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Domingo, 1 de noviembre de 1931 – X

Un domingo de lluvia es algo por completo diferente. Te enfrenta a lo impensable, a lo que nunca habrías querido. Te impide lanzarte a la calle, entre la gente, emborracharte de luz y colores, dejarte zarandear por gordas nodrizas en los jardines o por jóvenes parejas en los cafés de la galería. No te deja acercarte al mar para sentir su perfume y los gritos de los pescadores que anuncian lo que pescaron esa noche.

Un domingo de lluvia cierra las puertas. Penetra con la luz por las rendijas, inunda las paredes y el suelo, se cuela en el alma subiendo por los pies y estrujando el corazón en un puño. Un domingo de lluvia sabe ingeniárselas para jugar con la esperanza y la soledad.

Un domingo de lluvia hace que desees otra cosa distinta a lo acostumbrado. Te empuja a observar las ventanas surcadas por el agua y que todo se presente a la vista distorsionado, alterado. En sus largas horas sustraídas al paseo y a los encuentros, un domingo de lluvia te impide apreciar las imágenes de fuera.

Si eres un viejo médico con muchas heridas de guerra en el alma, un domingo de lluvia te encontrará despierto al amanecer. Te levantarás chancleteando por una casa que te queda demasiado grande, mientras las corrientes de aire frío se te meten por la camisa de dormir y los calcetines gruesos. Fumarás mucho rato, mirando de frente, sin vergüenza y con mucho miedo a tu antigua soledad, y el futuro sombrío que quizá no tengas. Pensarás en las lejanas nieblas y en las lluvias de tu adolescencia, repletas de juegos y sin frustraciones; y tal vez decidas vestirte e ir de todos modos al hospital, aunque no te corresponda. Porque los enfermos y su dolor son cuanto te queda.

Un domingo de lluvia dispone de armas propias.

Si eres una muchacha enamorada no verás la hora de que ocurra algo; pero el domingo de lluvia detendrá el tiempo en una nada que parece infinita. Leerás una y otra vez una carta, la compararás con lo que esperas, y la luz fría que proviene de las ventanas surcadas de agua te hará temer lo peor. Prepararás el almuerzo con gestos indiferentes e inseguros, tu familia percibirá tu inexplicable nerviosismo y te mirará preocupada o molesta. Tú no te darás cuenta, te acercarás sin cesar a la ventana como un pez a la pared del acuario, soñando y temiendo un mundo en el que quizá no conseguirías respirar.

Un domingo de lluvia viene cargado de miedos.

Si eres un hombre que se siente mujer, te pasarás el día pintándote las uñas, eliminando de tu cuerpo hasta el último pelo. Te dará rabia no poder salir con un vestido floreado para gritarle al mundo que eres fuerte y hermosa, a pesar de que la naturaleza no quisiera escucharte. Tal vez te vuelva a la memoria el niño que fuiste, ese al que en la calle todos ahuyentaban y zaherían, ese niño mortificado por los mismos que hoy vienen a buscarte famélicos. Alguno vendrá furtivo a visitarte, calado hasta los huesos y sin aliento, y al llegar y al marcharse mirará a su alrededor por miedo a ser visto; pero a ti no te importa, porque eso también es amor, y si roba unos instantes, tarde o temprano, te los devuelve.

Un domingo de lluvia hace regalos raros.

Si eres una mujer hermosísima que viene de fuera, mirarás tu nueva y extraña ciudad a través de la lluvia. Pensarás que para encontrarte en la tierra del sol, llueve bastante. Pero que la lluvia también es distinta, los chubascos alternan con rayos de luz llenos de canciones. Y te dirás que vas a salir de todos modos, y recorrerás las calles desiertas en coche, disfrutarás de los edificios mudos frente al mar, de la espuma de las olas que llegará hasta la calle, del aire cargado de electricidad. En el café, pensarás que te apetece la compañía de un hombre cuando mil manos querrán encenderte el cigarrillo y mil sonrisas pondrán lívidas a las otras damas; pero a ti te apetece ese hombre, no otros, y mentalmente cultivas una esperanza a la vez.

Un domingo de lluvia acota el campo.

