Guareciéndose de la lluvia en un portal, Ricciardi esperaba. Tal vez necesitaría horas, o tal vez unos minutos. Su trabajo requería paciencia y espera.
Le entraba la risa cuando en las películas, con el acompañamiento de las notas frenéticas de un piano desafinado, veía a sus imaginarios homólogos norteamericanos entrar de un salto por la ventana apuntando con el revólver; o cuando en las noveluchas leía sobre enfrentamientos a tiros, sobre policías que dispersaban a puñetazo limpio a las bandas de delincuentes. La mayor parte de su trabajo consistía en eso, esperar bajo la lluvia, a veces inútilmente; el resto se limitaba a rellenar informes que nadie leía.
Estornudó, de contragolpe notó un fuerte pinchazo en las sienes. Quizá debería haber cumplido con la promesa que no le hizo a Maione y pasar el domingo bajo las mantas, sorbiendo alguno de los mejunjes calientes de Rosa. Habría aprovechado para asomarse de vez en cuando a la ventana, y quizá habría visto fugazmente a Enrica. Tal vez ella le habría sonreído, y él habría sabido que su última carta la había complacido.
Sin embargo, sus pies de policía lo habían conducido bajo la lluvia hasta Santa Lucia, donde se puso a esperar a un hombre que no había visto en su vida, y que quizá ni siquiera había tenido nada que ver con lo que buscaba.
Ya. ¿Qué buscaba? El fantasma de un niño muerto que tal vez no existía. Con toda probabilidad no existía más que en su mente enferma.
Su mente enferma, pensó, y recordó el triste espectáculo que había presenciado a través de la mirilla, en casa de la pobre Carmen: un hombre loco, un vegetal humano en perenne diálogo con un mundo de fantasmas que solo él veía. En el fondo, ¿en qué se diferenciaba del marido de la señora Fago di San Marcello? En nada. Quizá únicamente en el hecho de que mientras aquel hombre no veía más que espectros, él todavía conservaba un tenue vínculo con el mundo real.
¿Qué me dirías tú, fantasma de Tetté? ¿Que acariciara a tu perro, y tal vez así dejaría de perseguirme? ¿Que por fin has encontrado comida? A saber lo que le dirán sus fantasmas al señor Fago. Deberíamos intercambiar impresiones.
El portón que vigilaba se abrió de pronto. Salió un hombre alto, más o menos de la misma edad que Ricciardi, tal vez un poco más viejo; llevaba sombrero, un abrigo elegante y bastón. Cojeaba.
Miró a su alrededor, circunspecto; cuando comprobó que en la calle no había nadie, se mostró más tranquilo y cerró el portón a sus espaldas.
Antes de que Ricciardi tuviera tiempo de moverse, de las sombras del callejón al costado del edificio del que acababa de salir el hombre, surgieron tres sinvergüenzas que lo rodearon al instante. Dos vigilaban la calle, el tercero sacó del bolsillo algo que soltó un leve destello bajo la luz del día lluvioso. El cojo palideció, aterrorizado, y levantó el brazo para protegerse la cara.
Ricciardi reaccionó lo más deprisa que pudo: salió del portal y fue hacia el grupito gritando:
—¡Alto, policía! ¡Soltad las armas!
El hombre que miraba en su dirección gritó para avisar a sus compinches y salió por piernas, seguido de los otros. El que iba armado agitó el cuchillo hacia el cojo a modo de advertencia antes de desaparecer.
Ricciardi se acercó al hombre. Estaba pálido como el papel, apoyado en la jamba del portón cerrado.
—Me ha salvado. Gracias. ¿Ha visto? Un cuchillo. Llevaban un cuchillo.
—Soy el comisario Ricciardi, de la jefatura. Necesita tomar algo fuerte. En la esquina hay una taberna, vamos.
Sin dejar de vigilar la expresión del hombre, Ricciardi captó el alivio en su cara en cuanto se identificó. Evidentemente tenía más que temer de aquellos canallas que de la policía.
Llegaron a la taberna; a pesar de que el empedrado estaba resbaladizo, el cojo caminaba deprisa ayudándose con el bastón y lanzando miradas preocupadas hacia el callejón por el que habían desaparecido sus tres agresores. Repetía sin cesar, a media voz: a este punto, a este punto han llegado…
Se sentaron a una mesa. El hombre era conocido del propietario, que lo saludó con afabilidad, mirando con desconfianza a Ricciardi; debía de estar acostumbrado a las malas compañías de su parroquiano.
—Comisario, ha llegado usted justo a tiempo. Me habrían herido, tal vez me habrían desfigurado. Gracias de nuevo.
Ricciardi agitó la mano para restarle importancia.
—Esta zona es una mina para los ladrones. Corren tiempos difíciles.
