Otra vez solo, otra vez bajo la lluvia, Ricciardi repasaba la conversación que había mantenido con Sersale, el cojo.
Más allá de los problemas, de la vida que llevaba y las compañías de las que se rodeaba, le había parecido sincero. Sin embargo, sabía por experiencia que la necesidad era capaz de hacer brotar pasiones extraordinarias del fondo más negro de las almas. Había visto el terror pintado en los ojos del hombre al ser agredido, y él mismo había dicho que su única fuente de recursos era el patrimonio de su hermano, que Carmen tenía bien guardado bajo llave.
Podía ser, y Ricciardi no se animaba a descartarlo, que Sersale hubiese amenazado a la mujer con hacerle daño al niño y que, al no haber surtido efecto, hubiese pasado al chantaje; la muerte de Tetté podía ser una hábil puesta en escena para impedir que alguien atara cabos y relacionara al niño con lo que suponía para su protectora y para quien la odiaba.
Se le encogió el corazón: quizá el huerfanito había sido una pieza en el tablero, con la que sostener una apuesta mezquina y material.
Se pasó la mano por la frente febril: o tal vez ninguna de esas posibilidades fuera cierta, más allá de las luchas internas de la familia Fago, la muerte del niño había sido accidental, como dijeron todos desde el primer momento, y una mano piadosa había recogido el pobre cadáver de la alcantarilla donde había muerto, y lo había colocado en una postura digna donde pudieran hallarlo fácilmente. Eso también era posible, no podía condenar a quien tuvo miedo de declarar que había encontrado a un niño muerto en la puerta de su casa.
La lluvia caía otra vez, intensa, sobre las calles desiertas. Todos pasaban el domingo entre las cuatro paredes abrigadas y acogedoras de sus casas. De los edificios antiguos y de los bajos llegaba el aroma a leña quemada y a la comida festiva, ajo y cebolla, salsas que habían borbotado en las cazuelas un día entero antes de deleitar los paladares de quienes ahora descansaban, escuchando la radio y tomando sucedáneo de café.
Pasó junto a un callejón donde una semana anterior había ocurrido una tragedia: un local del subsuelo, donde dormía una familia indigente, se inundó a causa de una marea de aguas fecales; las fuertes lluvias habían arrastrado desde la colina una rama gruesa en la que se habían enredado hojas y basuras que provocaron la obstrucción de las cloacas. Los padres y los dos hijos, sorprendidos mientras dormían, no tuvieron escapatoria; los encontraron dos días más tarde tras las arduas tareas de retirada de los desechos.
Ricciardi los veía, translúcidos bajo la lluvia, en la puerta que había sido la entrada de su casa; sus labios abiertos murmuraban sueños ininteligibles dejando ver las lenguas negras, las bocas pugnaban en su vano intento por engullir una última bocanada de aire. Ricciardi vio que solo la niña se había despertado, pero nadie la oyó. Gritaba: «El agua, mamá, despierta, está entrando el agua». Todos estaban empapados de agua sucia.
La calle está más poblada de muertos que de vivos, reflexionó Ricciardi mientras caminaba con las manos hundidas en los bolsillos de la gabardina, y los regueros fríos le recorrían la espalda abriéndose paso entre sus ropas.
La soledad, pensó, es una enfermedad infecciosa. Yo estoy infectado, la llevo conmigo. O tal vez sea ella la que me lleva a mí.
Percibió un movimiento a su espalda; se volvió a medias y por el rabillo del ojo vio al perro de Tetté siguiéndolo a unos metros de distancia. ¿Cómo voy a detenerme, se preguntó, y tomarme el domingo libre, si mi comitente se muestra tan solícito al comprobar los progresos que hago? Lo cierto es que, como verás, perro, los progresos no son tales. Sigo todavía como al principio.
Carmen, pensó, debo preguntarle a ella. Solo ella, que lo conoce, puede decirme si Sersale la amenazó con hacerle daño al niño; si cree que su cuñado hubiera sido capaz de llegar tan lejos.
Lo asaltó un vértigo intenso y se tambaleó. La fiebre seguía subiendo; tuvo la sensación de andar en sueños. Notó que le faltaban las fuerzas. Miró a su alrededor, vio un banco y se dejó caer en él; el barrio le resultaba vagamente familiar, pero no habría sabido decir por qué. No había un alma a su alrededor. El perro también parecía haberse desvanecido, suponiendo que no lo haya soñado, se dijo.
A medida que iba perdiendo el sentido, en rápida sucesión acudieron las imágenes de su madre, Rosa, Enrica, Livia, sus soledades, y pensó que les había contagiado su enfermedad; tuvo la impresión de verse también a sí mismo, jugando solo, imaginando a los compañeros y amigos que no tenía. Pero cuando se movió para verlo mejor, el niño tenía la cara flaca y absorta de Tetté.
Después llegó la oscuridad.
Envuelta en su abrigado salto de cama, Livia fumaba dejando que sus pensamientos vagaran libremente. Siempre había temido las tardes de domingo; era el momento en que la soledad tendía los dedos, como la oscuridad, y tomaba posesión de la vida de las personas, colocando a las almas frente a sí mismas, sin posibilidad de seguir mintiéndose.