Si eres un sargento de asueto, para variar, remolonearás en la cama, mientras la lluvia golpea los postigos. Harás el amor por la mañana, con calma, perdiéndote en el cabello rubio, en los ojos azules y la piel suave de la mujer que has amado, que amas y que amarás sin sosiego mientras tus ojos no se apaguen. Después ella irá a prepararte el desayuno y tú acogerás a cinco duendecillos en la cama, que te escucharán con los ojos muy abiertos, mientras les cuentas las aventuras extraordinarias del heroico policía que detiene a los delincuentes. Y quizá pienses en quien ya no está y le envíes una lágrima y una sonrisa, para recordarle que en tu corazón de padre hay para él un cuarto grande, bonito y luminoso, y que siempre estará disponible.

Un domingo de lluvia tiene muchos huéspedes.

Si eres una vieja tata llena de dolores mirarás a tu señorito que se viste para salir, hoy también que es domingo, hoy también que es la fiesta de Todos los Santos, hoy también que llueve a cántaros. Y protestarás, te quejarás pero no te harán caso. Nunca te hacen caso. Escrutarás sus ojos brillantes de fiebre, escucharás su tos seca. Y sufrirás por tu propia incapacidad y temerás por su dolor. Abrigarás una esperanza tras verlo escribir a escondidas y guardar una hoja arrugada en el bolsillo de la chaqueta. Cerca del corazón.

Un domingo de lluvia encuentra en las soledades alguna esperanza.

Ricciardi caminaba y sus pasos resonaban como si fuera de noche a pesar de que era de día: la lluvia obligaba a la gente a encerrarse en casa ese domingo de otoño.

Ese día él también se habría quedado entre las cuatro paredes de su hogar; estaba hecho polvo, le quemaba la garganta, tenía la cabeza como envuelta en algodones; pero sabía que no descansaría hasta averiguar quién era el cojo y el papel que había desempeñado en los últimos días de la vida de Tetté.

El sacristán no había sido más que un intermediario; los demás chicos no podían saber nada, y habría sido difícil sacarles alguna información; seguramente el padre Antonio no estaría al corriente, y él no podía abordarlo otra vez después de la carta enviada por la curia; solo quedaba una persona a la que el niño podía haberle contado algo.

El portero del edificio de la via Toledo se mostró muy receloso: aquel extraño individuo que llegaba bajo la lluvia, sin sombrero y con aquellos ojos verdes, relucientes por la fiebre, le resultó demasiado raro para permitirle libre acceso a sus amos; y una mañana de domingo, nada menos. Le estaba diciendo que volviera otro día porque la señora no se encontraba en casa cuando ella misma lo desmintió al llamarlo por el interfono para pedirle que dejara pasar a aquel extraño visitante.

Ricciardi subió un tramo de escaleras y se encontró a Carmen esperando en la puerta, y a su lado la criada, dispuesta a ocuparse de su abrigo.

—Pase, comisario, póngase cómodo. Es una suerte que lo viera por la ventana, de lo contrario ese cancerbero de Alberto le habría impedido subir sin siquiera consultarme. Un día de estos tendré que hablar claro con ese hombre.

Ricciardi la siguió a través de unas salas hasta un cuarto de estar iluminado por una gran araña de cristal. La casa era muy amplia y suntuosa, llena de alfombras, tapices y cuadros antiguos; destilaba un bienestar con solera, fortunas de épocas anteriores consolidadas por las generaciones posteriores. Los bibelots, las estatuas, los propios muebles hablaban de viajes a países exóticos y de un gusto refinado.

—La riqueza no es mía, comisario. Viene de la familia de mi marido, ya se lo dije la otra vez. Esta casa y las otras, todo este fasto terminará con nosotros. Por culpa mía, por mi esterilidad.

El comisario la observó; el sufrimiento parecía no haberla abandonado, aunque había pasado de la fase en la que el dolor es un mar tempestuoso que grita en el alma a un sordo ruido de fondo. La cara delicada estaba enrojecida, estropeada, surcada por las arrugas del llanto; los ojos ojerosos, el pañuelo retorcido sin cesar por las manos delicadas. Vestía un traje negro, muy parecido al que llevaba en el entierro del niño, tal vez fuese el mismo.

