47

A la hora de la cena la población del Gambrinus cambiaba.

Los parroquianos del aperitivo, los rezagados de la charla vespertina, los que se reunían allí para sus citas más o menos clandestinas habían regresado para fichar en casa, y ahora estarían sentados ante las mesas puestas, manteniendo conversaciones poco interesantes con desconocidos que llevaban el mismo apellido.

Los clientes de la noche, los que querían escuchar música en vivo y no la que salía de un cajita de madera llamada radio, los que deseaban conocer ojos del sexo opuesto para sentar las bases de futuras relaciones, los que querían aprovecharse del ambiente alegre para iniciar unas relaciones comerciales positivas, esos aún estaban por llegar.

La hora de la cena en el Gambrinus era tierra de nadie. Los propios camareros, los encargados de la barra, afilaban sus armas para la noche, y calculaban las ganancias y las pérdidas del día. Empezaban a sacar las cuentas de las propinas, se arreglaban los fracs descosidos, volvían a anudarse las pajaritas que, con el trajín del servicio vespertino, se habían torcido y desatado. En la monumental caja registradora el timbre de las cantidades cobradas sonaba con menor frenesí, y, en la entrada, no se alzaban tanto los sombreros cuando los que salían eran saludados.

Los olores también cambiaban a la hora de la cena en el Gambrinus. Así como por la mañana reinaba su majestad el café, y la fragancia de los tomates cocidos, la mozzarella y las berenjenas predominaban a la hora del almuerzo, y los pasteles y los canapés a lo largo de la tarde de vermut y rosolí, ahora, tras haber impregnado las sedas y los tapices por ese día, a la espera del siguiente, los aromas se mezclaban sin vencedores ni vencidos.

Los sonidos eran asimismo protagonistas en el Gambrinus a la hora de la cena. La alegre melodía de la mañana y la soñadora de la tarde evolucionaban en el teclado del hermoso piano de cola para transformarse en arpegios provisionales, un adiestramiento armónico sin significado preciso. Un regato de notas, un polvo de estrellas fugaces que acariciaba los cristales sin hacerlos vibrar, una música de espera y de leve añoranza.

El aire era extrañamente claro bajo las luces del Gambrinus a la hora de la cena. Cigarros y cigarrillos eran un recuerdo de la tarde, cuando se mezclaban con el olor de la lluvia y el sonido tintineante de las carcajadas femeninas y de las cucharillas que removían el té en las tazas; y regresarían durante la larga noche, para servir de nebuloso marco a las palabras susurradas y al tango sensual y desesperado bailado en el centro de la sala, entre las mesitas rebosantes de miradas y sfogliatelle. Pero a esa hora, a la hora de la cena, la luz de las enormes arañas de cristal jugueteaba entre los tonos dorados y plateados de las paredes y los mostradores, llegando intacta como había salido de las mil bombillas.

La hora de la cena duraba poco en el Gambrinus: desde la última copa de vermut abandonada, sola y vacía en la mesa que esperaba al primer noctámbulo que entraría mirando a su alrededor decepcionado, pasaría menos de una hora. Aunque sería una hora interminable.

Porque era la hora de la cena.

Maione entró en el Gambrinus circunspecto, pero había muy poca gente; no debía temer, pues, un encuentro indeseado.

Algunas mesas estaban ocupadas, claro; por otra parte, la sala era espaciosa. Una mujer sola, el maquillaje un tanto ajado, la mirada belicosa. Un señor mayor, ojos llorosos de borracho, alguna que otra risita incongruente. Dos hombres con cuellos tiesos, concentrados en dar cuenta de un plato de comida sin mirarse a la cara. Una pareja, él leía el diario y ella miraba el vacío, no se hablaban. Qué tristeza, pensó el sargento.

Vio a Ricciardi en su mesa de siempre, con una taza humeante enfrente, las manos en los bolsillos, la mirada perdida en la calle reluciente de lluvia, surcada por las luces de las farolas. Su extrema palidez daba miedo; de vez en cuando los escalofríos hacían estremecer su labio inferior.

—Comisario, tiene muy mala cara. Cuando uno no se encuentra bien y el tiempo está como está, no debería salir a la calle. Tiene usted mucha fiebre, se nota enseguida. Pida que lo lleven a casa, hágame caso; si está enfermo no le sirve a nadie.

—No te preocupes, me encuentro bien. Soy de los que si se curan, está peor. Te he pedido una sfogliatella y un café. Anda, cuéntame qué has hecho hoy, que luego te cuento yo.