El hombre soltó una amarga carcajada.
—Esos no eran ladrones. Sé quién los ha mandado. Disculpe, no me he presentado. Soy Edoardo Sersale. Y doy gracias al cielo porque usted pasara delante de mi casa justo en ese momento, de lo contrario me habría visto en un serio aprieto.
—No pasaba por casualidad. Lo estaba esperando, señor. Igual que esos tres, aunque, como es lógico, con intenciones muy distintas.
Sersale estaba sorprendido pero no asustado.
—¿De veras? ¿Cómo es eso? Los agentes de policía son los únicos a quienes no debo dinero. Y nunca he estafado a nadie.
—Ha dicho que sabe quién ha mandado a esos hombres. ¿De quién se trata y por qué cree saberlo? —dijo Ricciardi.
Edoardo había pedido una jarra de vino, se sirvió un vaso y se lo bebió de un trago.
—Está claro que no pienso decírselo, comisario. Si hubiese querido poner una denuncia, habría ido a la jefatura hace meses. Probablemente ahora estaría muerto. Solo le diré que es mala gente. A la que debo un dinero que he de pagar con urgencia. Dinero que no poseo.
—Sin embargo, hace un tiempo le confesó a una muchacha en algún lugar que pronto lo tendría. ¿Cómo piensa conseguirlo?
Sersale se mostraba cada vez más intrigado.
—¡Increíble! ¿Cómo lo sabe? ¿Me están vigilando? ¿Desde cuándo?
Ricciardi decidió explicarle por qué estaba allí.
—No, no lo vigilamos. Yo me ocupo…, digamos que estoy aclarando una situación en la que al parecer usted está implicado: la muerte de Matteo Diotallevi, un huérfano de la parroquia de Santa Maria del Soccorso en Santa Teresa. ¿Le dice algo?
El hombre dio un brinco como si acabara de recibir un golpe en la cara.
—¿Se ha muerto? ¿Tetté ha muerto? Pero cómo… ¡No es posible, lo vi la semana pasada! ¡Y estaba estupendamente! No puede ser comisario, es una broma de pésimo gusto.
—Por desgracia no es ninguna broma. Lo encontraron muerto el lunes de madrugada, en la escalinata del Tondo di Capodimonte.
Sersale se pasó la mano por la cara.
—Pobre niño… pero ¿cómo murió?
—Al parecer por ingestión accidental de veneno para ratas. Pero hay algunos aspectos no del todo claros que estoy investigando.
Sersale estaba realmente turbado.
—Siendo así, comisario, debo explicarle la situación. Le he hablado de mis deudas. Debe usted saber que mi familia…
Ricciardi lo interrumpió.
—Ya estoy al corriente de lo de su familia. He visto a…, a su hermanastro. Su esposa se había encariñado con el niño, he hablado con ella varias veces. Ella me confirmó quién es usted.
La cara de Sersale se endureció por la ira.
—Esa arpía. No pierde comba. Por favor, comisario, tenga paciencia y escuche mi versión de los hechos.
Ricciardi asintió y le indicó que siguiera.
—Me hirieron en la Gran Guerra y quedé… así, con esta pierna. Me veo obligado a usar bastón y en días húmedos como el de hoy, la herida me tiene loco de dolor. No he podido trabajar, buscarme la vida como debería. O tal vez saqué provecho de mi estado para no trabajar, como decía mi madre, que en paz descanse. Me gusta la buena vida, lo reconozco; y las mujeres hermosas. Pero eso no me convierte en malhechor, y la familia debería ayudar cuando uno se encuentra en dificultades. Esa mujer… Desde que mi hermano está como usted lo vio, y no descarto que haya sido ella la que lo dejó así con algún maleficio, porque es una bruja, créame, me ha cerrado por completo el grifo. Todo el patrimonio de la familia, y por tanto, el mío, está en sus manos.
»Había perdido todas las ambiciones y pasé por una época francamente difícil. Hace poco entré en contacto con un soldado que estuvo a mis órdenes y que ha montado un negocio en el norte de Italia y… en fin, que puedo pensar otra vez en el futuro, siempre y cuando pudiera pagar mis deudas y hacer borrón y cuenta nueva. Ya vio usted a esos tres… no me matarán, porque si lo hicieran, no cobrarían. Pero pueden hacerme daño, marcarme; esas son sus advertencias.
—Entonces le pidió dinero a su cuñada.
—¿Y a quién más podía acudir? Lo controla todo, la muy bruja. Y me dijo que no, que ya basta, que debía asumir mis responsabilidades, etcétera. Estaba desesperado.
Ricciardi trató de encarrilar su relato hacia el niño.
—¿Y qué tiene que ver Tetté en todo esto?