En sus años de casada había estado más sola que nunca; su marido viajaba mucho, giras interminables en las que dejaba bien claro que no quería compañía, porque de ese modo disfrutaba con comodidad junto a sus innumerables amantes. Aunque no me sentía menos sola cuando él estaba, pensó, dibujando una sonrisa irónica.
Ahora también estoy sola, reflexionó; pero el color de mi soledad es distinto. Entonces estaba desesperada, ahora estoy llena de esperanzas.
Se acercó a la ventana surcada por la lluvia, y recordó la noche invernal en que se había asomado a otra ventana, la del hotel del paseo marítimo, y había visto a Ricciardi en la calle, bajo la luz oscilante de las farolas, en medio de la espuma del mar tempestuoso. Aquel hombre provocaba en su alma la misma tempestad que agitaba el mar aquella noche. Por lo bajo se rio de sí misma, por haber imaginado verlo sentado en un banco, bajo la lluvia, justamente delante de su portón.
Luego se dio cuenta de que no se lo imaginaba: era él.
Enrica estaba inquieta. No habría sabido precisar por qué; aquel domingo había seguido los grises senderos de siempre, a misa bajo la lluvia, nada de paseos por la Villa Nazionale, la comida y la radio, la cena ligera. Todo según lo habitual.
Pero se sentía rara; notaba una vaga opresión en el pecho, como un miedo, una ansiedad. Más bien una angustia.
Había terminado su respuesta a la carta de Ricciardi. Para ser sincera, la había terminado al menos cinco veces; la había reescrito tras haber pensado que mejor decía algo más, que mejor daba a entender otro matiz, que mejor dejaba alguna frase para otra ocasión. Intuía que con su respuesta daría el impulso definitivo para que las miradas desde la ventana, los gestos de saludo y las sonrisas de lejos se convirtieran en un conocimiento pleno y pasaran a hacer realidad su sueño de paseos agarrados de la mano, de cines y cafés en los locales del centro.
¿A qué se debía entonces esa angustia?
Ahuyentó de su mente el presentimiento que empezaba a formarse. No creía en esas cosas, no le gustaba pensar en ellas. Fue a la ventana y se quedó mirando la lluvia; a través del cristal mojado entrevió el edificio de enfrente, los postigos de la casa de Ricciardi.
En una de las ventanas, la del salón que ahora conocía bien, estaba Rosa mirando fuera.
Livia secaba a Ricciardi con un amplio paño de algodón.
Entre preocupada e incómoda, la criada la observaba desde la puerta de la habitación. Había visto a su señora salir corriendo de su dormitorio, coger un abrigo del perchero y lanzarse escaleras abajo, dejando la puerta abierta. Desde su ventana la vio salir por el portón, bajo la lluvia, en pantuflas, con el salto de cama debajo del abrigo, la cabeza descubierta. La vio acercarse a un hombre, un mendigo, quizá, que dormía en un banco. La vio abrazar al hombre, hacer que se levantara. La vio sostenerlo y avanzar con paso vacilante. Y la vio entrar con él en el edificio y luego en la casa.
Le quitó la gabardina, la chaqueta, la corbata, la camisa e incluso la camiseta, las prendas empapadas estaban ahora desperdigadas por el suelo. Y lo estaba secando, restregándole el pelo y la cabeza con un paño.
Livia se volvió hacia su criada, nerviosísima.
—Adelina, date prisa, y dile al chófer que venga, que lo necesito. Y tráeme otro paño seco. No, mejor lo calientas antes en la estufa. Y pon a secar esta ropa de inmediato. Prepara una tisana.
Se dirigió a él, mientras Adelina salía de la habitación.
—Ricciardi, contéstame…, ¿qué te pasa, por qué estabas sentado bajo la lluvia? ¿Qué te ha pasado? ¡Habla!
Él la miró como si no la reconociera.
—El niño, el niño… soy yo, ¿lo entiendes? Murió y yo no lo veo, no lo veo. Y no sé qué me dice, y el perro… ¿Qué quiere de mí el perro?
Livia se limitó a mirarlo sin tratar de entenderlo siquiera. Deliraba por la fiebre. Se estremecía y balbuceaba.
—No te agites. Quédate tranquilo, tienes muchísima fiebre. Túmbate y no te preocupes por nada. Ya me ocupo de ti.
Adelina regresó con la tisana, acompañada por el chófer, que se abotonaba apresuradamente la librea.
—Arturo, vaya a llamar al médico… ¿Cómo se llama el médico del piso de abajo? Mirante, el doctor Mirante. ¡Ya sé que es domingo, pero no importa! Dígale que es una urgencia, que necesito que venga enseguida. Y tú, Adelina, échame una mano que vamos a acostarlo en la habitación de invitados.
A pesar de la enorme preocupación por la fiebre que notaba en todo el cuerpo de Ricciardi y de no comprender qué musitaba en medio del delirio, Livia no pudo dejar de pensar que ahora ya no estaba sola. Ya no.
Ahora tenía a alguien de quien ocuparse.