—No puedo dejar de pensar en él, comisario. Es como si tuviera un bloque aquí, en el pecho, y me oprime cada vez que respiro. Ni yo misma me había dado cuenta de lo que ese niño significaba para mí. Aunque solo lo veía dos o tres veces por semana, la idea de estar con él me daba una fuerza que nunca volveré a tener. ¿Qué voy a hacer ahora?

Ricciardi experimentó con intensidad su misma pena, la misma e inmensa soledad. La mujer estaba sola en medio de sus riquezas, mucho más de lo que había estado el desdichado Tetté en su vida pobre y desesperada, tan breve como un suspiro.

—Señora, no quería molestarla. Comprendo lo difíciles que son para usted estos momentos.

—He pensado mucho en lo que me dijo, comisario. Tiene razón, debería haber acogido a Tetté en mi casa. Debería haber superado los temores, las cicaterías y las mezquindades y debería haberle dado la vida y el bienestar que debe dársele a un hijo, porque para mí ya era eso: el hijo que Dios no quiso dejarme engendrar. Tuve miedo y fui castigada. Pero el castigo fue excesivo.

Ricciardi trató de reconfortarla.

—No piense eso. La muerte de Tetté es hija de la calle, del abandono de estos pobres chiquillos. Es hija de la indiferencia de todos nosotros, no solo de la suya. Al contrario, usted fue la única que sintió la necesidad de ofrecerle consuelo.

—No, comisario. Por desgracia no es así. Tal vez empecé con esa intención, pero después, Tetté se convirtió para mí en algo distinto, más profundo. A mí me interesaba él, no me interesaban los demás chicos, no todos los niños pobres que viven en la calle. No sé perdonarme por haber dejado que muriera solo.

—¿Por qué se atormenta, señora? ¿Por qué se acusa de cobardía?

Carmen se levantó.

—Acompáñeme, comisario. Quiero enseñarle algo.

Ricciardi siguió a la mujer por un largo pasillo y subieron un tramo de escaleras en lo alto de la cual había una puerta. Sentado en una silla, un enfermero con bata blanca leía el periódico; en cuanto vio a la señora se puso de pie.

—No se moleste. Solo quiero enseñarle algo al comisario. Abra la mirilla.

En el centro de la puerta había una ventanilla con un pomo que permitía abrirla hacia fuera. El hombre echó un rápido vistazo en el interior y se apartó; Carmen se quedó mirando un buen rato, luego le dejó sitio a Ricciardi con expresión afligida. Y él miró.

La habitación se encontraba en penumbra, carecía de ventanas, la iluminaba la débil luz de una lámpara encajada en la pared y protegida por una malla metálica. El único mueble era una cama situada en el centro del cuarto. Un hombre estaba sentado en el colchón; vestía una camisa de dormir.

De edad indefinida, habría podido tener treinta o setenta años. De la cabeza le salían ralos mechones de pelo negro, sin vida. Sus ojos recorrían incesantes las paredes, como si siguieran el movimiento de animales nocturnos. De su boca balbuceante caía un hilillo de baba que se le escurría por el cuello y la camisa; a través de la ventanilla, protegida por un cristal, se colaba un murmullo, un flujo de palabras sin sentido. Carmen la cerró.

—Ya ha desayunado y tomado el medicamento, señora —dijo el enfermero.

—¿Cómo ha pasado la noche?

—Bastante tranquilo. Dentro de poco viene a sustituirme Stefano, el enfermero de día. ¿Necesita algo más, señora?

Carmen negó con la cabeza, entristecida y con una seña le indicó a Ricciardi que la siguiera. Cuando se encontraron otra vez sentados en la sala de estar, la mujer sonrió amargamente y le enseñó al comisario una foto en un marco de plata:

—Me hubiera gustado decirle, le presento a mi marido. Aquí está como era cuando nos casamos, y ya ha visto en qué estado se encuentra ahora. Una enfermedad nerviosa, los médicos dicen que incluso puede ser hereditaria. Tal vez haya sido mejor que yo sea estéril.

En la foto se veía a un hombre sonriente, alto y apuesto, que nada tenía en común con el vegetal encerrado en lo alto del tramo de escaleras; de su brazo se veía a una Carmen más joven y mucho más feliz, vestida de blanco.