Estuvieron media hora intercambiando información sobre sus respectivas pesquisas. Ricciardi habló del sacristán sin poder disimular el horror que le producía ese individuo tan repulsivo; Maione habló de Cristiano y de su coraza, tan triste en un muchacho tan joven, y de Cosimo y sus mezquindades. Todos ellos podían haber cometido un delito, todos ellos tendían a la violencia; en ninguno veían un envenenador.

El sargento le contó luego lo del acecho de Nenita y las noticias sobre el cojo, que ahora, al parecer, tenía nombre, apellido y dirección.

—Comisario, no sacamos nada en claro, estamos mareando la perdiz —dijo Maione—. Lo del cojo, por ejemplo, ¿qué tenemos en concreto? Las confidencias de una puta a otra puta. Y a lo mejor no es más que un pervertido, entonces vamos, le echamos el guante y lo mandamos a la sombra, no sin antes haberle dado una buena somanta, está claro.

Ricciardi tampoco parecía convencido.

—¿A ti te parece que alguien metido en semejante lío, ahogado por las deudas y con los usureros respirándole en el cogote, alguien que necesita conseguir dinero, se pone a perder el tiempo para desfogar sus pasiones con un niño? Además, ¿qué tiene que ver ese comentario sobre el hecho de que había encontrado el dinero porque había encontrado al chico? No, esa idea del pervertido no me cuadra con nada.

—Entonces volvamos al principio, comisario; la muerte accidental. Cuanto más hurgamos más asquerosidades encontramos, estoy de acuerdo con usted; cosas horribles, que dan ganas de vomitar. Insisto: hagamos limpieza. Mandemos a chirona al jabonero, al sacristán, al cojo. Y también investiguemos con lupa al cura, pero habrá que esperar a que se haya ido su magna excelencia porque hasta entonces no dejarán que nos movamos; y en cuanto se haya ido, hacemos limpieza a fondo. Pero el niño murió por accidente, en paz descanse, y ahora es un angelito en el cielo, dejémoslo tranquilo.

Ricciardi guardó silencio. Contemplaba la calle; llovía y hacía frío, pero montando guardia estaba el camorrista muerto, al que le seguía brotando sangre del corazón mientras repetía: «a ver si te atreves, a ver si te atreves a hacerlo». Pensó que las cosas permanecen así, detenidas e inmutables; algunos las ven, otros no.

—Mañana es fiesta, Raffaele —dijo Ricciardi—. Y pasado mañana es el día de los Difuntos. Tienes dos días de descanso, pásalos con tranquilidad en casa con los tuyos. Te agradezco mucho que me hayas hecho compañía en esta pesquisa loca que tal vez, mejor dicho, seguramente no es más que producto de mi obsesión.

Maione escrutaba la cara del comisario.

—Usted no se encuentra bien. Tiene una fiebre de caballo, y hace un tiempo de perros, así que si sigue dando vueltas por la calle, pillará una pulmonía. Además, lo conozco un poco. Mejor dicho, lo conozco muy bien, y no es usted de los que aflojan en situaciones como esta y menos a estas alturas. Prométame una cosa, comisario, tómese un descanso. No tenemos pistas calientes, por desgracia nos encontramos en un punto muerto. Hemos averiguado lo que se podía, no nos queda más que hacer. Esperemos al martes, y entonces seguimos buscando.

—Sí, me parece que no nos queda más que hacer. Quédate tranquilo.

Maione no se dejó marear.

—Tiene que prometérmelo, comisario. O no lo dejo marchar del Gambrinus. No haga nada más, no mantenga contactos hasta que nos veamos usted y yo. Será mejor para todos que lo acompañe. Se lo pido por favor, así me quedo tranquilo, mire que a mi edad las preocupaciones son malas para la salud.

—Yo nunca hago promesas, ya lo sabes. Pero te repito que no te preocupes, porque por ahora no hay nada más que hacer. Vete a casa, que yo también me iré a la mía, y en cuanto llegue me meto en la cama con una aspirina.

Durante el trayecto, sacudido por los escalofríos y con una jaqueca que ya era insoportable, Ricciardi pensó en Enrica. Y lo hizo para encontrar refugio de la imagen del niño muerto, del sacristán que se pasaba la lengua por los labios, de Nenita que le hablaba a Maione del cojo, del trapero con su carrito lleno de objetos de plata.

Mil pequeños detalles, unidos o no entre sí, y un panorama general que tardaba en cobrar forma.

Cuando cruzó el portón se dio media vuelta para mirar y vio al perro observándolo bajo la lluvia que volvía a caer.