Domingo, 25 de octubre de 1931 – IX
A la salida de misa, Tetté levanta la vista y escruta la calle. En este momento no llueve, pero el suelo está mojado y el cielo, cubierto de nubes negras.
¿Qué tiempo hará?, se pregunta. ¿Veré a mi ángel? A lo mejor viene a buscarme, aunque no haya avisado al padre Antonio; a lo mejor tendrá ganas de verme, llegará y pasaré con ella una hora. Pasearemos en coche, yo me sentaré detrás como si ella fuese mi chófer. Y me llevará a tomar algo rico, y me reiré, y me estrechará con fuerza.
Como una mamá con su niño.
Mientras piensa en esto, debajo de las escaleras de la iglesia encuentra al perro echado; en cuanto ve a su amo se levanta de un salto y mueve la cola. Tetté lo abraza rápidamente, luego va hacia la esquina sin que lo vean. Del bolsillo de los pantalones saca una miga de pan y se la da. El perro apenas masca y traga.
De repente se pone a gruñir mirando a espaldas de Tetté. El niño se vuelve y se encuentra con los ojos de Amedeo. Son ojos inexpresivos, no llevan nada dentro. Tetté le tiene pánico a esos ojos.
Amedeo hace una señal con la cabeza, Tetté se da cuenta de que no llega solo, lo siguen los demás, los mellizos, Saverio, Cristiano. Los mellizos avanzan y lo agarran de los brazos. Saverio le echa al perro una cuerda con nudo corredizo alrededor del cuello y tira. El animal gruñe más fuerte y muerde la mano de Saverio, un mordisco rápido, la mano sangra; Saverio maldice y tira de la cuerda. Al perro se le salen los ojos de las órbitas y tose.
Amedeo dice que no por señas, le suelta un sopapo a Saverio y este deja de tirar de la cuerda.
Amedeo se vuelve y echa a andar; lo siguen los mellizos con Tetté. El perro vacila, luego sigue al grupo sin ofrecer resistencia, la cuerda está floja, no hace falta tirar de él.
Cristiano da media vuelta y mira a Tetté una sola vez. Sus ojos también reflejan el miedo. Tetté quisiera gritar, pero no puede; la serpiente aprieta, apenas lo deja respirar.
El pequeño séquito avanza hasta un entrante de la calle, una minúscula plaza al pie de una escalera de doble tramo, por la zona del almacén de comestibles. No pasa nadie. ¿Ángel mío, dónde estás?
Saverio lleva al perro delante de Tetté. El perro gañe una sola vez, luego se echa. Espera. Los mellizos dejan de apretar con fuerza los brazos de Tetté, pero no lo sueltan.
Amedeo dice: es hora de desayunar, tartaja de mierda. ¿O has olvidado que te prometí un buen desayuno? ¿Qué te pensabas, que ibas a librarte? Save’, trae el desayuno.
Del bolsillo del viejo abrigo que le llega casi a los pies Saverio saca los cebos envenenados. Toma, dice. El desayuno está servido. Todos, menos Cristiano, se carcajean. Amedeo se seca las lágrimas y sin dejar de reír dice: ¿y, tartaja de mierda, lo has decidido? ¿Quién se va a tomar este desayuno, tú o ese bastardo juntapulgas? Habla, te escucho. ¿O es que no puedes hablar?
Cristiano dice: dejémoslo correr, Amede’. Esto nos costará caro a todos. Y no conseguiremos nada bueno. Vamos a perder también lo que el tartaja nos trae cuando la señora lo saca de paseo.
Amedeo contesta: cállate la boca, Cristia’. Estoy hasta las narices de ti, que tienes miedo hasta de tu propia sombra. ¿O es que también a ti te gusta el tartaja? ¿Te has vuelto maricón como el sacristán? Si quieres, podéis desayunar juntos estos ricos bocados. Así parecerá que los tontos que no sabían que estaban envenenados eran dos y no uno.
Cristiano calla, da un paso atrás. Mira al suelo. En cambio Tetté mira al cielo y piensa, ángel mío, perdóname, pero no pienso dejar que envenene al perro. Es mi amigo, no dejaré que lo envenene.
En el preciso momento en que va a decir: yo, yo, el desayuno me lo tomo yo, se oye un brusco reproche: eh, ¿qué hacéis ahí? ¿Por qué tenéis agarrado al chico?
Todos se vuelven hacia la voz y en la entrada de la explanada asoma una figura alta, con expresión dura. El hombre se acerca cojeando. Con el bastón apunta a Saverio y le ordena: suelta al perro. Suelta enseguida a ese perro y deja que se vaya.
Los muchachos se miran, no saben qué hacer. Son muchos, el hombre está solo y en la placita no hay nadie. Podrían obligarlo a comerse unos cebos a él también.
Pero lleva ese bastón y es mal encarado. Comprenden que no les conviene resistirse. Amedeo le hace una seña a Saverio, y este desata al perro; el animal gruñe, retrocede unos pasos pero no escapa. Los mellizos sueltan a Tetté y esperan una orden de Amedeo. En un momento dado, uno de ellos se da media vuelta y echa a correr. El otro observa a su hermano, mira a Amedeo y se aleja retrocediendo de espaldas.
Amedeo le dice a Tetté: esto no termina aquí, tartaja. Nos vemos luego. Y se marcha altivo, seguido de Cristiano y Saverio que lanza un escupitajo al suelo.
El cojo se acerca a Tetté. El grupo de muchachos se detiene al borde de la placita y se queda mirando.