—Tiene que ver, comisario. Le ha dicho que es estéril, ¿no? Que no puede tener niños. Que su vida ha sido un infierno. Hace unos meses, mientras hurgaba en un baúl en busca de un libro, me encontré por casualidad con un paquete de cartas atadas con una cinta. El baúl venía de la casa de mi hermano, contenía ropa de mi difunta madre, de la que la muy bruja se deshizo enseguida, al poco tiempo de morir. A saber cómo fueron a parar a ese baúl las cartas, era evidente que las habían escondido demasiado bien. El remitente era el médico que se ocupó de mi hermano, datan de hace unos diez años, poco después de la guerra. En fin, que los dos mantuvieron una relación. Duró años, precisamente mientras mi pobre hermano iba perdiendo la razón. ¿Lo comprende, comisario? ¿Comprende qué vergüenza?
Ricciardi se encogió de hombros.
—Son cosas que pasan. Por otra parte, no creo que esté usted en posición de dar lecciones de moral a nadie, ¿verdad?
Sersale acusó el golpe.
—No se trata de moral. ¿Tuvo o no tuvo esa relación? ¿Fue o no fue infiel? Entonces quizá no tenga derecho a apoderarse del patrimonio de mi familia. Esas cartas eran la prueba. Entonces empecé a seguirla para comprobar si mantenía su relación con el médico o si se había echado otro amante.
—¿Y descubrió al niño?
—Lo descubrí, sí. Y me pareció raro todo ese apego. Ese gran amor por un chiquillo bastardo…, sabrá usted disculparme, comisario. Pobre niño. En fin, me convencí de que ese crío podía ser para ella algo más, algo distinto. Quizá su hijo, fruto de la relación. Y si no era así, me quedaba la posibilidad de chantajearla con las cartas. Usted ya sabe, comisario, que en esta ciudad la calumnia mueve montañas. Habría insinuado la sospecha, basándome en la certeza de la relación.
—Entonces se puso usted a investigar.
—En efecto. Para poder encontrarme a solas con el pequeño, le hice un regalito a ese asqueroso del sacristán, un ser realmente inmundo. Lo vi unas cuantas veces, el sacristán se pensaba que yo era un pervertido, a punto estuve de partirle esa cara repulsiva a bastonazos. Debo reconocer que el niño daba pena: pequeñito, más flaco que un esqueleto, y tartamudeaba tanto que daba pena, tardaba media hora en articular una frase.
Ricciardi empezó a comprender adónde apuntaba Sersale.
—Usted quería saber si la mujer tenía con el niño una actitud especial, ¿es así? En definitiva, una actitud de madre.
—Así es. Lo interrogué con buenas y con malas maneras, pero sin hacerle nunca daño, para sonsacarle algo sobre el comportamiento de ella. Aunque no pude enterarme de nada, comisario. Ella quería a ese niño, claro, si bien no le decía ni le daba nada especial. Él la llamaba señora, la adoraba, se había encariñado mucho con ella; se habría encariñado con cualquiera, como con ese perro vagabundo del que no se separaba nunca, y que a mí me daba más pena que él. Pero era porque fue la única que lo trababa bien.
—De manera que desistió usted.
—Sí. Confiaba en poder utilizar las cartas y al niño, pero me di cuenta de que solo habría conseguido cubrir de vergüenza el nombre de mi hermano, sin lograr nada a cambio. Sin embargo, no me doy por vencido. Hablaré otra vez con la bruja, y la amenazaré con hacer públicas las cartas. Sin el niño será más difícil, lo sé; máxime cuando no hizo nada para adoptarlo, ni para acogerlo en su casa.
Ricciardi pensó que ese era precisamente el motivo por el que Carmen se había condenado a un eterno arrepentimiento.
—Una cosa más, Sersale, que usted sepa, ¿quién le tenía animadversión a Tetté? ¿Había alguien que se habría visto en un aprieto, por ejemplo, si se encontraba el cadáver cerca de una casa o una tienda?
Sersale reflexionó.
—Los demás chicos no lo querían, es verdad. La tenían tomada con él y con el perro, la última vez que lo vi tuve la sensación de que se disponían a hacerle daño. Y el sacristán, le repito, me parece que es de los que venderían a su propia hermana por dos liras. ¿Pero a quién podía interesarle un niño así?
Ricciardi asintió con tristeza. ¿A quién podía interesarle un niño así?
—Vaya con cuidado, Sersale. La gente de los callejones no bromea. En una de esas le dejan algo más que una advertencia. Si cambia de idea y decide darnos los nombres de los usureros, ya sabe dónde encontrarme. Entretanto, y hasta que aclaremos todos los aspectos en torno a la muerte de Tetté, le aconsejo que no abandone la ciudad.