal. Guío sus manos, su boca, su cuerpo, con calma, con dulzura. Fue nuevo para ella, que había tenido amantes, aún más que para él, que siempre se había negado todo.
Livia hizo suyo el placer con el que soñaba, el placer que le faltaba, el placer que consideraba un derecho. Hizo suyo el momento en el cielo que quería, y, al final, hundió la boca en la almohada para ahogar un sordo y largo lamento.
Después sonrió en la oscuridad, apaciguada como una tigresa ahíta.