—No hace mucho de esto, comisario. Pero a mí me parece un siglo. He querido enseñárselo para que comprenda, aunque solo sea en parte, por qué no traje enseguida a Tetté a esta casa. Enfermeros, medicinas, puertas cerradas. ¿Qué lugar sería este para un niño?, pensaba. Si no lo hubiese pensado, ahora él estaría vivo. Pero no es lo único que me atormenta. En realidad fui una egoísta, una tremenda egoísta.

—¿Por qué, señora?

—Mi marido tiene parientes. Personas ávidas, interesadas en su riqueza. Si hubiésemos adoptado, las posibilidades de esas personas de quedarse algún día con lo que nos pertenece se habrían visto reducidas. Habrían hecho de todo por impedirlo. Y estando mi marido como está, no quise causarle el dolor de verse con toda la familia en contra. Prefería hacerle donaciones al padre Antonio, darle un poco de bienestar a Tetté de esta forma indirecta. En fin, que fui una cobarde. Y ahora no me lo perdonaré nunca.

A Ricciardi le daba pena aquella mujer, pero no podía consolarla. Tenía razón, en su lugar, él también habría llevado sobre la conciencia el peso de su propio bienestar.

—Disculpe usted, señora, he venido para preguntarle algo. En los últimos días conseguimos más información y resulta que Tetté había conocido a un hombre. ¿Usted sabe algo?

Carmen parpadeó varias veces, perpleja.

—¿Un hombre? ¿Tetté? No, no sé nada. ¿Qué hombre?

Ricciardi trató de ser más exacto.

—Al parecer un hombre alto y elegante se puso en contacto con el niño a través del sacristán. Ese hombre vio a Tetté al menos en dos o tres ocasiones la semana anterior a la muerte del pequeño. Lo veía fuera de la parroquia, estoy casi seguro de que ni el padre Antonio ni los demás muchachos sabían nada. Pensé que a lo mejor Tetté se lo había contado.

—No, no me dijo nada. Y me extraña mucho, porque me lo contaba todo. ¿Cómo era ese hombre?

—Ya se lo he dicho, alto, elegante; parece que renqueaba y se apoyaba en un bastón al andar.

Ricciardi notó el cambio súbito en la expresión de Carmen; lo miró con ojos desorbitados y se tapó la boca con el pañuelo, mientras con la otra mano se aferró al brazo del sillón con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.

—¿Qué dice, comisario? ¿Está seguro?

—Sí, señora. Otros datos, que todavía debemos comprobar, indican que el hombre vive en Santa Lucia. Hoy mismo me propongo hacerlo.

Carmen se puso de pie. La voz le temblaba por la agitación y el dolor.

—Yo lo conozco, comisario. ¡Sé quién es ese hombre!

Ricciardi se levantó a su vez, mirándola a la cara con aire interrogante. La mujer prosiguió:

—Se trata de Edoardo, el hermanastro de mi marido. Se llama Edoardo Sersale. Y me odia, me odia con toda el alma.

Carmen se desplomó en el sillón y rompió a llorar desesperada. Ricciardi esperó que se calmara y luego le preguntó:

—¿Por qué cree que podría ser él, señora? He de decirle que el nombre coincide con el que averiguamos en nuestras pesquisas. No quería mencionarlo hasta no haberlo comprobado personalmente.

Carmen parecía destrozada por sus propios pensamientos.

—Es él; el hijo del segundo matrimonio de mi pobre suegra, a la que mató a disgustos. Me juró que se vengaría. Me pidió dinero, yo administro los asuntos de mi marido, ya ha visto usted en las condiciones en que se encuentra. Edoardo es un hombre disoluto, mujerzuelas, juego, caballos, tiene todos los vicios habidos y por haber. Yo dije basta, porque con él es como tirar el dinero a un pozo sin fondo. Y él me dijo: me vengaré.

Ricciardi miraba a la mujer, perplejo.

—¿Qué cree usted que hizo? ¿Qué tenía que ver Tetté?

—¿No lo entiende, comisario? Me atacó en lo único que amaba, el niño. De un solo golpe eliminó el peligro de adopción y me quitó a Tetté. Dios mío, comisario…, ha sido él, quiere decir que el niño… ¡el niño murió por culpa mía! ¡Solo por culpa mía!

Ricciardi se quedó mirando a la mujer sacudida por desesperados sollozos, no sabía cómo confortarla.

Fuera la lluvia lo cubría todo, hombres y cosas.